El espectador se asoma a la ventana a contemplar la oscuridad
de la calle que es iluminada de sopetón y ruidosamente por los cohetes que ya están
lanzando algunos. El mundo, piensa el espectador, descansa de tantas batallas
libradas y se prepara a las nuevas que el próximo año deparará. En estos días ha hecho lo que siempre hace: leer. Es lo más entretenido. Estas navidades ha
elegido “Montecristo”, de Martin Suter y “Número Cero” de Umberto Eco. Los dos
vienen a decir lo que ya Bertold Brecht había afirmado en la “Vida de
Galileo”: saber la verdad no cambia el mundo. Vivir en el mundo exige, pues,
aprender a convivir con la verdad al tiempo que con la mentira. Tiempo, tiempo,
tiempo. La verdad no cambia nada, excepto dejar un par de cadáveres por el suelo.
Vivir: bailar con la mentira y esconder a toda prisa la verdad en el armario no
sea que alguien nos cargue el muerto. Nada que el espectador no supiera ya.
Pero en cualquier caso más interesantes que su habitual amiga televisión que en
este tiempo –tiempo, tiempo, tiempo- únicamente ofrece repeticiones de
programas que él ya conoce. De la radio tampoco hay que preocuparse: está
ocupada en retransmitir música
insoportable e insulsas entrevistas a personajes de segunda y tercera
categoría. La Navidad no le interesa al espectador. El tan traído y llevado
espíritu navideño no le ha interesado jamás y ahora mucho menos. Le asombra que
algunos estén dispuestos a reunirse voluntariamente con determinados individuos
a los que no soportan para dedicarse a representar interminables escenas de
dramas emocionales idénticas a las del año anterior y a las del próximo año. Sí
señor: eso es lo que se llama tradición. La misma tradición que tuvo que
celebrar este año. El espectador hubiera preferido que por una vez en la vida las
partes enfrentadas se hubieran decidido a comportarse con los mismos modales
que utilizan ante los extraños y hubieran entablado los mismos temas de
conversación que siguen con los desconocidos: anécdotas, tiempo y deportes. El
espectador odia los excesos de confianza y los excesos de emocionalidad.
Tampoco comprende por qué el sonreír los unos a los otros, que es al fin y al
cabo de lo que se trata, pueda suponer tantos disgustos a los unos y a los
otros. Por qué una determinada marca de vino y no otra, la ausencia de whisky o
la falta de mahonesa en la colección de salsas pueden originar tantas
discusiones acaloradas en una reunión en la que uno debería pensar cómo piensan
los novios en la boda: da igual lo que suceda, lo importante es que nos
casamos.
Pero no. La mayoría
de los mortales no discuten con el jefe, no discuten con los compañeros de
trabajo, ni siquiera discuten con los amigos y así deciden reunirse con la
familia para organizar una cena inolvidable y distinta: la del follón. Follón
porque unos cenan y se van con los amigos; follón porque unos llegan borrachos
a la cena y follón porque otros se levantan borrachos de ella; follón porque a
alguien se le ocurre contar una anécdota un tanto comprometedora para alguno de
los comensales; follón porque alguno de los presentes se siente inferior al
resto y follón porque otros se sienten superiores a los demás... El espectador
hace tiempo –tiempo, tiempo, tiempo- que comprendió que el follón, justamente
el follón, es eso que sus familiares entienden por “tradición y una cena
inolvidable.”
