El pensamiento si no quiere atragantarse consigo mismo ha de salir
necesariamente a la luz, al exterior. Pues bien, lo confieso: he buscado un
compañero de viaje, de discusión, de comunicación, y no lo he encontrado por
ningún lado. No obstante, las ideas acribillan, la pregunta por el por qué nos
persigue de un lado para otro y a una – que soy yo – no le queda más remedio
que fastidiar a los contertulios de turno con temas que en absoluto les interesan,
primero y decidirse a escribir, después.
Intento parecer graciosa. Intento que mi tono sea jovial. La realidad es
mucho más terrible, más oscura, más agria. Alexander Roob escribe en la Introducción de su
libro “Alchemy and Mysticism”: “Gnosis means knowledge, and the Gnostics
acquired this in a number of ways. The first and most fundamental form of knowledge
is good news, and concerns the divine nature of one´s own essence: the soul
appears as a divine spark of light. The second is bad news and concerns the “terror
of the situation”: the spark of light is subject to the influence of external
dark forces, in the exile of matter. Imprisoned within the coarse dungeon of
the body, it is betrayed by the external senses; the demonic stars sully and
bewitch the divine essence of one´s nature in order to prevent a return to the
divine home. (“Alchemy and Mysticism.” Alexander Roob. Taschen. Bibliotheca
Universalis. Pg.18)
Pues bien, lo que ha motivado estas reflexiones ha sido justamente el horror
de la situación. O mejor dicho, la conciencia consciente de ese horror, en la
que mi alma y mi intelecto siguen sumidas sin que yo misma acierte a vislumbrar
el final del largo túnel. Lejos de la sana alegría del filósofo que descubre el
mundo y hace cultura ética, a la manera de la que habla Albert Schweitzer en su
libro “Kulturphilosophie”, estos pensamientos son el preludio de otros muchos.
Si hay alguien con quien me siento unida en estos momentos de terrible soledad
intelectual, que es la más terrible de las soledades, porque la soledad física tiene
fácil solución cuando uno no está impedido, ése es el Oscar Wilde encarcelado.
Arrojado desde una existencia artística, rodeada de bellos salones y agradables
conversaciones a un calabozo frio, húmedo, envuelto en suciedad y miseria, no
puede hacer otra cosa que escribir su canto de cisne. Su “De Profundis.” El
horror al que me enfrento es el de la banalidad en la que el pensamiento ha
caído. Banal porque o bien su formalista erudición la separa, la escinde de la
realidad; o bien porque su obsesión por la realidad, por anclarse en la
experiencia, le impide tomar el vuelo de la libertad y de los sueños.
Las conversaciones, y estoy refiriéndome a las conversaciones de las personas socialmente
consideradas cultas e inteligentes, son anodinas e insustanciales. No es que permanezcan
en los límites de lo políticamente correcto, es que incluso un simple
comentario sobre el tiempo ha de considerarse de suma importancia porque de las
reacciones que su frase provoque en los interlocutores descubrirá el hablante la posición
y relevancia que él mismo ocupa en la sociedad. En efecto, a la constatación de que luce
un sol radiante uno puede encontrarse ante un silencio general – ninguneo; ante
una frontal oposición: desprecio; o ante una aprobación rodeada de aplausos, lo
que significa liderazgo, al menos en ese instante.
Ante ese “horror de la situación”, ante esa terrible y angustiosa soledad
intelectual, mis mejores amigos, que gozan y retozan con el “small talk”, me
han aconsejado -como no podía ser menos en los tiempos que corren- que acuda a
un psicólogo. “¿Encontraré allí la compañía intelectual que necesito?” – pregunté entusiasmada
con la posibilidad. – “No” – me contestaron – “Te ayudarán a aceptarte a ti misma,
o sea: a vivir con la ausencia de compañía, te aconsejarán que aceptes a los demás
como los demás somos: o sea, sin ningunas ganas de ocuparnos de reflexiones teóricas,
porque ya bastante tenemos con nuestros quebraderos de cabeza y, en el mejor de
los casos te enseñaran a introducirte y vivir en el small talk. Al
final puede ser que incluso logres lo imposible.” – “¿El qué?” – pregunté sin
demasiadas ganas de saber una respuesta que ya me imaginaba. – “Integrarte en
la sociedad”.
Integración en sociedad o pensamiento en soledad, viene a ser la idea de
mis amigos.
Finalmente no he ido al psicólogo. Quizás algún día llame a su puerta, pero
entonces será por otros motivos, no para aprender a vivir sin pensar, o para
concederle al pensamiento un cuarto solitario al que uno se retira a pasar las
calurosas tardes del verano.
En su lugar he optado por la senda que tradicionalmente han tomado los solitarios
intelectuales: el de la escritura.
¡Cuántas veces no habré leído en las páginas de más de uno de ellos el que
se han dedicado a escribir para soportar su soledad sin volverse locos! Pero lo
que yo ignoraba entonces es que su soledad nacía del hecho de su locura: la
locura del pensar, del pensamiento que busca y rastrea los gazapos de las
construcciones lógicas que tan a la ligera se toman diariamente, el pensamiento
que no se aparta de la existencia, sino que piensa la existencia, que intenta
darle un sentido a lo que probablemente sea simplemente situativo, casual, provisorio.
Un pensamiento que se indigna ante el pensamiento que únicamente es pura apariencia,
simple postureo de almas que se hacen fuertes en sociedad triunfando con frases
y estructuras hechas para el público. Que el teatro desee llenar su aforo es
comprensible, que haya autores que busquen el dinero y la fama, también. Cuando
los solitarios intelectuales mueren, es entonces la cultura la que muere. ¿Muere
con mi soledad la cultura? Muere ¿Tan importante me siento? Tanto. Porque mis reflexiones
no pasan más allá de unas simples ideas, pero incluso cuando esas ideas son consideradas
demasiado densas, demasiado profundas, demasiado intelectuales, una – que soy
yo – que en realidad no consideraba que esas reflexiones fueran mucho más que
simples elucubraciones, se siente perpleja al descubrirse abandonada por todos
aquellos que ocupan altos escalafones en sociedad y que justamente por eso,
debieran sentirse más proclives a reflexiones sobre la ciencia, y los
colectivismos pero que, según dicen, justo por estar ocupados y preocupados por
las cuestiones reales no tienen ganas de ocuparse de reflexiones profundas.
Como si la reflexión y las cuestiones reales fueran dos mundos separados y
opuestos. Y eso, justamente eso, es lo que termina de sumirme en el asombro. Un
asombro que en nada tiene que ver con el asombro orteguiano, porque para Ortega
el asombro, el extrañamiento, es empezar a entender. Y en cambio para
mí ese asombro es la expresión del “horror de la situación” y uno sabe que ese
horror le muestra un escenario pero que nada de lo que en ese escenario aparece
le resulta familiar o siquiera comprensible.
La Bruja Ciega
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