El viejo se siente cansado y busca recuperar el pasado volviendo a él, llamando
suavemente a su puerta, a la espera de que alguien le abra y le invite a
pasar, igual que hace la esposa de ese marinero que se presenta una noche, de
forma inesperada, cuando ya se le daba por muerto y enterrado. “¿Qué hacer?”,
pregunta la mujer a la bruja ciega. “¿Qué hacer?”, vuelve a preguntar. Ambas
saben la respuesta que la abandonada cónyuge desea escuchar: “Invítalo a pasar.”
–sentencia la bruja ciega.
Y los dos amantes recién encontrados se adentran en la pequeña estancia,
cogidos de la mano y abrazadas sus almas por la fuerza de los sentimientos
juveniles que ni el tiempo puede socavar. Quién sabe qué se dirán esos viejos
revenidos, reencarnados casi, en jóvenes adolescentes. Quién sabe qué confesarán y qué callarán sus miradas cansadas cuando sus ojos se encuentren, cómo sonrojarán sus mejillas el
pudor del primer amor, el temblor de sus manos al leer las cartas que traen y
llevan explicaciones que frente a frente resultan inadmisibles, insoportables
por dolorosas y que escritas consuelan y acarician el alma herida
restableciéndole su salud, ese primer ímpetu...
La bruja ciega los observa desde afuera y sonríe. “Viajeros del tiempo que en
un minuto retroceden veinticinco años”,
piensa conmovida. Pero inmediatamente rectifica: “No. No son viajeros del tiempo.
Son destructores del tiempo: un minuto les basta para destruir un cuarto de
siglo. ¿Lo conseguirán? ¿Servirá de algo dejar tantos muertos en el camino:
todos esos que conformaron las dos décadas y media que ahora pretenden
asesinar? ¿No se convertirán esos muertos en fantasmas torturadores que vienen
a visitarles cada noche, cada día?”
La bruja ciega vuelve a observarlos y vuelve a sonreir. “El miedo a los
fantasmas no debe impedir vivir a los vivos”, se dice. “Lo más apropiado en
tales casos es invitarles a tomar el té y conversar un rato con ellos. Los
fantasmas están tan solos...”
La bruja ciega se aleja y se adentra lentamente en el bosque. Tal vez ella misma esté convirtiéndose en un fantasma sin darse cuenta. Hoy la soledad cabalga sobre
sus espaldas más pesadamente que de costumbre y tal vez por eso mismo su andar
sea inseguro y su paso torpe. Es de noche, sí, pero ¿qué le importa a una bruja
ciega la oscuridad? Su estrella la guía por el camino apropiado. Toma la vereda
acostumbrada y llega hasta una cabaña que escondida entre árboles y ramajes
apenas resulta perceptible para los escasos paseantes que alguna vez llegan a
tan recóndito lugar. La bruja ciega empuja la puerta y adivina que alguien más
dentro de la estancia la está esperando. Suspira. El vampiro permanece sentado confortablemente
en un sillón acompañado como siempre de su inseparable copa de champán rellena de
ese inacabable líquido rojizo. La bruja ciega puede ver los ojos luminosos y
penetrantes que la observan y es también consciente del peligro en el que se
encuentra. Una cosa es estar sola y otra sentirse sola. Cuanto más aguda sea
esta sensación, mayor será la ventaja de su peor enemigo: Llega un instante en
que la soledad turba y niebla los sentidos y convierte al más terrible de los adversarios en confidente.
“¿Qué haces aquí?”, le pregunta enfadada aunque sabe que ni el tono airado
podrá ocultarle el cansancio que le invade.
El vampiro no contesta inmediatamente. Prefiere detenerse a saborear la
fuerza del instante. “¿Seguro que sigues negándote a unirte a mí?” – pregunta altivo-
“¿Qué encuentras, mortal, en el resto de los
mortales? Los viejos se han olvidado de tí en cuanto han obtenido lo que ambos
querían y seguirás ignorada hasta que vuelvan a necesitarte para que les
aconsejes o para que les sirvas de víctima propiciatoria. ¿De qué sirve tu
soledad bruja ciega? ¿De qué sirve tu estrella? Únete a nosotros: a los
fuertes, a los inmortales, goza de nuestro calor, consuélate con nuestra compañía...”
