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Friday, July 25, 2025

Postmodernidad: Antes Religión y ahora Iglesia.

 

Una de las mayores presiones que un articulista debe soportar es el de escribir diariamente. Si redacta por encargo, - por imposición, se diría hoy en día -, se evita, al menos eso, la necesidad de tener que pensar en el tema sobre el que ha de centrarse su pluma. En cambio, cuando es libre para determinar el asunto al que dedicar su atención hacia de hacer frente a las mismas preguntas que en su día ya formuló Quevedo: "¿Se ha de decir siempre lo que se piensa? ¿Se ha de pensar siempre lo que se dice?" Es decir, que a la dificultad de la elección se suma la de la responsabilidad en lo escrito. 

Ustedes no pueden ni hacerse idea de la cantidad de titulares de periódicos, el ingente número de diferentes y divergentes opiniones formuladas por los más egregios pensadores que habitan en el planeta (comentaristas, políticos, profesores de universidad, ensayistas, psicólogos, empresarios...)  y que cohabitan más o menos pacíficamente junto a todaa esas absurdas tendencias, corrientes y narrativas.

Llegados a este punto muchos escritores aseguran que ellos escriben para escapar de la locura. Semejante afirmación me ha sumido siempre en profundas reflexiones encaminadas a comprender  cómo es posible conseguir algo así. ¿Debo entender que ninguno de los escritores está loco porque escribe o que cuando no escribe y comete una locura ha de juzgarse su acción como locura transitoria? Puesto que ignoro la respuesta una, que soy yo, guarda silencio; ése silencio que se origina cada vez que tenemos tantas palabras deseando escapar por nuestra boca y que, no obstante, en el caso de que nos decidiéramos a abrirla sólo lograríamos emitir débiles e ininteligibles farfullos. Pensando pues en las sabias palabra de Spinoza que aconsejan que entre dos males es preferible escoger el menor de ellos, opto por callar, poner cara de tonta y dejar que el otro se incline a pensar que quizás lo soy antes que intentar hablarsin conseguir articular y confirmarle sus iniciales presupuestos.

En general, cuando yo escribo lo hago para ordenar mis ideas; lo cual, créanme, tampoco es fácil. A veces uno termina más confuso que cuando empezó. ¿Son San Pablo y San Agustín grandes Padres de la Iglesia? Sin duda alguna ¿Aportan algo a los Evangelios? Tengo mis razonables dudas. ¿Es el movimiento feminista necesario? Si. ¿Hasta dónde? Hasta donde el feminismo se convierte en ideología y la ideología en vez de ayudar a la mujer se torna en colaborador de un determinado sistema, de modo que introduce la polarización entre las diferentes formas de vida de las mujeres coartando con ello la libertad de la mujer. ¿Algo más al respecto? Sí. No cabe duda de que el feminismo es necesario en tanto en cuanto dignifica y defiende la libertad de la mujer, - no por mujer, sino por persona -, pero el feminismo, cualquier feminismo – tanto el que sostiene al sistema como el feminismo femenino antisistema – se transforma en una gran lacra, en un enorme obstáculo para la construcción de una sociedad, cada vez que pretende convertir a la mujer en una clasificación sea ésta de carácter político, social, económico o metafísico de tal manera que la mujer termina convirtiéndose  en hereje, bruja o santa, perdiendo con ello su condición de persona.

¿Pretendo algo con mis reflexiones? Nada salvo expresarlas de una manera más o menos coherente. ¿Le importan a alguien? Espero que no. A lo sumo que les provoque o bien la carcajada o bien el sueño.

Sin embargo, cuando los acontecimientos me instan una y otra vez a hablar sobre temas acerca de los cuales no deseo pensar, en los que me niego a entrar, entonces lejos de lanzarme en brazos de la escritura para escapar de la locura, como tantos escritores aseguran, decido tomar el ejemplo de los dioses y abandonar mi morada. ¿Para ir adónde?  Los dioses se elevan a las esferas celestiales. Yo, simple mortal, desciendo a las recónditas cavernas de los subsuelos. A ambos, a los dioses y a mí, nos une el silencio. Es el silencio el que quisiéramos guardar. Es en el silencio donde quisiéramos permanecer hasta que las voces insolentes de aquellos que se llaman a sí mismos vigilantes de la Justicia gritan airadas que el silencio no es una opción.

