Yo
esperaba, de verdad lo esperaba, que alguien comprendiera los planteamientos
que mueven en este momento a Trump sin necesidad de tantas elucubraciones y
palabrerías que no aclaran nada porque en vez de intentar encontrar motivos,
explicaciones, son sentencias inculpatorias sin más. Con ello los que escriben,
y no paran de escribir improperios contra las actuaciones de Trump, se sienten
sumamente satisfechos consigo mismos, con su espíritu democrático, tolerante y
conciliador. Palabrería de palabrerías, llegan, sentencian, y se van a comer
tan satisfechos, al tiempo que yo esperaba que alguno de ellos, siquiera
alguno, intentara explicar al espectador, los planteamientos que mueven a
Trump. Y mientras aguardaba me he dedicado a escribir acerca de un libro clave
para entender todos estos nuevos movimientos en mi Blog “El libro de la
semana”. No creo que consiga finalizarlo antes de que acabe la próxima semana.
Lo que era un libro de menos de doscientas páginas con críticas archiconocidas
hacia el liberalismo, - no por liberalismo sino justo por haber dejado de serlo
sin ni siquiera darse cuenta de que ya no es lo que quiso ser y que se ha
traicionado a sí mismo por ingenuidad más que por estupidez- ha resultado ser
más complejo de lo que a primera vista parece. El libro en cuestión se titula
“El concepto de lo político” y el autor un controvertido jurista llamado Carl
Schmitt; controvertido porque no sólo se unió al partido nazi sino que además
terminada la guerra se negó a retractarse de dicha participación.
Carl Schmitt es considerado por
muchos como la bestia maldita de la filosofía política alemana y esto –en mi
opinión - no tanto por lo que dice en sus escritos principales, publicados
antes de la subida de Hitler al poder: “El concepto de lo político” y “Legalidad
y legitimidad”, sino por su biografía, a la que en el mejor de los casos se la
puede denominar “trágica” y que no hay forma, ni con toda la buena voluntad de
este mundo y el siguiente, de entender. Trágica en varios aspectos: primero,
porque lo que a él le preocupaba y le dolió realmente fue la caida de la
República de Weimar; segundo porque las SS nazis sospecharon de la veracidad de
su fidelidad al régimen y le fueron apartando de cargos relevantes; y tercero,
porque su negativa a retractarse le cerró definitivamente las
puertas a ser considerado un brillante teórico de la jurisdicción, puertas que,
en cambio, no cerraron intelectuales de su tiempo mucho más comprometidos que
él con el nazismo al perjurar de dicho movimiento. Tragedia de Schmitt de la
que el lector tampoco se libra puesto que cualquier lector que se precie es
consciente de que en el mismo instante en que se decide a introducirse en una
obra, conecta ya de algún modo con el alma del autor que la ha escrito. El
lector se enfrenta a sus escrúpulos ¿Ha de leer la obra de un autor nazi? ¿Cómo
ha de leerla? ¿Qué sucede en el caso de que sus ideas le parezcan razonables?
¿Le convierte eso en un nazi? ¿Negar las ideas del autor con
independencia de esas ideas, únicamente porque el autor es nazi, le convierte
en un demócrata? ¿Puede desvincularse el pensamiento de la ideología, cuando
ese pensamiento ha sido escrito antes de la ideología demoníaca a la que se ha
adscrito, sólo Dios y él saben por qué, o debe considerarse que esa ideología
yacía desde siempre en el autor antes incluso de hacer su aparición e incluso
antes de la adhesión del autor y que por tanto cualquier línea carece de valor?
Esa es la tragedia a la que un
lector debe enfrentarse salvo en el caso de que pertenezca al conservadurismo
más radical y a la extrema derecha o a todo lo contrario: al comunismo
bolchevique. En el primer caso le habrá dado la razón a Schmitt sin haber leido
el libro y en la segunda se la quitará antes incluso de haberlo abierto. La
decisión trágica pues, le queda al lector que se decide a introducirse en la
obra con la mera y simple curiosidad de saber lo que ese hombre ha escrito.
La palabra que al Schmitt
ensayista más le precupa es esa de “neutralidad” o, mejor dicho, la carencia de
neutralidad. La técnica no es neutral; los derechos universales no son
neutrales; ni siquiera la ley lo es. La neutralidad es un imposible porque nada
de lo político es neutral y no lo es porque la categoría básica de lo político
se apoya en la dicotomía “amigo/enemigo”; igual que la belleza se apoya en la
distinción básica “bello/feo” y la moral se rige por los conceptos últimos
“bueno/malo”.
