Y una que soy yo deja la política y prefiere ir a dedicarse a pensar en la
Biblia. Lo prefiere porque de vez en cuando no está nada mal centrarse en las
relaciones entre Dios y los hombres, en vez de centrarse únicamente en las
relaciones entre los hombres, que tantos quebraderos de cabeza causan. Y piensa
en la Biblia porque una que soy yo está inserta en la cultura helénica y en la
tradición judeo-cristiana y ésa es la plataforma desde la cual, a pesar de
tomar distintas perspectivas, según la posición en la que en ese instante me
encuentre dentro de la plataforna, considero los hechos y las ideas que me rodean. Tener una plataforma
es importante pero aún lo es más saber con certeza cuál es la plataforma en la
que uno habita no sólo para poder
desarrollarse como individuo sino también para saludar a las otras existencias,
se encuentren éstas en otros lugares de la plataforma o incluso en otras
plataformas.
A mí me gusta la Biblia. Más que un libro religioso al uso, lo considero el
libro de la historia de la caída y el levantamiento del hombre; de su "ya no
puedo más” y de su esfuerzo pese a ese “ya no puedo más” por seguir
intentándolo. Ese intento que se revela como insuficiente e inútil cuando se
realiza solo, ese intento cuyo éxito final, aunque se lleve a cabo en grupo, sólo es posible alcanzarlo con la ayuda y
compañía de Dios. La Biblia es así, por un lado, un libro plagado de crímenes
inenarrables, de pecados inconfesables, de castigos apocalípticos pero es
igualmente el libro de la Esperanza. Cien veces han tropezado los hombres con
la misma piedra. Cien veces han dicho “esta vez será la última” y entonces han
tropezado la ciento y una y se han vuelto a levantar. Es cierto: las caídas a veces se han debido a su
excesivo orgullo, otras a su ceguera y necedad, alguna vez a la traición de los más próximos y
no han faltado ocasiones en las que los tropiezos han sido el producto de las bromas pesadas del
maligno y de la ingenuidad del adán o los adanes de turno.
En cualquier caso,
el castigo divino no se ha hecho esperar. Y nuevamente el hombre se ha visto
obligado a aceptar su error, su pecado, su necedad o, simplemente, su falta de
visión y ha debido proseguir el camino iniciado.
Dios, el hombre y Satán. Un ménage à
trois que como todo ménage à trois
que se precie lleva aparejado el dolor, la rivalidad y los celos; eso sin
contar las funestas consecuencias que acarrea. En ese ménage à trois el que
lleva la peor parte por tratarse de la parte más débil es, no cabe duda, el
hombre. Su falta de fuerzas le impide cumplir los exigentes preceptos divinos y
le precipita en un primer momento a la tentación; a la tentación le sigue la desesperación y a ésta el pesimismo. El derrotismo le
inclina a aceptar cualquier doping que se le proponga, da igual quién se lo proponga. Como todos sabemos
quién es ese “quién”, podemos deducir
fácilmente que tales relaciones terminan por abocarle a la perdición de la que
muy probablemente le salve “in extremis” el mismísimo Dios, siempre y cuando el
hombre reconozca su error y le suplique la redención.
La obtención o no del
perdón queda en última instancia reservada al designio divino.
Este designio divino queda un tanto diluído con la aparición de la figura
de Jesús y su teoría del Amor, que tantas malinterpretaciones y abusos ha
generado. El Amor de Jesús es un Amor basado en la ayuda al prójimo, no en la
aceptación universal de cualquier acto. Y esa ayuda tiene tres aspectos: el
material (samaritana), el espiritual (el sermón, predicar) y el perdón (a los
arrepentidos: “ve y no peques más”). Dios acoge al hijo pródigo que vuelve. Lo
acoge una vez. No sé yo si el Dios bíblico lo hubiera acogido “cada vez” hasta
el punto de arruinar a su familia y a su pueblo.
Pero en cualquier caso esa ayuda al prójimo está pensada para que ese
prójimo actúe, no para darle un colchón en el que dormir; está pensada para que
ese prójimo plante su huerto, no para servirle la comida, salvo, claro, que
esté enfermo o sea demasiado niño o demasiado anciano.