Y de este modo, los dioses, en las esferas celestiales y yo en lo recóndito de mis cavernas, asistimos con la boca cerrada, atascada por la cantidad de pensamientos que en forma de palabras desearían juntas y al mismo tiempo precipitarse a la salida, al espectáculo de la estulticia totalitarista.

Vigilantes de la Justicia que gritan. Y porque ellos gritan hemos de gritar todos. Vigilantes de la Justicia que se consideran investidos con y revestidos de la suficiente fuerza moral para ordenar a sus congéneres lo que es justo y lo que no. Justo es lo que ellos creen. Injusto lo demás. 

Vigilantes de la Justicia que gritan un mensaje que podría ser tenido en cuenta caso de que el mensaje fuera claro y legible. Pero cómo se trata de un mensaje con muchos sub-mensajes y sub-sub-submensajes, el a y el no a y el b y c y el no b y el no c se generan un conflicto conceptual que acaba indefectiblemente en algarabía inútiles. 

Es posible que éste sea uno de las causas por la la que los dioses permanezcan en sus esferas celestiales. Pero he aquí que yo, la bruja ciega, he de ascender hasta el mundanal ruido e intentar, como de costumbre, ordenar mis ideas.

Suponiendo que ello sea factible. Lo dudo, francamente.  .

 Aquí estamos sumidos en el más dogmático y radical de los temas: La guerra.

¿Qué guerra?

La más importante sin duda es ésa que muchos denominan la guerra cultural. Otras guerras son la económica, la cibernética y la geopolítica. Hay más. 

Una y otra vez he de acordarme de Foucault, el último de los iniciados, el iniciado sin maestro, cuando le confesó al “principito” Chomsky, por aquel entonces guapo, elegante y cortés y por eso “principito”, que lo único que había observado en aquella guerra cultural centrada en los derechos, en la justicia y en tantas grandes palabras era el deseo de ocupar el Poder, la alternancia de Poder. Muchos se centran en la sexualidad de Foucault, al abuso que Foucault hizo de su propia sexualidad, para olvidar lo central de sus premisas y para olvidar que, en el caso de Foucault, el último de los iniciados, el iniciado sin maestro, el sexo tal vez formara parte de su intento de introducirse en los misterios a partir de una iniciación mal dirigida, pero iniciación, al fin y al cabo.

Alternancia en el Poder, le dijo Foucault.  Chomsky, claro, le oyó sin escuchar. Foucault por el contrario sí escuchó a Chomsky. 

Así que tiempo después, Foucault, para contrarrestar la locura de la lucha por esa alternancia en el Poder, propuso la Parresía como solución o, por lo menos, como modo de ralentización de la catástrofe que preveía inexorable.

Estoy segura de que al hacerlo, Foucault  estaba pensando en lo que había comentado Chomsky el “principito” de bailar con el Poder Injusto para de esta forma, bailando, pisarle en el callo del pie que más le duele. Debo precisar que Chomsky lo dijo exactamente así.  En realidad no dijo esto de ninguna manera. Chomsky era un "principito", pero es lo que yo, comprendan mi naturaleza de bruja,lo que deduje.

Pero como Foucault era un iniciado, el último de los iniciados, un iniciado sin maestro, pero iniciado, eso, lo del baile que Chomsky le ofrecia, no terminaba de convencerle. Así que en vez de eso Foucault se decantó por probar la Parresía.

Parresía, significaba discurso valiente. Parresía suponía el discurso desbordado; a cascadas. Pero sobre todo Parresía era – y aquí vuelve a demostrarse la condición de iniciado de Foucault – Logos.

La Parresía a la que se refería Foucault era el Logos de la antigüedad.

Derrida “el Destroyer” al que sus amigos llaman “el padre del desconstructivismo” fue el que declaró la defunción del Logos.

