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Sunday, January 29, 2017

Demasiadas palabras para tan pocas reflexiones

Yo esperaba, de verdad lo esperaba, que alguien comprendiera los planteamientos que mueven en este momento a Trump sin necesidad de tantas elucubraciones y palabrerías que no aclaran nada porque en vez de intentar encontrar motivos, explicaciones, son sentencias inculpatorias sin más. Con ello los que escriben, y no paran de escribir improperios contra las actuaciones de Trump, se sienten sumamente satisfechos consigo mismos, con su espíritu democrático, tolerante y conciliador. Palabrería de palabrerías, llegan, sentencian, y se van a comer tan satisfechos, al tiempo que yo esperaba que alguno de ellos, siquiera alguno, intentara explicar al espectador, los planteamientos que mueven a Trump. Y mientras aguardaba me he dedicado a escribir acerca de un libro clave para entender todos estos nuevos movimientos en mi Blog “El libro de la semana”. No creo que consiga finalizarlo antes de que acabe la próxima semana. Lo que era un libro de menos de doscientas páginas con críticas archiconocidas hacia el liberalismo, - no por liberalismo sino justo por haber dejado de serlo sin ni siquiera darse cuenta de que ya no es lo que quiso ser y que se ha traicionado a sí mismo por ingenuidad más que por estupidez- ha resultado ser más complejo de lo que a primera vista parece. El libro en cuestión se titula “El concepto de lo político” y el autor un controvertido jurista llamado Carl Schmitt; controvertido porque no sólo se unió al partido nazi sino que además terminada la guerra se negó a retractarse de dicha participación.
Carl Schmitt es considerado por muchos como la bestia maldita de la filosofía política alemana y esto –en mi opinión - no tanto por lo que dice en sus escritos principales, publicados antes de la subida de Hitler al poder: “El concepto de lo político” y “Legalidad y legitimidad”, sino por su biografía, a la que en el mejor de los casos se la puede denominar “trágica” y que no hay forma, ni con toda la buena voluntad de este mundo y el siguiente, de entender. Trágica en varios aspectos: primero, porque lo que a él le preocupaba y le dolió realmente fue la caida de la República de Weimar; segundo porque las SS nazis sospecharon de la veracidad de su fidelidad al régimen y le fueron apartando de cargos relevantes; y tercero, porque su negativa a retractarse  le cerró definitivamente las puertas a ser considerado un brillante teórico de la jurisdicción, puertas que, en cambio, no cerraron intelectuales de su tiempo mucho más comprometidos que él con el nazismo al perjurar de dicho movimiento. Tragedia de Schmitt de la que el lector tampoco se libra puesto que cualquier lector que se precie es consciente de que en el mismo instante en que se decide a introducirse en una obra, conecta ya de algún modo con el alma del autor que la ha escrito. El lector se enfrenta a sus escrúpulos ¿Ha de leer la obra de un autor nazi? ¿Cómo ha de leerla? ¿Qué sucede en el caso de que sus ideas le parezcan razonables? ¿Le convierte eso en un nazi? ¿Negar  las ideas del autor con independencia de esas ideas, únicamente porque el autor es nazi, le convierte en un demócrata? ¿Puede desvincularse el pensamiento de la ideología, cuando ese pensamiento ha sido escrito antes de la ideología demoníaca a la que se ha adscrito, sólo Dios y él saben por qué, o debe considerarse que esa ideología yacía desde siempre en el autor antes incluso de hacer su aparición e incluso antes de la adhesión del autor y que por tanto cualquier línea carece de valor?
Esa es la tragedia a la que un lector debe enfrentarse salvo en el caso de que pertenezca al conservadurismo más radical y a la extrema derecha o a todo lo contrario: al comunismo bolchevique. En el primer caso le habrá dado la razón a Schmitt sin haber leido el libro y en la segunda se la quitará antes incluso de haberlo abierto. La decisión trágica pues, le queda al lector que se decide a introducirse en la obra con la mera y simple curiosidad de saber lo que ese hombre ha escrito.

La palabra que al Schmitt ensayista más le precupa es esa de “neutralidad” o, mejor dicho, la carencia de neutralidad. La técnica no es neutral; los derechos universales no son neutrales; ni siquiera la ley lo es. La neutralidad es un imposible porque nada de lo político es neutral y no lo es porque la categoría básica de lo político se apoya en la dicotomía “amigo/enemigo”; igual que la belleza se apoya en la distinción básica “bello/feo” y la moral se rige por los conceptos últimos “bueno/malo”.