El “levántate y anda” de
Jesús a Lázaro es una de mis frases preferidas, corresponda o no corresponda a
esa historia. Cuando se escucha ese “levántate” seguido de ese “anda”, la
pregunta que surge casi inmediatamente es la de si no hubiera bastado con un simple “levántate”.
Parece ser que no. Tras ese “levántate” resuena un contundente “y anda”. Hay
que levantarse, sí; pero no basta con levantarse. Hay, además, que echar a andar. La vida en movimiento, la vida
como hacer, la vida como camino, la vida como descubrimiento y sendero. La vida
en gerundio.
Y sin embargo ese “anda” parece estar en contradicción con la amonestación
que Jesús hace a Marta la activa por quejarse del comportamiento pasivo de su
hermana María.
A mí, las interpretaciones que hacen
algunos teólogos de la Biblia me hacen sonreir cuando no reir abiertamente y
todo porque atienden a sus prejuicios más que al Espíritu, más a lo que piensan que han de decir para ser estimados, que a la realidad del texto. La historia
de Esaú, ya lo escribí, es una de ellas. La historia de Marta y María, es otra.
Marta no cesa de trabajar y de organizar la casa. María, por el contrario, se
dedica a escuchar la palabra de Jesús. Cuando Marta se queja, Jesús le contesta
que María se ha llevado la mejor parte. Ese era el momento en el que al oírlo en la
iglesia, mi abuela solía decirme en voz baja “¡Y tanto que se ha llevado la
mejor parte. No hace nada...!” Mi abuela jamás entendió las explicaciones de
los distintos sacerdotes que conoció a lo largo de su vida y que consistían más o
menos en afirmar que no hay que afanarse demasiado por la vida material, que
las obras son importantes pero la oración lo es más. Entonces mi abuela con
aquélla socarronería que la caracterizaba exclamaba: “¡Bueno padre, pues ya nos
dedicaremos todos a la oración y a ver quién le sirve a usted la comida y le da
de comer y beber a los animales!” Y sólo de pensar cómo sería entonces el mundo
le daba la risa y luego, cuando la visita se había marchado preguntaba
satisfecha de sí misma: “¿Habéis visto que he puesto al señor cura al lado de
los animales?” Y volvía a darle la risa.
Esa era mi abuela.
No obstante el tiempo me ha obligado a aprender la verdad que encerraba
esta intepretación eclesiática que tanto molestaba a mi abuela, hasta el punto de no aceptarla. Es cierto y ella tenía
razón: sin la actividad no es posible organizar una familia y mucho menos una
familia dedicada a las actividades agrícolas, pero cuando todo se centra en lo
material, lo material, como sostenía la interpretación de los teólogos, hunde. Mi abuela nunca fue capaz de entenderlo porque su
actividad material no excluía lo espiritual, porque esa actividad material era
producto del amor que sentía por mi abuelo, por su familia, por el mundo. Su
actividad iba cargada de emociones y sueños. Por eso no lo entendió jamás.
Yo,
sí.
La actividad por la actividad misma, la actividad para potenciar la
autoestima, la actividad para despertar la admiración y el respeto, la
actividad sin sentido, sin causa, la actividad consistente en correr tras una
zanahoria cada vez más difusa... Sí. Aquéllo que mi abuela nunca pudo entender,
lo descubrí yo. Y el final de esa actividad sin sentido, sin espíritu es, no podía ser de otro modo, un burn out. El burn out que ninguno de
nuestros abuelos padeció pese a que la cantidad de trabajo al que habían de hacer frente
era mayor que el que nosotros hemos de sacar adelante y las diversiones menores. Pero esa constante actividad estaba movida
por el espíritu, por el espíritu sincero y no por el espíritu social, que tarde
o temprano termina agotando y que tantos sinsabores y frustraciones conlleva.
Otras veces, cuando el señor cura obviaba el tema de la actividad, para no
meterse en líos, e insistía en la importancia de la oración mi abuela sacaba
nuevamente la espada de la socarronería y decía “Sí, sí, Padre, pero yo quiero
a mis hijas casadas y bien casadas y no en ningún convento de clausura, que con
la historia del rezo se han llevado ustedes a vestir santos a unas cuantas mozas del pueblo que
buena falta hubieran hecho aquí”. Y volvía a reirse. Y el señor cura o bien
contestaba con tono resignado: “Ni que las secuestráramos” o bien al ver la
cara de desconfianza de mi abuela prefería dejar las discusiones para otro
momento y pasar a concentrarse en el delicioso chocolate con churros que
humeaba delante de sus narices, mientras mi abuela le observaba sin intentar siquiera disimular su
satisfacción porque estaba convencida de que su chocolate con churros era el
mejor del condado.