Es preciso aclarar que existen diferentes lenguajes: el matemático, el musical, el simbólico.  El lenguaje que importaba a Derrida era el escrito, el que utiliza el sonido, se refiere a un objeto y lo plasma en una grafía. Esto en realidad no era un tema nuevo. De ello se había preocupado Aristóteles y antes que él Platón y muy posiblemente también los egipcios y los sumerios. La relación fonema- grafía-concepto podía ser convencional, como decía Aristóteles, pero con todos mis respetos, esta relación era algo mucho más serio que la simple convencionalidad a la que hacía referencia Aristóteles: esa relación tenía que ante todo y sobre todo describir la realidad real. Y la realidad real comprende dos niveles: aquel que los cinco sentidos pueden captar y aquel que permanece oculto a los cinco sentidos pero que, sin embargo, es realmente real; a saber: las emociones y las cuestiones espirituales. 

O esa relación cumplía ese requisito y era Logos o no lo era. O esa relación podía resolverse como verdad o como falsedad, o no era Logos.

Entiéndanme más allá de la cuestión por las convenciones y de esa diferenciación entre la estructura superficial y la estructura profunda del lenguaje puesta por manifiesto por Ferdinand de Saussure se encontraba la pregunta por el uso del lenguaje, lo cual conlleva interrogarse no sólo por la función y significado del lenguaje, sino especialmente por su sentido: el sentido del lenguaje en su más profundo y vasta extensión. 

Una de las primeras distinciones que se establecieron fue seguramente aquella que consistía en separar el uso profano del uso sagrado del lenguaje. Hacerlo no fue fácil. Hemos de pensar que en Egipto,por ejemplo, el lenguaje jurídico expresaba la Justicia emitida por el faraón, que era el que relacionaba el mundo de los dioses con los humanos. Seguramente determinados nombres sólo podían ser pronunciados en determinados lugares y momentos; de ahí ese mandamiento que dice “no pronunciarás el nombre de Dios en vano”. Lo más probable es que el primer lenguaje profano fuera el burocrático.

Y a esta primera desmembración se sumaron el lenguaje poético,-  inspirado por musas, a mitad camino entre el mundo de los dioses y el de los humanos, -o lo que es lo mismo: a caballo entre las esferas sagradas y las profanas,  – el lenguaje filosófico, el científico, el ficticio, el retórico o político, el periodístico, el de marketing…

Conforme el lenguaje se diversifica, se clasifica y se divide en compartimentos; conforme la unidad originaria del lenguaje se pierde, se difumina la importancia del Logos.

Hasta llegar un momento en que Logos deja de ser descripción de la realidad real para convertirse en puro sinónimo de Dios.

Y puesto que Nietzsche había certificado la muerte de Dios, puedo imaginarme y hasta comprender que Derrida llega a la conclusión de que ha llegado el momento de declarar la muerte del Logos.

A partir de ese momento: el Caos.

Es interesante esto de andar certificando defunciones. A Nietzsche, que estaba diciendo la verdad y sólo la verdad: O Dios o la Nada, lo despreciaron unos y lo elevaron a los altares otros sin saber siquiera a qué se refería. Kierkegaard fue uno de los que entendió el mensaje. Lovecraft, el otro.

El movimiento postmoderno aceptó a Derrida sin más y lo convirtió en adalid de la modernidad acabada. “Dios muerto ergo Logos muerto.” “A Rey muerto, rey puesto”, “Ha muerto el Rey. Viva el Rey”... En fin, lo de siempre. 

En realidad, la Iglesia, antes que Derrida, se había encargado de convertir al Logos en doctrina cristiana;  comprimió la doctrina cristiana en catequismo;  la Iglesia, y, finalmente, transformó el catequismo en boletín oficial de las jerarquías eclesiástica. La Iglesia antes que Derrida y la postmodernidad fue la que había introducido el "nominalismo cuántico" para una vez considerado el amor universal como sinónimo de pederastia aplicar simultáneamente una disciplina férrea en los creyentes. Estos se veian impedidos de comulgar caso de haber bebido o ingerido alimento en las dos horas anteriores (posiblemente para que los creyentes pudieran sumergirse en la liturgia sin sufrir de un corte de digestión), y una generación de estudiantes internos en colegios estaban obligados a asistir a misa de siete de la mañana, por más ello supusiera que esas jóvenes almas debieram levantarse en pleno invierno a las seis. En definitiva: la Iglesia y no la postmodernidad ni Derrida fue la que determinó que al amor universal le corresponde el perdón universal. Y que a aquellos que no aceptaran dicho axioma irían derechitos al infierno eterno. Los movimientos posteriores que impregnan y conforman nuestra época son el resultado del buen aprovechamiento que se hizo de tan magnas enseñanzas. Por eso, aunque la dirección se encamine en sentido contrario las premisas y las consecuencias nos resultan a todos familiares. 