“Amigo/Enemigo” son las
categorías últimas de lo político porque a lo político corresponde la lucha. La
lucha como posibilidad, dice Schmitt. Y se apresura a afirmar que ello no
significa ni mucho menos que él esté a favor de la guerra, ni a favor de la
contienda, sino que es imprescindible comprender que la lucha forma parte
inherente e inevitable de lo político y que por tanto se hace necesario y
preciso establecer clara y nítidamente la distinción entre amigo y enemigo.
Hasta el punto, dice Schmitt, que es justamente esta distinción la que
determina la unidad constituyente de un Estado. Un Estado se forma cuando un
grupo de individuos deciden soberana y decisivamente agruparse según la idea de
amigo/enemigo. Pero Schmitt no considera al enemigo como inimicus sino
como hostis. Amigo y enemigo son pueblos, no individuos. ¿Qué
pasaría si un Estado Mundial y Único gobernara el planeta? En ese caso,
responde Schmitt, ya no podría hablarse de lo político puesto que la
posibilidad de lucha habría desaparecido; al menos hacia el exterior. Cabría
claro, considerar la posiblidad del enemigo interior y la consiguiente guerra
civil.
Así pues, a decir de Schmitt,
determinar nítidamente quién es el amigo y quién es el enemigo es de vital
importancia para mantener la supervivencia de un Estado. Un pueblo que se
niegue a batallar, o que crea que siendo amigos de todos, el enemigo le
perdonará la vida es un pueblo condenado a desaparecer y lo mismo le sucede a
aquél pueblo que se niega a luchar y en su lugar pide protección a otro Estado:
es posible que se libre del enemigo inmediato, pero a continuación pasará a
depender del protector y habrá perdido su libertad.
En realidad la descripción de
este panorama no es original de Schmitt. Ya en su tiempo lo había descrito
Maquiavelo. Schmitt recurre a los filósofos teóricos llamados “realistas” para
apoyar sus teorías: la de que no hay nada neutral, ni atemporal, ni universal
en lo político. Nada salvo la posibilidad de lucha y que negar esto constituye
un grave error para el Estado económico liberal de su época, que es la de
Weimar; error que será utilizado por los enemigos de tal Estado: partisanos y
revolucionarios.
En efecto, afirma Schmitt en la
introducción de la reedición del año 1963, los partisanos y los revolucionarios
profesionales como Mao y Lenin utilizarán los presupuestos de la doctrina
positivista no para hacer de las leyes instrumentos imparciales del ejercicio
de la autoridad, sino para convertirlas en las legitimadoras de su poder al
tiempo que lucharán sin necesidad de declarar la guerra, lo cual –considera
Schmitt- es un grave retroceso en la esfera de la lucha porque la guerra
justamente por su carácter de excepción, determinado entre otras cosas por el
hecho de que los hombres se maten entre ellos sin ser considerado criminales,
es un evento jurídicamente reglado. En cambio, las acciones violentas de los
partisanos y revolucionarios que se producen sin declaración de guerra no están
sujetas a esa reglamentación jurídica y por tanto tampoco tienen el deber de
contrapartida o reciprocidad. ¿Quién es el perjudicado? Está claro,
dice Schmitt, que ni el partisano ni el revolucionario sino el Estado económico
liberal empeñado en ser amigo de todos y enemigo de nadie, que ha transformado
la tradicional figura del enemigo en oponente verbal y en competidor económico.
Y en cuanto a los derechos universales, asegura Schmitt, no son más que propiedad
del que los considere suyos, con lo cual cualquiera puede declararse su
defensor y lanzarlos contra la espalda del adversario provocando las guerras
más cruentas en nombre de la Humanidad, de la Libertad y de la Paz con el
argumento de que esa guerra va a ser “la última guerra”
Bien. Eso dice Schmitt. Esas son
las bases intelectuales en las que una gran parte de los conservadores del
mundo se están apoyando en estos momentos. La otra gran parte se apoya,
probablemente, en un coetáneo y colega de Schmitt: Leo Strauss, que lógicamente
es bastante crítico con las ideas de Schmitt, entre otras cosas porque Strauss
no puede soportar a Maquiavelo, al que llega a denominar ángel caido en la obra
que sobre él escribió. Strauss es un firme creyente en Dios. Es curioso que los
conservadores se apoyen en Schmitt y en Strauss porque lo cierto es que sus
tesis son bastante diferentes. Realista, el uno; firme defensor de la
restauración de la tradición perdida, el otro.