Todos los párrocos que uno tras otro llegaron al pueblo saborearon aquellos
churros y aquel chocolate pero ninguno de ellos consiguió que a mi abuela le
gustara la historia de Marta y María, del mismo modo que a mí nunca me gustó la
historia de Esaú y Jacob, que viene a ser – de algún modo- la versión masculina
del mismo tema.
Sin embargo hay algo en la historia de Marta y María que mi abuela y los
ministros de la Iglesia pasaron siempre por alto: el hecho de que María dejaba la
puerta abierta a las mujeres para que éstas pudieran dedicarse al trabajo intelectual. Este trabajo
intelectual incluye el conocimiento de la Palabra de Dios, sí; pero también el
conocimiento acerca de las obras de Dios, o sea, del mundo, y la meditación
acerca de estas obras. Ello significa que la mujer puede dedicarse a la
oración, a la física, a la medicina, a las matemáticas y a cualquier área de
estudio que le interese.
Esto, que hubiera debido ser una nueva revolución introducida por las enseñanzas
de Jesús, prefirió limitarse en la interpretación eclesiástica a la
contraposición entre actividad femenina y contemplación femenina; en donde la actividad
se refería a los menesteres de la casa y la contemplación únicamente a la oración, y en la que la
oración quedaba situada, en función de las palabras de Jesús “María se lleva la mejor
parte” en un plano superior al de los menesteres del hogar.
Esta contraposición le venía bien a la la Iglesia para poder interpretar la actitud contemplativa de María centrándose en una sóla faceta: la de la oración, desatendiendo a las otras
facetas, como son la de la observación de las obras divinas, la naturaleza por
ejemplo, y la de la meditación sobre los hechos. Así pues, la mujer sólo tenía
dos posibilidades: o cuidar la casa o rezar.
Lo que la Iglesia no entiende es
que tal vez sea posible realizar buenas obras y alcanzar la santidad sin
necesidad de saber leer y escribir, que quizás sea posible recibir el mensaje de
Dios sin ser un docto profesor, pero que es imposible, sencillamente lo es,
dedicarse a la contemplación de Dios sin dedicarse a contemplar, a analizar y a estudiar sus Obras, y
ello porque la contemplación de Dios en tanto en cuanto Dios es inefable sólo
es posible a través de sus obras.
No sé por qué he escrito todo esto.
En realidad yo hoy quería escribir del ménage à trois al que me he referido
al principio. A decir verdad, jamás me había planteado el asunto demasiado
profundamente. Dios es el Bien, Satán es el Mal y la comunicación entre ellos
es prácticamente imposible. Entre esos dos polos extremos está el hombre.
Pero hace un par de días escuché por casualidad la lectura de un pasaje de la Biblia que
me estremeció. Un pasaje que yo misma había leído y oído cientos de veces y que
ahora, de repente, golpeó mi alma y mi mente. ¿Cuántas veces es necesario leer
dos, tres líneas, para que estas consigan presentarse ante nuestros ojos con
total nitidez? ¿Cuántas veces las pasamos por alto inconscientemente para
evitar el desasosiego que nos causaría su descubrimiento?
El pasaje que escuché es el de Job. Uno de los libros más bellos, más
humanos, mas cabales de toda la Biblia. Las líneas que tanto me turbaron se
encuentran al principio.
“Un día, cuando los Hijos de Dios venían a presentarse ante Yahvéh, se presentó
también entre ellos Satán. Y Yahvéh dijo a Satán: “¿De dónde vienes?”. Satán
respondió a Yavéh: “De recorrer la tierra y pasearme por ella.” Y Yavéh dijo a
Satán: “¿No te has fijado en mi siervo
Job? ¡No hay nadie como él en la tierra; es un hombre cabal y recto, que teme a
Dios y se aparta del mal!” Respondió Satán a Yavéh: “¿Es que Job teme a Dios de
balde? ¿No has levantado tú una valla en torno a él, a su casa y a todas sus
posesiones? Has bendecido la obra de sus manos y su rebaños hormiguean por el
país. Pero extiende tu mano y toca todos sus bienes; ¡verás si no te maldice a
la cara!” Dijo Yavéh a Satán: “Ahí tienes todos sus bienes en tus manos. Cuida
sólo de no poner tu mano en él.” Y Satán salió de la presencia de Yavéh.”