“Amigo/Enemigo” son las categorías últimas de lo político porque a lo político corresponde la lucha. La lucha como posibilidad, dice Schmitt. Y se apresura a afirmar que ello no significa ni mucho menos que él esté a favor de la guerra, ni a favor de la contienda, sino que es imprescindible comprender que la lucha forma parte inherente e inevitable de lo político y que por tanto se hace necesario y preciso establecer clara y nítidamente la distinción entre amigo y enemigo. Hasta el punto, dice Schmitt, que es justamente esta distinción la que determina la unidad constituyente de un Estado. Un Estado se forma cuando un grupo de individuos deciden soberana y decisivamente agruparse según la idea de amigo/enemigo. Pero Schmitt no considera al enemigo como inimicus sino como hostis. Amigo y enemigo son pueblos, no individuos. ¿Qué pasaría si un Estado Mundial y Único gobernara el planeta? En ese caso, responde Schmitt, ya no podría hablarse de lo político puesto que la posibilidad de lucha habría desaparecido; al menos hacia el exterior. Cabría claro, considerar la posiblidad del enemigo interior y la consiguiente guerra civil.

Así pues, a decir de Schmitt, determinar nítidamente quién es el amigo y quién es el enemigo es de vital importancia para mantener la supervivencia de un Estado. Un pueblo que se niegue a batallar, o que crea que siendo amigos de todos, el enemigo le perdonará la vida es un pueblo condenado a desaparecer y lo mismo le sucede a aquél pueblo que se niega a luchar y en su lugar pide protección a otro Estado: es posible que se libre del enemigo inmediato, pero a continuación pasará a depender del protector y habrá perdido su libertad.

En realidad la descripción de este panorama no es original de Schmitt. Ya en su tiempo lo había descrito Maquiavelo. Schmitt recurre a los filósofos teóricos llamados “realistas” para apoyar sus teorías: la de que no hay nada neutral, ni atemporal, ni universal en lo político. Nada salvo la posibilidad de lucha y que negar esto constituye un grave error para el Estado económico liberal de su época, que es la de Weimar; error que será utilizado por los enemigos de tal Estado: partisanos y revolucionarios.
En efecto, afirma Schmitt en la introducción de la reedición del año 1963, los partisanos y los revolucionarios profesionales como Mao y Lenin utilizarán los presupuestos de la doctrina positivista no para hacer de las leyes instrumentos imparciales del ejercicio de la autoridad, sino para convertirlas en las legitimadoras de su poder al tiempo que lucharán sin necesidad de declarar la guerra, lo cual –considera Schmitt- es un grave retroceso en la esfera de la lucha porque la guerra justamente por su carácter de excepción, determinado entre otras cosas por el hecho de que los hombres se maten entre ellos sin ser considerado criminales, es un evento jurídicamente reglado. En cambio, las acciones violentas de los partisanos y revolucionarios que se producen sin declaración de guerra no están sujetas a esa reglamentación jurídica y por tanto tampoco tienen el deber de contrapartida o reciprocidad. ¿Quién es el perjudicado?  Está claro, dice Schmitt, que ni el partisano ni el revolucionario sino el Estado económico liberal empeñado en ser amigo de todos y enemigo de nadie, que ha transformado la tradicional figura del enemigo en oponente verbal y en competidor económico. Y en cuanto a los derechos universales, asegura Schmitt, no son más que propiedad del que los considere suyos, con lo cual cualquiera puede declararse su defensor y lanzarlos contra la espalda del adversario provocando las guerras más cruentas en nombre de la Humanidad, de la Libertad y de la Paz con el argumento de que esa guerra va a ser “la última guerra”

Bien. Eso dice Schmitt. Esas son las bases intelectuales en las que una gran parte de los conservadores del mundo se están apoyando en estos momentos. La otra gran parte se apoya, probablemente, en un coetáneo y colega de Schmitt: Leo Strauss, que lógicamente es bastante crítico con las ideas de Schmitt, entre otras cosas porque Strauss no puede soportar a Maquiavelo, al que llega a denominar ángel caido en la obra que sobre él escribió. Strauss es un firme creyente en Dios. Es curioso que los conservadores se apoyen en Schmitt y en Strauss porque lo cierto es que sus tesis son bastante diferentes. Realista, el uno; firme defensor de la restauración de la tradición perdida, el otro.