El espectador
vuelve a mirar por la ventana. Un ramalazo de luces de colores se muestra justo
detrás de los cristales. El espectador suspira plácidamente. No. El espectador
no gusta ni de las tradiciones ni de las cenas familiares. Tampoco es un
aficionado a las cenas que obligan a
reunirse en compañía de amigos y conocidos con los cuales resulta improcedente
hablar en esos momentos de temas serios y a los que únicamente se puede
sonreir, tender la mano, tender una copa, sonreir, coger un aperitivo, sonreir,
un leve “hola, qué tal”, sonreir, ¿bailamos?, no gracias, tal vez después,
sonreir, ir solo a la pista para pasar el tiempo, sonreir, encontrar a otro
solitario, ¿una copa?, ¿por qué no?, sonreir, copa, sonreir, copa, sonreir, una
leve insinuación, sonreir, copa, sonreir, los músculos acusan cansancio,
sonreir, uno siente que la sonrisa ya no sonríe, uno teme que la sonrisa se
convierta en mueca, uno teme que los otros lo noten, uno tiembla al pensar que
los otros puedan pensar que no se está divirtiendo, que es el cenizo de la
noche, coge una copa, copa, copa, copa, después de diez copas resulta imposible
distinguir de dónde nace la deformada expresión que el rostro expone a los que
se cruzan con él, sobre todo porque también sus semblantes portan los mismos
atributos: ojos pequeños y miradas brillantes, labios húmedos, palabras sin
conexión con los movimientos de los labios, como surgidas de un mal estudio de
doblaje o de un video defectuoso. Hay que arreglar el problema: una copa, otra
copa, sonreir da igual cómo, se tropieza con otra boca, con otro cuerpo, con
una silla, todos guapos, todos felices, todos bailando en una pista que gira y
gira dentro de un mundo que no se está quieto y con una música que suena y
suena. Algunos desaparecen y vuelven. ¿Cuánto tiempo? ¿A quién le importa el
tiempo en una noche en la que todo se mueve sin parar? ¿Cuánto tiempo? ¿Cuánto
tiempo? ¿Cuánto tiempo? Tiempo, tiempo, tiempo, copa, copa, copa, sonrisa,
tiempo. Desaparecer por veinte minutos y volver con el pantalón a medio
abrochar. Desaparecer por diez minutos y volver con la camisa desabrochada y
sin corbata. O con la corbata manchada de un leve color anaranjado impregnado
de un insufrible aroma a pesar de que se ha mojado aprisa y corriendo y aprisa
y corriendo se ha secado con el secador de manos. Desaparecer para emprender excitantes
viajes interestelares. Desaparecer para jugar a los aspiradores. Desaparecer
para estar sin estar, para participar en la obligada vida social, para decir “yo
también estuve allí”, para tener historias y batallitas que contar, para
sentirse joven y pensar que eso es la vida. El espectador mira a través de la
ventana. Tiempo, tiempo, tiempo ¿cuánto tiempo? ¿cuánto tiempo? El espectador
no lo sabe. Esta vez no lo sabe. Tiempo, tiempo. ¿Cuánto tiempo? Desaparecer ¿para
volver? ¿Qué pasa con los años que desaparecen? ¿Dónde se quedan? El espectador
piensa en esa terrible obsesión de fotografiarlo todo, de fotografiarse
siempre, de apuntarlo todo, de grabarlo todo, de intentar apresar el recuerdo,
el recuerdo de un mundo que no deja de moverse, que no deja de girar... El
espectador no echa de menos las reuniones en las que decenas de personas se
encuentran porque deben de encontrarse porque así lo dictan las normas
sociales. Las normas sociales hechas por la sociedad para fastidiar a la
sociedad. ¿No resulta absurdo? Es lo mismo que sucede con las corbatas. Todos
los hombres las odian pero todos las llevan, incluso fuera del horario laboral,
porque así lo dictan las normas de etiqueta. El espectador mira a través de la
ventana. Luego se dirige al espejo. El smoking le sienta igual que siempre.
Finge tener un cigarrillo en la boca y fumar. La bocina de un taxi, su taxi, se confunde con un nuevo
estallido de pólvora. El espectador mira con nostalgia a su habitación.
Quisiera permanecer dentro. Quisiera no irse. El claxon vuelve a sonar. El
espectador cierra la puerta con suavidad no sin antes enviarme un “Feliz
Nocheviaja, tú: afortunada bruja solitaria.”
Salgo al balcón.
Los geranios dormitan envueltos bajo un blanco caparazón que pretendía protegerlos
de un invierno que sueña con ser primavera, que quiere ser primavera. Le veo
dirigirse al taxi que impacientemente le espera en la acera de enfrente.
Esperar a un cliente significa perder a otro. Tiempo, tiempo, tiempo. Antes de subir
el espectador lanza una mirada hacia donde me encuentro. “¡Feliz año!” grita
antes de desaparecer.
“¡Feliz año!”,
respondo entre explosión y explosión.
Adentro no es más
silencioso. La música suena y resuena. Para el espectador las normas sociales,
para mí queda el derecho social a una noche escandalosa. La música suena y la
bruja ciega se divierte haciendo lo que más divierte a las brujas, lo único que
en realidad divierte a las brujas. La bruja ciega baila, baila, baila. ¿Cuánto
tiempo? Tiempo, tiempo, tiempo. La bruja ciega bailará, bailará, bailará. El
mundo gira, la calle gira, el piso gira, la mesa gira, la bruja ciega gira...
Feliz Noche a
Jorge, a Paula, a Carlota, a su marido, a sus hijos, a Carlos y a Rocío. Todos
ellos lejos de mí y todos ellos sin embargo, tan cercanos...
Feliz Noche al
espectador que se va a sufrir voluntariamente lo para él insufrible sólo para
demostrar y demostrarse que puede lo que los otros pueden.
Feliz Noche a todos
aquellos que dedican su tiempo a leerme. Tiempo, tiempo, tiempo.
La bruja ciega.
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