La bruja sola, la bruja triste, la bruja ciega observa fatigosamente al
vampiro. Nunca lo había visto más atractivo y elegante que hoy. La bruja ciega
no puede enfrentarse hoy a su poder y hace suyas las interrogaciones que una
tras otra le lanza su rival- “¿Qué ha sido de Carlota, de Carlos, de Jorge? ¿Qué
ha sido del espectador? Carlota sigue dormida.”- se escucha contestar aunque de
sobras es consciente que es el vampiro quien le envía la respuesta- “Funciona,
como funcionan los robots. Cumple con sus tareas eficiente y sobre todo,
mecánicamente. El espíritu duerme. ¿Cuánto tiempo más?. Carlos no contesta
nunca. Permanece recluído en su silencio. Anclado en él. Envuelto en él y por
él. Jorge y Paula trabajan durante el día, duermen de noche y entre medio
tienen que hacer frente a sus quehaceres familiares y a los problemas cotidianos
que se les presentan. Vuestra - Nuestra amistad está finita y terminada. Está muerta por vejez y agotamiento. Ni siquiera la habéis - hemos matado. Ha muerto, simplemento eso, igual que murió el Dios de Nietzsche: sin gritos ni alborotos. En lo que al espectador se refiere, ronca en su sillón y
de un tiempo a esta parte prefiere dialogar conmigo - con el vampiro, que es más
agradable de trato además de poseer una cautivadora voz y una conversación
exquisita.”
“Toma mi mano”, le pide –casi le suplica el vampiro.
“No puedo”, gime la exhausta bruja ciega.
“Toma mi mano”,- repite la Nada con dulzura.- “Toma mi mano”.
“No puedo, no puedo. Es imposible”
“No puedo, no puedo. Es imposible”
“¿Por qué? ¿Por qué? ¿Quieres explicarme la razón? Acabas de verlo tú misma:
tus amigos te han abandonado, tus conocidos buscan otros compañeros de
distracción, los que te llaman lo hacen para su propio beneficio y provecho, no
por tí. ¿Quieres explicarme entonces por qué tu obstinada negativa a adherirte
a nosotros? El número de adeptos y simpatizantes crece día a día; ni siquiera
tú, bruja terca, estás en contra de todos nuestros puntos...”
“¡Lo sé!” –grita la bruja con sus últimas fuerzas- “Lo sé! Y eso me asusta.
Oh, ¿para qué seguir? Tú sabes bien cuánto me asusta. Y sí, tú eres mi sombra
negra, la sombra que me persigue a todas partes, la sombra que jamás me deja
sola a la espera de que llegue un día en que me haya acostumbrado a tí y te
suplique volver cuando desaparezcas fingiendo que me has abandonado para
siempre. ¡Lo sé! ¡Sé que tú eres mi único confidente, el único que me conoce,
el único que me valora, el único que quiere ganarme para su causa, aunque sea
una causa innoble! ¡Lo sé! ¡Lo sé! ¡Y tú también lo sabes! Sabes que hoy, justamente hoy, me
considero incapaz de despreciarte, incapaz de desdeñarte; que hoy la soledad
pesa sobre mis hombros como una gran losa y me obliga a considerarte como uno
de esos malos maridos del que resulta imposible separarse porque una,
sencillamente, ya se ha acostumbrado a él. ¡Lo sé! Y sin embargo no puede
unirme a tí. No puedo.”
“¿Por qué? ¿Quién te lo impide?” – susurra tiernamente el vampiro.
“¿Quién? Como tú mismo dices: Nadie. No hay nadie que me impida unirme a
tí; ni tan siquiera yo misma, demasiado cansada como para oponerme a un ser
como tú: cada vez más fuerte y poderoso. No hay nadie. Pero existe algo, vampiro, que ni aún en el
límite de mis energías me permite arrojarme a tus brazos, caer en ellos: la
estrella, vampiro; la estrella. Mientras su luz resplandezca, mientras emane un
halo de fulgor de su interior, habrá esperanza y aún cuando ya no quede ni eso,
cuando lo que quede sea únicamente el calor de lo que fue, la leve calidez de
sus brasas apagadas, yo seguiré aguardando su nuevo resurgir.”
“¡Bruja ciega y mortal!” – exclama el vampiro – “¡Morirás en la espera y morirás
en la soledad! ¡No estoy dispuesto a seguir perdiendo mi tiempo en conversaciones
inútiles e infructuosas! ¡La soledad será tu única compañera de camino! ¡La
soledad tu muerte! ¡La soledad tu tumba!”
“La soledad me espera a mí”, y la bruja ciega se apoya en la mesa para
sostenerse con las pocas fuerzas que le restan. "La soledad me espera a mí", - repite.- “A tí te espera la Nada.”
La bruja ciega.
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