Brevemente: La Iglesia, que hubiera debido de proteger al Logos, fue la que abandonó en el bosque dejándolo a su suerte para que otros fueran los que cargaran con la responsabilidad de  llamarse “asesinos”.

¿Hubo alguien que se ocupó y preocupó del tema? ¿Hubo alguien que intentara, por lo menos eso, salvar al Logos?

En mi opinión hubo dos grandes intentos.

Uno de ellos vino de la mano de la filosofía analítica, con sus investigaciones acerca de la lógica. Lamentablemente adolecía de tres grandes limitaciones: la primera es que su conocimiento estaba restringido a unos pocos; la segunda es que esos pocos, o bien cayeron en los manos del diletantismo, que es una forma elegante de denominar a los juegos del lenguaje y del pensamiento, o bien sucumbieron a la desesperación que causa la visión de la inhumanidad en su más absoluta crueldad; el tercer obstáculo, insalvable, es que la muerte de Dios incrementa la inhumanidad hasta un punto en que cualquier consideración seria sobre el Logos se convierte en cursilería sentimentaloide.

¿Qué más realidad real puede describir el Logos que la que aparece ante nuestros ojos? Preguntará la fenomenología más realista. “La que se esconde a nuestros ojos” responderá una fenomenología existencialista, tan preocupada por la existencia que se olvidó del Logo.

Del mismo modo Heidegger, tan preocupado por el Ser, se olvida del Logos.

NI la filosofía analítica, ni la fenomenología en cualquiera de sus vertientes puede hacer otra cosa que aceptar la declaración de Derrida: Declarar muerto al Logos. 

 Pero no importa chicos, viene a decir el bueno de  Derrida a continuación, “la humanidad ha muerto, viva la humanidad” y habla del trato a los huéspedes y de todas esas historias que intentan proporcionar luz artificial donde no hay ni Logos ni energía, porque la energía sufre de cortocircuitos.

El segundo intento no vino de una escuela filosofíca sino de un iniciado sin maestro, del último iniciado; de Foucault. Él fue el único que se preocupó seriamente del problema por el “Logos” aunque nunca se atreviera a llamarlo por su nombre; lo más probable es que supiera que o bien no le entenderían, o bien le malinterpretarían, o bien no lo tomarían en serio. Así que optó por el de “Parresía”. Era lo máximo que podía hacer.

Pero cuando incluso un Chomsky hace caso omiso de las sabias palabras de Foucault, si incluso un Chomsky le llama inmoral, ¿quién podía hacer caso a Foucault?

¡La Iglesia!

Sí. Como lo oyen. La misma Iglesia que abandona al Logos es la misma Iglesia que lo recoge al proclamar el mandamiento de “La autenticidad”.

Y sí, ya sé: Ustedes escucharon eso de la autenticidad en los círculos posmodernos. Yo en los eclesiásticos.

Créanme, - o no me crean - me resulta indiferente: La autenticidad predicada por esa Iglesia que me inculcó el concepto de autenticidad era mucho más auténtica que la autenticidad que años más tarde me mostró la postmodernidad.

En esa “autenticidad” que aprendí de la Iglesia que yo conocí es donde estaba oculta, pero brillando, la luz del Logos. Esa luz que es la unica facultada para describir la realidad real, sea esta la conocida por los cinco sentidos o por el tercer ojo (corazón) y permitir concluir la verdad o la falsedad de un discurso. 

Por el contrario, una parte de la postmodernidad se consumió en las alturas y dejó que el sol derritiera sus alas, otra parte se perdió en los sombríos laberintos de la materia y otra bajó a los infiernos del espiritismo.

Y todo ello por creer que el ave fénix es una invención, y que después de la muerte no existe la resurrección.