Y bien, el diálogo entre los dos
hombres pasa desapercibido a todos los que no comprenden e ignoran que ningún
intelectual trabaja aislado y que independientemente de su trayectoria
individual, todos ellos se influyen mutualmente. Pero el caso es que en Lo
Político, Schmitt contesta a Strauss y a todos los que piensan como Strauss sin
nombrar a Strauss y a los que piensan como él y sin ni siquiera
decir que les está contestando. Lo que Schmitt indica es: primero, que a todos
los hombres que viven en una época de paz les molestan los autores realistas
por considerarlos pájaros de mal agüero y segundo, que considerar el
materialismo nihilista como inerte y sin vida es un gran error. El materialismo
es una metafísica activa y por tanto hay que enfrentarse a ella activamente,
y lo único que puede vencerla es un saber íntegro.
Eso asegura Schmitt, y con ello
está afirmando que no basta con querer volver a restablecer una tradición
religiosa perdida porque esa tradición religiosa perdida ha sido (o está siendo
derrotada) por un materialismo activo y bien activo que lucha con la fuerza del
espíritu vivo por más que ese espíritu, sigue afirmando, pueda ser considerado
demoníaco.
Schmitt y Strauss se configuran
así como los intelectuales de los nuevos conservadores. Si algunas
publicaciones alemanas aseguraron en su momento que los discípulos de Strauss
estaban influyendo en la política de Busch, Schmitt, en mi opinión, lo está
haciendo en estos instantes en la política de Trump.
Trump quiere acabar – de modo
nada diplomático, todo hay que decirlo- con la letanía hamletiana de ser o no
ser en la que está inmersa Europa. Trump está desafiando al status quo al que
Europa se está aferrando. Trump quiere poner “las cosas en su sitio”
determinando quién es amigo y quién es enemigo con total nitidez y claridad,
tanto en el ámbito de lo económico dentro de las fronteras, como en el ámbito
internacional. Trump reta a Europa a que salga de su “ser o no ser” y decida
qué ser y con quién va. Trump declara la guerra económica a todos los competidores
de Estados Unidos y entre ellos se cuenta, no cabe duda, Alemania. Ello
significa que Alemania y Europa van a tener que mover ficha y buscar sus
aliados económicos que, posiblemente, también van a ser sus aliados
estratégicos. Porque no entiendo cómo se va a poder ser aliado económico de un
país y amigo estratégico del enemigo económico de ese país. Trump está
estableciendo la dicotomía amigo /enemigo a nivel internacional, primero y
luego no le quedará más remedio, a la vista de cómo están yendo las cosas, de
que tenga que hacerlo respecto a su interior. Si algo están demostrando los
últimos hechos es que la escisión interna americana es mayor y más profunda de
lo que se creia y parecía; lo único que uno se pregunta es si esa escisión es
auténtica o provocada y si es provocada, quién la ha provocado. Porque hay algo
que nadie parece querer entender: que del mismo modo que el movimiento
populista de derechas es internacional, también lo es el movimiento populista
de izquierdas, y de lo que no cabe duda es que las manifestaciones de protestas
son siempre populistas, porque el populismo no es algo exclusivo de la derecha
ni de la izquierda. Y en este sentido es importante tomar conciencia de ello
porque los términos son siempre polémicos, y esto es algo que también dice
Schmitt en su libro. Tan polémico y tan insultante puede ser el término
“político” como el término “apolítico”; todo depende de con que intención se
pronuncie.
A nivel económico, Trump ha
sacado a la luz lo que desde hace años susurraban algunos en los videos de
Youtube: que entre Estados Unidos y Europa reinaba una silenciosa guerra
económica. Así que el proteccionismo se impone y no sólo respecto a Europa. El
proteccionismo que lleva siendo defendido e incluso silenciosamente impuesto
por cada Estado que puede hacerlo, especialmente cuando las arcas están vacías
y la crisis económica se encuentra dentro de un círculo vicioso del que no
puede salir porque la deuda le asfixia. El mismo proteccionismo del que tuvo
que echar mano Luis XIV para hacer de la Francia en bancarrota una Francia
próspera.
Desde el punto de vista
internacional, Trump ha decidido igualmente que los partisanos, los
revolucionarios, los soldados fantasmas, salgan a la luz. Trump exige una
regulación jurídica a nivel internacional del problema. Las viejas leyes que
regulaban internacionalmente la guerra se han revelado obsoletas contra un
terrorismo que emplea soldados fantasmas y que no tiene obligación de ninguna
contrapartida ni económica ni jurídica frente a las víctimas. Un ejército puede
ser acusado de torturar, de cometer crímenes contra la humanidad y ha de
responder ante los tribunales igual que su Estado tiene que responder ante la
comunidad internacional. ¿Pero qué sucede con los crímenes contra la Humanidad
de los ejércitos y Estados fantasmas? La policía no sabe cómo actuar porque
ello supera sus competencias e incluso sus recursos ¿Ha de considerar a los
terroristas como asesinos en serie o como soldados? Si los militares actúan
¿está la sociedad ante la ley marcial o qué sucede? El vacío legal se hace cada
vez más visible. Los Estados tienen que cooperar pero ¿cómo? ¿Con la Interpol o
con la OTAN?