Y bien, probablemente a ustedes el contenido no les importune. A mí me sumió
en la confusión y en el caos, pero he de admitir que más que de una confusión y de un caos
emocional, se trataban de una confusión y de un caos racional.
En primer lugar: Dios y Satán, los seres antagónicos por excelencia, se reúnen y dialogan.
En segundo lugar: Dios alardea de su siervo Job ante Satán, como si Satán fuera su igual.
En tercer lugar: Satán, no podía ser menos, duda de la lealtad de ese
siervo y propone someterlo a prueba.
En cuarto lugar: Dios, el mismísimo Dios, se deja sugestionar ¿o debería
decir mejor “tentar” por la duda que Satán ha expresado y decide poner a Job a
prueba.
¿Pueden ustedes imaginar el terrible dolor de cabeza que he venido sufriendo desde
entonces?
Que Dios y Satán dialoguen como si se encontraran todos los días ya es
turbador: -“¡Hola!, ¿qué tal?, ¿de dónde vienes?” - Pues nada, de dar una
vueltecilla por el mundo...; que Dios, el mismísimo Dios quiera presumir de siervo ante alguien como Satán,
sume aún más en el sobresaltado asombro; pero que encima Dios, el mismísimo
Dios, se avenga a realizar la propuesta de Satán, que decida participar en lo que al día de hoy podría ser calificado por muchos
como “apuesta”, termina de anodadar al más templado.
De repente no tuve más remedio que enfrentarme al dichoso problema del mal.
Según lo leído ¿Es el problema del mal una apuesta entre Dios y Satán, igual
que la apuesta que hacen dos ancianos en una película de Hollywood titulada “Trading
Places”? ¿Es el mal el producto de una apuesta entre Dios y Satán? ¿Es el hombre un simple juguete?, ¿un mero experimento? ¿Dios envía el mal, a sugerencia de Satán, para demostrarle a Satán,
que todavía hay un hombre honesto que se resistirá a caer en las redes del mal?
¿Significa que la monstruosidad de Satán consiste precisamente en su poder
seductor del cual ni el mismísimo Dios parece poder librarse?
¿Alguien puede entender mi desconcierto?
Trasladen este desconcierto a la vida real en cualquiera de sus facetas.
Trasládenlo a la situación socio-económico-política del momento.
¿Comprenden por qué la cabeza me daba vueltas?
Sin embargo, algo debo haber heredado de aquella socarronería de mi abuela,
que tanta fe y tanto amor sentía por su trabajo, por su chocolate y por sus
churros, hasta el punto de no permitir que nadie- “ni el señor cura con sus
sermones”- se la arrebatase, porque de repente me dió por reirme a mandíbula
batiente y es que al fin, al fin había comprendido el auténtico sentido de este
ménage à trois:
Fuerte o débil, caído o levantado, es el hombre el que tiene la
última palabra. Dios no le tiene atado. Satán, tampoco. No la debilidad de Dios, no la debilidad del hombre, sino la debilidad del mal -que no cree en la libertad del hombre, que no cree que la libertad pueda aparejar la virtud- esla que desde el
principio se ha puesto de manifiesto.
El diálogo entre Dios y Satán es el diálogo nihilista: Si Dios no existe, todo está permitido.
Ese "todo está permitido" conducirá al hombre, dice Satán, a la perdición.
Sin embargo, Dios en su absoluta confianza en el hombre, ese hombre débil que Él ha creado del que Dios tan orgulloso se siente, a pesar de saberle débil, sabe (Dios lo sabe) que ese "todo está permitido" es justamente el inicio de la libertad y de la libertad para el bien humano, auténticamente humano, para la virtud responsable y consecuente.