La postmodernidad ha preferido creer en la reencarnación, en la transmutación de las almas, en la transmutación de los significados, que en la resurrección. Ha preferido creer antes en “la sopa del nirvana aquí y ahora” que es el “yo me lo guiso yo me lo como”, que en el “Sapere Aude” y “el Cogito ergo sum aquí y ahora”.  Ha preferido la deconstrucción a la construcción. La preferido la destrucción a la búsqueda del Logos.

¿Qué ha hecho la postmodernidad “auténtica”?

Traicionar y traicionarse. La historia de la postmodernidad es la historia de la confusión, del caos, de las guerras internas, de los correveidiles, del dondedijedigodigodiego. La postmodernidad ha querido ser un océano universal new age para conformarse después con ser un lago globalista mercantilista y terminar siendo una estanca localista que hiede a neofeudalismo.

Parresía gritó Foucault sabiendo lo que gritaba. Y era un grito desesperado como probablemente toda su existencia.

Nadie lo escuchó, claro.

Al fallecimiento del Logos en el ámbito postmoderno le siguió eso que ya he dicho: “la sopa del nirvana aquí y ahora” “el océano amorfo y universal del newage”.

La primera consecuencia fue la imposibilidad de establecer una división entre los diferentes grados o niveles de uso del lenguaje.

Ello implicaba, por un lado, la imposibilidad de diferenciar entre opinión (doxa) y saber.

Por otro lado, esa unidad amorfa permitía la consecución de lo que con tanta ansia se había pretendido lograr desde el principio de los tiempos: la absoluta igualdad entre todos los seres humanos. “La sopa del nirvana aquí y ahora” es lo que permitía alcanzar la absolutez de esa igualdad. Cualquiera podía decir lo que quisiera, cualquier voz era importante, cualquier gota era una chispa divina. A esto se le llamó pluralidad. La pluralidad exigía tolerancia.

A qué negarlo: Yo amo la pluralidad tanto como la tolerancia. Por eso siempre he tenido problemas con esos movimientos que declaran la pluralidad y la tolerancia después que han certificado la muerte del Logos, han iniciado la fase deconstructiva y han declarado la instauración de la era de “la sopa del nirvana aquí y ahora”, “océano era new age” y demás, en las que todos nos fundimos, fusionamos para fluir juntos entonando un mismo murmullo.

La segunda consecuencia fue la desaparición de los límites entre los diversos tipos de lenguajes: lenguaje poético, lenguaje científico, lenguaje religioso, lenguaje comercial… todo era uno y lo mismo.

En un escenario como éste no es de extrañar que los muy astutos publicistas se re-encarnaran en “gurús del marketing” (imaginen: gurús y marketing unidos por un humilde "del") lo que posibilitó que asistiéramos a interminables discursos en los que el lenguaje religioso impregnaba el lenguaje de empresa hasta un límite en que asistir a los oficios religiosos se hacía innecesario: chispa divina, crear mundos con la mente, sigue tu corazón, convierte tu pasión en tu vida, deja todo y sígueme, a qué esperas, ama el mundo que te rodea, ama tu hogar, tu hogar es donde está tu amor, tu amor es más que una familia y unos hijos, tu amor es correr detrás de aquello que tu corazón anhela… etc.

Tampoco había de ser motivo de asombro que un lenguaje en el que no existían los límites porque todo era amorfo, un océano, un término significara hoy una cosa y mañana otra; hoy se afirmaba que la casa es blanca y mañana que es azul sin que este cambio de parecer se debiera a un proceso de reflexión. Era, sencillamente, la constatación de que los mundos creados por mi mente se expresaban y cobraban realidad a través del lenguaje. En el fondo era lo que ya habían anunciado: la deconstrucción

¿Recuerdan ustedes el Génesis? Allí Dios crea al hablar. Cuando Dios dice: “Que se haga la luz”, se hace la luz.

Así también es como funciona la postmodernidad. 

Sin Logos y con una Iglesia debilitada por los embates del materialismo, la postmodernidad se convirtió en la nueva Religión.

A continuación, y en virtud de uno de sus Axiomas-pilares: el de la Igualdad,  declaró a todos sus acólitos, fieles, adeptos: dioses. 