No sé cuáles son los objetivos
últimos de Trump, a qué negarlo. De momento lo único de lo que podemos estar
seguros es de que lo que no quiere son ni más emigrantes ni más refugiados.
Pero si hemos de ser sinceros en este instante, ningún país de Europa desea ni
más emigrantes ni más refugiados porque todos ellos sienten miedo de los
soldados fantasma, miedo de los grandes esfuerzos que la integración exige,
miedo de que su propia población no acepte a los recién llegados y ello
provoque revueltas sociales... No estoy segura de si las cosas pueden aclararse
dando un puñetazo en la mesa, francamente, y tampoco sé si la situación es
realmente tan dramática como los medios de comunicación la describen o se trata
únicamente de una estrategia para vender más titulares de una parte y de
provocar más manifestaciones, de otra.
Lo ignoro; sinceramente lo
ignoro. Tampoco creo que Trump vaya a conseguir gran cosa, la verdad. Las
empresas más poderosas son supraestatales y no sé hasta qué punto van a
consentir en juegos nacionalistas; las relaciones internacionales no están
divididas en Oriente y Occidente y de hecho Oriente está tan fragmentado como
pueda estarlo Occidente. Por otra parte si Trump quiere jugar al juego de amigo/enemigo
va a tener que dilucidar claramente cuáles son sus amigos y cuáles son sus
enemigos. Hasta el momento parece estar más ocupado en concretar los enemigos
que en unir a los amigos, lo que no deja de entrañar un cierto riesgo: el de
que los potenciales amigos se asusten al percibir tantos enemigos y o bien
callen o bien elijan otros amigos.
La estrategia de Trump no es
fácil. Tampoco la de Putin lo es. Putin siguió la consigna de “no hay mejor
defensa que un buen ataque” y todavía no
podemos determinar adónde le ha conducido ese ataque. Al día de hoy resulta
difícil establecer si ha mejorado realmente su situación en el ámbito
internacional e ignoramos si su posición de fuerza en el interior del país ha
contribuido a mejorar las circunstancias socio-económicas del mismo. Tampoco de
Erdogán podemos afirmar gran cosa.
Lo único en lo que todos, excepto
sus partidarios, parecen estar de acuerdo es que Putin, Erdogán y Trump se
vislumbran como los nuevos monarcas a los que la democracia ha de hacer frente.
No obstante los demócratas del
planeta deberían ser conscientes de que en estos instantes el principal
problema al que se enfrentan es a su absoluta confusión de valores y de objetivos.
Los férreos y firmes defensores
de la democracia deberían pensar que la identidad democrática atraviesa la
misma crisis que la identidad femenina. No puede ser que por un lado la mujer critique
a las viejas feministas por masculinas y frígidas, reivindique su derecho al sexo
y explote su sexualidad para hacerse rica pero por otro lado se oponga a ser
considerada un objeto sexual por los consumidores que financian la libre explotación de su
sexualidad. No puede ser que por un lado las féminas se revelen contra la
imagen de la mujer como devoradora de hombres y por otro ellas mismas
magnifiquen las partes más sexuales de su cuerpo a golpe de cirujía aduciendo
la consabida excusa de que es “para sentirse a gusto consigo misma”, cuando
todos sabemos que ese “sentirse a gusto consigo misma” depende de las modas y del
grado de atracción masculina que genere. Del mismo modo resulta una
contradicción en sus términos que esos demócratas que se oponen a Trump, a
Putin y a Erdogán, se opongan a ellos por considerarlos la puerta de entrada al
totalitarismo y por otro, exijan a sus respectivos Estados que regulen cada uno
de los aspectos de la vida privada, desde la cuna hasta la muerte.
Democracia ¿qué democracia?
Schmitt ofrece una respuesta: La
única posibilidad de hacer frente al materialismo nihilista de su época, del
que Schmitt, al contrario que muchos de sus colegas, tiene la certeza de que se
trata de una metafísica activa y no simplemente de una metafísica de la muerte,
es blandiendo un saber íntegro.
La pregunta:
¿Quién se atreve a ello?
La bruja ciega.
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