Y bien, el diálogo entre los dos hombres pasa desapercibido a todos los que no comprenden e ignoran que ningún intelectual trabaja aislado y que independientemente de su trayectoria individual, todos ellos se influyen mutualmente. Pero el caso es que en Lo Político, Schmitt contesta a Strauss y a todos los que piensan como Strauss sin nombrar a Strauss y  a los que piensan como él y sin ni siquiera decir que les está contestando. Lo que Schmitt indica es: primero, que a todos los hombres que viven en una época de paz les molestan los autores realistas por considerarlos pájaros de mal agüero y segundo, que considerar el materialismo nihilista como inerte y sin vida es un gran error. El materialismo es una metafísica activa  y por tanto hay que enfrentarse a ella activamente, y lo único que puede vencerla es un saber íntegro.
Eso asegura Schmitt, y con ello está afirmando que no basta con querer volver a restablecer una tradición religiosa perdida porque esa tradición religiosa perdida ha sido (o está siendo derrotada) por un materialismo activo y bien activo que lucha con la fuerza del espíritu vivo por más que ese espíritu, sigue afirmando, pueda ser considerado demoníaco.
Schmitt y Strauss se configuran así como los intelectuales de los nuevos conservadores. Si algunas publicaciones alemanas aseguraron en su momento que los discípulos de Strauss estaban influyendo en la política de Busch, Schmitt, en mi opinión, lo está haciendo en estos instantes en la política de Trump.

Trump quiere acabar – de modo nada diplomático, todo hay que decirlo- con la letanía hamletiana de ser o no ser en la que está inmersa Europa. Trump está desafiando al status quo al que Europa se está aferrando. Trump quiere poner “las cosas en su sitio” determinando quién es amigo y quién es enemigo con total nitidez y claridad, tanto en el ámbito de lo económico dentro de las fronteras, como en el ámbito internacional. Trump reta a Europa a que salga de su “ser o no ser” y decida qué ser y con quién va. Trump declara la guerra económica a todos los competidores de Estados Unidos y entre ellos se cuenta, no cabe duda, Alemania. Ello significa que Alemania y Europa van a tener que mover ficha y buscar sus aliados económicos que, posiblemente, también van a ser sus aliados estratégicos. Porque no entiendo cómo se va a poder ser aliado económico de un país y amigo estratégico del enemigo económico de ese país. Trump está estableciendo la dicotomía amigo /enemigo a nivel internacional, primero y luego no le quedará más remedio, a la vista de cómo están yendo las cosas, de que tenga que hacerlo respecto a su interior. Si algo están demostrando los últimos hechos es que la escisión interna americana es mayor y más profunda de lo que se creia y parecía; lo único que uno se pregunta es si esa escisión es auténtica o provocada y si es provocada, quién la ha provocado. Porque hay algo que nadie parece querer entender: que del mismo modo que el movimiento populista de derechas es internacional, también lo es el movimiento populista de izquierdas, y de lo que no cabe duda es que las manifestaciones de protestas son siempre populistas, porque el populismo no es algo exclusivo de la derecha ni de la izquierda. Y en este sentido es importante tomar conciencia de ello porque los términos son siempre polémicos, y esto es algo que también dice Schmitt en su libro. Tan polémico y tan insultante puede ser el término “político” como el término “apolítico”; todo depende de con que intención se pronuncie.

A nivel económico, Trump ha sacado a la luz lo que desde hace años susurraban algunos en los videos de Youtube: que entre Estados Unidos y Europa reinaba una silenciosa guerra económica. Así que el proteccionismo se impone y no sólo respecto a Europa. El proteccionismo que lleva siendo defendido e incluso silenciosamente impuesto por cada Estado que puede hacerlo, especialmente cuando las arcas están vacías y la crisis económica se encuentra dentro de un círculo vicioso del que no puede salir porque la deuda le asfixia. El mismo proteccionismo del que tuvo que echar mano Luis XIV para hacer de la Francia en bancarrota una Francia próspera.

Desde el punto de vista internacional, Trump ha decidido igualmente que los partisanos, los revolucionarios, los soldados fantasmas, salgan a la luz. Trump exige una regulación jurídica a nivel internacional del problema. Las viejas leyes que regulaban internacionalmente la guerra se han revelado obsoletas contra un terrorismo que emplea soldados fantasmas y que no tiene obligación de ninguna contrapartida ni económica ni jurídica frente a las víctimas. Un ejército puede ser acusado de torturar, de cometer crímenes contra la humanidad y ha de responder ante los tribunales igual que su Estado tiene que responder ante la comunidad internacional. ¿Pero qué sucede con los crímenes contra la Humanidad de los ejércitos y Estados fantasmas? La policía no sabe cómo actuar porque ello supera sus competencias e incluso sus recursos ¿Ha de considerar a los terroristas como asesinos en serie o como soldados? Si los militares actúan ¿está la sociedad ante la ley marcial o qué sucede? El vacío legal se hace cada vez más visible. Los Estados tienen que cooperar pero ¿cómo? ¿Con la Interpol o con la OTAN?