Ello era posible porque según la religión de la postmodernidad cada uno de esos hombres-dioses podía crear mundos con su mente y hacerlos realidad en la medida en que eran expresados a través del lenguaje. Por medio del lenguaje esos mundos creados por sus mentes cobraban realidad.

El problema más complicado que se le presentó a la postmodernidad fue el de como conciliar una realidad plural creada por las gotas individuales.

Porque díganme ustedes: ¿qué tipo de realidad se adapta al pensamiento postmoderno, deconstructivo, “la sopa del nirvana aquí y ahora”? La de la realidad real está claro que no.

Por tanto sólo podía ser la de la realidad virtual.

Dos conceptos contradictorios, opuestos, pero que todos parecen aceptar.  De repente seres ficticios como los vampiros, los unicornios, o los personajes de cómics, mangas y demás se convertían en seres “reales”, equparándose de este modo a los entes pertenecientes a la realidad real.  No sólo eso: las historias escritas por los novelistas tenían la misma importancia y relevancia que un tratado de historia. 

Curiosamente esta idea empezaba a florecer y a fructíficar en el momento en el que Michael Ende describía en su novela “La historia interminable” el fin del mundo de la Fantasía. A decir por Michael Ende el mundo de la Fantasía estaba siendo tragado por la Nada. Era un niño gordo, sin madre, ignorado por su padre y despreciado por sus compañeros, que se había encerado en un cuartucho para leer, el encargado de salvarlo. ¿Alguien entendió su mensaje? ¿Era Michael Ende consciente de la profundidad de lo que estaba escribiendo? No lo sé-

Un momento: ¿He dicho todos?

Sí. He dicho “todos”.

Recuerden mis problemas con la pluralidad y la tolerancia de un movimiento, el postmoderno, que cuando certifica la muerte del Logos se llama a sí mismo “deconstructivo”, que niega la separación en los diversos usos del lenguaje, la igualdad entre los diversos discursos, que declara una unidad amorfa en la que todos crean mundos con sus mentes y los hacen reales en tanto que expresan lingüísticamente esos mundos creados previamente en sus mentes.

De esta manera tan sencilla la postmodernidad ha logrado igualar la condición de sus fieles a la condición de ese Dios creador del Génesis al que, justo es recordarlo, tanto aborrecen.

Imaginen ustedes. Uno dice al prójimo: “Eres malo, feo, tonto”. Y el prójimo se convierte en “malo, feo, tonto”.

¿A alguien le importó, le interesó siquiera, la ausencia de un Logos que permitiera describir la realidad real?

Sólo a un ente: A “Nadie”.

Dios había muerto. El Logos había muerto. La realidad real había muerto.

Dios fue sustituido por los dioses mortales.

El Logos fue sustituido por un lenguaje amorfo que significaba lo que cada uno de esos dioses mortales decidía que significaba en el momento en que lo decidía y sólo hasta cuando lo decidiera.

La realidad real fue sustituida por la realidad virtual.

¿Acababa aquí la postmodernidad?

Eso pensaron muchos.

Se equivocaron.

Hasta hace poco la postmodernidad ha sido una Religión.  Como Religión, y por más que se tratara de una Religión acuática y amorfa, tenía – al igual que el Reino de los Cielos cristianos – muchas “moradas”: lagos, fuentes… En fin, ustedes me entienden.

Ello exige la formación de una Iglesia.

Es lo que está sucediendo en nuestros tiempos.

La postmodernidad plural y tolerante se está transformando en Iglesia. No tiene Logos, pero a falta de Logos, sus aguas llevan un discurso, una narrativa o, si lo prefieren, entona un murmullo que han de cantar todas y cada una de esas gotas-individuos-dioses.

Cada una de esas gotas plurales y tolerantes han de entonar ese murmullo o se evaporaran por obra y arte del ninguneo, del desprecio, de la cancelación.

A esto le llaman la cultura de la integración:  O te integrase en el murmullo o te desintegras. O vas con nosotros o te evaporas o te solidificas.

En eso se ha convertido la postmodernidad que un día apareció predicando la absoluta autenticidad al mismo tiempo que predicaba la absoluta igualdad sin que nadie, o muy pocos, reparara en la contradicción que estas premisas encerraban.