Dios se aviene a alejarse y a permitir ese "Si Dios no existe, todo está permitido", no porque se deje tentar por Satán sino porque Él mismo, Dios, quiere mostrar al hombre la fuerza oculta y desconocida que posee en su interior sin que el hombre mismo sea consciente de ella. Dios deja al hombre solo y le dice: "Levántate y anda." porque sabe, Dios sabe, igual que lo sabe la madre de su hijo, que el hombre puede levantarse y puede andar, sin necesidad de sujección.
Dios deja al hombre a solas con su libertad.
Satán cree que la libertad condenará al hombre.
Dios sabe, que la libertad dignificará al hombre.
Dios se aleja y deja al hombre a solas con Satán para que el hombre comprenda que la libertad, lejos de debilitarle, le llena de energía.
Pensé en mi abuela y en lo satisfecha que se sentía de sus churros y de su chocolate. Sí, me dije. Es necesario que el hombre
pueda estar orgulloso de lo que hace y de lo que es para que pueda enfrentarse
a todos los males de este mundo y del siguiente. El problema de Marta no fue que
trabajara, el problema de Marta es que, estando agotada de trabajar, no queriendo ya trabajar, seguía en activo y "no consentía en sentarse". Ese “agotamiento" unido al “no consentir en sentarse”
le impedía por un lado enorgullecerse de sus actos y por otro, la apremiaba a
ir contra su hermana.
La estrategia de Job consiste justamente en “no moverse”, en seguir siendo como siempre ha sido, ni más ni menos.
En primer lugar, porque lo que ha sido lo
ha sido sinceramente y no podría haber sido de otro modo. En segundo, porque se siente profundamente satisfecho de su forma de ser y de actuar. Job no está harto ni de ser como es, ni de hacer lo que hace. Al contrario: Job es un hombre contento de ser lo que es y de hacer lo que hace.
Job “no se mueve” por la misma razón que mi abuela no se movía de sus ideas: porque ambos estaban profundamente seguros y satisfechos de ellos mismos. Y esta profunda e
inamovible convicción provenía de la sinceridad de sus actos, de sus palabras y
de sus ideas.
Job no pretendía satisfacer ni impresionar a nada ni a nadie. Las buenas obras de Job no son para la sociedad sino para su Dios, para su Dios, para el Dios que él, Job, ha elegido como su Dios, sin palabrería y sin vanagloria.
Las buenas obras de Job no nacen de un objetivo: el alcanzar el cielo o la admiración de los hombres, por ejemplo, sino de una decisión que nace de una convicción personal e individual y en tanto que personal e individual esa decisión y esa convicción son inamovibles.
Job es el hombre que se da importancia a sí mismo y, por tanto, concede importancia no sólo a todo lo que él, Job, determina sino también a las consecuencias que de esa resolución se derivan. Job se considera la columna que sostiene a su familia y la columna que se asienta en las generaciones pasadas. Es necesario, pues, que se considere seriamente a sí mismo. Un hombre así, no puede tomar a la ligera a sus creencias. Job permanece leal a Dios porque permanece leal a sí mismo. Job no es un tornillo, ni está dentro de ningún proceso del que no se puede salir.
Job se sabe libre y otorga a esa libertad un valor que Satán desconoce. Lejos de ser su perdición y la causa que lo precipitará en los abismos, como Satán cree, la libertad constituye el anclaje de Job (y del hombre) porque esa libertad es la que permite el nacimiento de unas convicciones que son suyas y nada más que suyas y de unas resoluciones que sólo él mismo se ha dictado y que sólo él se ve obligado a cumplir. Este hombre, Job, es el hombre que se toma en serio, el hombre que resiste al cinismo; el hombre que no es ni el primer ni el último hombre y que, justamente por ese motivo, sabe lo importante que sus convicciones y sus resoluciones son y de ahí: un hombre, una palabra.
Ante mis ojos aparece el probablemente último socarrón de este mundo:
Benedicto XVI.
Malos tiempos para detenerse en la actividad y la contemplación, susurran
algunos. Malos tiempos para las convicciones, suspiran. Malos tiempos para la inmovilidad, concluyen.
“¿Malos tiempos?”, pregunta Benedicto XVI con socarronería; mira de soslayo a Lutero, el otro inconmovible, que está a sus espaldas, y vuelve a su estudio.
La bruja ciega.