No sé cuáles son los objetivos últimos de Trump, a qué negarlo. De momento lo único de lo que podemos estar seguros es de que lo que no quiere son ni más emigrantes ni más refugiados. Pero si hemos de ser sinceros en este instante, ningún país de Europa desea ni más emigrantes ni más refugiados porque todos ellos sienten miedo de los soldados fantasma, miedo de los grandes esfuerzos que la integración exige, miedo de que su propia población no acepte a los recién llegados y ello provoque revueltas sociales... No estoy segura de si las cosas pueden aclararse dando un puñetazo en la mesa, francamente, y tampoco sé si la situación es realmente tan dramática como los medios de comunicación la describen o se trata únicamente de una estrategia para vender más titulares de una parte y de provocar más manifestaciones, de otra.

Lo ignoro; sinceramente lo ignoro. Tampoco creo que Trump vaya a conseguir gran cosa, la verdad. Las empresas más poderosas son supraestatales y no sé hasta qué punto van a consentir en juegos nacionalistas; las relaciones internacionales no están divididas en Oriente y Occidente y de hecho Oriente está tan fragmentado como pueda estarlo Occidente. Por otra parte si Trump quiere jugar al juego de amigo/enemigo va a tener que dilucidar claramente cuáles son sus amigos y cuáles son sus enemigos. Hasta el momento parece estar más ocupado en concretar los enemigos que en unir a los amigos, lo que no deja de entrañar un cierto riesgo: el de que los potenciales amigos se asusten al percibir tantos enemigos y o bien callen o bien elijan otros amigos.

La estrategia de Trump no es fácil. Tampoco la de Putin lo es. Putin siguió la consigna de “no hay mejor defensa que un buen ataque” y  todavía no podemos determinar adónde le ha conducido ese ataque. Al día de hoy resulta difícil establecer si ha mejorado realmente su situación en el ámbito internacional e ignoramos si su posición de fuerza en el interior del país ha contribuido a mejorar las circunstancias socio-económicas del mismo. Tampoco de Erdogán podemos afirmar gran cosa.
Lo único en lo que todos, excepto sus partidarios, parecen estar de acuerdo es que Putin, Erdogán y Trump se vislumbran como los nuevos monarcas a los que la democracia ha de hacer frente.

No obstante los demócratas del planeta deberían ser conscientes de que en estos instantes el principal problema al que se enfrentan es a su absoluta confusión de valores y de objetivos.

Los férreos y firmes defensores de la democracia deberían pensar que la identidad democrática atraviesa la misma crisis que la identidad femenina. No puede ser que por un lado la mujer critique a las viejas feministas por masculinas y frígidas, reivindique su derecho al sexo y explote su sexualidad para hacerse rica pero por otro lado se oponga a ser considerada un objeto sexual por los consumidores que  financian la libre explotación de su sexualidad. No puede ser que por un lado las féminas se revelen contra la imagen de la mujer como devoradora de hombres y por otro ellas mismas magnifiquen las partes más sexuales de su cuerpo a golpe de cirujía aduciendo la consabida excusa de que es “para sentirse a gusto consigo misma”, cuando todos sabemos que ese “sentirse a gusto consigo misma” depende de las modas y del grado de atracción masculina que genere. Del mismo modo resulta una contradicción en sus términos que esos demócratas que se oponen a Trump, a Putin y a Erdogán, se opongan a ellos por considerarlos la puerta de entrada al totalitarismo y por otro, exijan a sus respectivos Estados que regulen cada uno de los aspectos de la vida privada, desde la cuna hasta la muerte.

Democracia ¿qué democracia?

Schmitt ofrece una respuesta: La única posibilidad de hacer frente al materialismo nihilista de su época, del que Schmitt, al contrario que muchos de sus colegas, tiene la certeza de que se trata de una metafísica activa y no simplemente de una metafísica de la muerte, es blandiendo un saber íntegro.

La pregunta:

¿Quién se atreve a ello?

La bruja ciega.




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