Poco después la Postmodernidad apareció gritando viva la pluralidad y viva la tolerancia al tiempo que encerraba a las creencias religiosas, especialmente a las creencias cristianas, en las catacumbas de los libros góticas, en las películas de terror y en los habitáculos reservados a locos y desfasados. Hasta que los creyentes cristianos y los seres normales aceptaron el discurso del exterior y se transformaron en esos locos y desfasados que les decían que eran o, simplemente interiorizaron que lo eran y bajo el efecto de la "hipnosis" se comportaban como si lo fueran 

Ese el mayor obstáculo al que los hombres que llevan dentro de sí el Logos, igual que llevaban Adán y Eva el espíritu de Dios a pesar de haber sido arrojados del Edén, han de enfrentarse: el de la credulidad. El de creer que las historias de buenos, Santos, héroes,  amables campesinos, fieles amantes, leales soldados,  son ciertas. Y el de creer que el que te ve desde fuera ve y sabe de tí más que tú mismo. 

Hasta el día de hoy me invade la sospecha que Dios arrojó del Edén a Adán y a Eva por dos motivos distintos de aquel del de la desobediencia. El primero fue el peligro que corrían  de que el empacho les condujera a la muerte. Imaginen: dos seres mortales ingiriendo el saber absoluto. Esta en realidad, es la advertencia que Nietzsche hace en su obra “Sobre la utilidad y los perjuicios de la historia para la vida” cuando el autor alemán avisa de los peligros que acarrea un empacho de conocimiento en los estudiantes en universidades que funcionan como fábricas.

 La segunda razón del enfado de Dios fue probablemente el que aquellos seres, a los que Él tanto amaba, actuaran sin acudir al juicio crítico. En efecto, los hombres y mujeres que llevan en sí el Logos creen que todos lo llevan, ignorando que en realidad son muy pocos.

La Postmodernidad avanza.

Primero Religión. 

En nuestros días la Postmodernidad se ha convertido en Iglesia.

Como Iglesia que pretende llegar a ser, la Postmodernidad se encuentra elaborando su propia doctrina que, al igual que en su dia hizo la Iglesia Católica,  comprimirá en algún catecismo al que se le denominará Manifiesto o similar. 

Mientras tanto los fieles aprenden a avanzar juntos por el mismo cauce. A la unidad eclesiástica le llama solidaridad.

Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Y los Padres de la Iglesia construyeron la Iglesia a su Imagen y semejanza. De ahí las diferentes corrientes. De ahí, también, los diferentes concilios.

A la Postmodernidad le va a suceder lo mismo.

La realidad virtual está siendo sustituida por la realidad digital y la realidad digital está siendo configurada por logaritmos que hablan el lenguaje de los grandes Titanes. El Dios judeo cristiano deja paso a los dioses del Olimpo y en el Olimpo, como ya sabemos, cada uno lucha por ser un dios más importante que el otro. Pero ni siquiera Zeus, el Dios más poderoso ha estado libre de peligros. Él descendiente de los titanes, de Saturno devorando a sus hijos, debe su reinado a la protección de su madre. Sin madre, ninguna protección.

Díganme: ahora que la figura de la madre está desapareciendo, ¿quién la vendrá a sustituir? ¿La Inteligencia Artificial que habla el lenguaje que los grandes Titanes le dictan? Déjenme dudarlo.

Las verdaderas antisistema en este momento son las madres radicales. No estoy pensando en las tradwife, no me sean vulgares. Me refiero a las madres radicales que abandonan todo lo que sea necesario abandonar para recluirse y cuidar de sus hijos enseñándoles en casa los conocimientos que la escuela del exterior no proporciona y retirándolos, si es necesario, de los colegios en los que el mobbing – sea por parte de alumnos, sea por parte de profesores que no ven nada, no escuchan nada, no dicen nada – se practica a diario e introduciéndoles en sistemas educativos impartidos a distancia, home school.

Otro día seguiré con el tema. Ahora estoy demasiado cansada. Quería publicarlo, eso sí, porque este tipo de escritos resultan enormemente difíciles de estructurar y corren el peligro de quedar perdidos en los archivos. 

Isabel Viñado Gascón


 

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