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Wednesday, September 30, 2015

Carlota y los animales

Otra vez juntos. Juntos pese al esfuerzo que ello implica para cada uno de nosotros. El otoño impregna la atmósfera con una débil niebla que roza tímidamente la realidad, dándole una patina de irrealidad y ensoñamiento. Todavía es posible tomar café en alguna de las mesas de la terraza del lugar en el que estamos hospedados. No sé si ya lo he dicho: siento una incurable alergia por los hoteles que consideran que una “atmósfera familiar” es un buen reclamo para atraer clientes. Yo adoro esos hoteles impersonales en los que nadie ve a nadie y ni camareros, ni chicas de recepción, ni trabajadores varios o clientes adjuntos se acuerdan de tu cara a la hora del desayuno o a la hora de saludar en los pasillos. Pero como Jorge  ha sido esta vez el encargado de buscar alojamiento, se ha decidido por una bucólica granja cerca de Buckow, al norte de Berlín, no muy lejos del lugar en el que Brecht tenía su residencia de verano proporcionada, claro está, por las siempre complacientes autoridades de la República Democrática Alemana.

La granja consta de varios edificios. Uno de ellos es la casa familiar; otro, es el que alberga a los visitantes. Se adivina enseguida porque las puertas de las habitaciones están situadas en la fachada, unidas por un pasillo cubierto; un poco más allá se elevan los establos para las vacas, las cuadras para los caballos, un par de almacenes y algunos garages para tractores, herramientas y útiles de labranza. Ningún lujo pero sí en cambio mucha actividad. Cuando hace tres o cuatro días descendimos del coche, lo primero que vimos fue venir corriendo hacia nosotros a un perrazo de raza rottweiler con sus potentes mandíbulas abiertas al tiempo que mostraba sus enormes y afilados dientes. Carlos se mantuvo tranquilo pero en actitud defensiva; Jorge, en cambio,  estaba  realmente asustado lo cual no era de extrañar porque era a él precisamente a quién la fiera se dirigía  y yo, como de costumbre, asombrada de que los dueños de una pensión tuvieran un monstruo que no sentía ningún escrúpulo en abalanzarse sobre los clientes justo en el mismo instante en que estos acababan de apoyar su pie en el suelo. Fue Carlota la que con un cariñoso pero firme gesto le detuvo cuando ya todos estábamos elaborando una estrategia para luchar por nuestras vidas. “Siéntate”, oímos que le decía Carlota en el mismo tono tajante que utiliza con sus hijos. Y ante nuestra sorpresa, el gigante canino se detuvo y permaneció quieto, observándonos con una mirada boba y tierna al par que movía la cola. “Oh, qué amable eres”, le alabó Carlota sonriendo tierna pero enérgicamente al coloso que tenía enfrente, del mismo modo en que  los jefes suelen elogiar a sus subordinados. Antes de que nos hubiéramos recuperado del susto ( y del asombro) vimos aproximarse a la dueña de la granja a recibirnos: una mujer de mediana edad, no muy alta y de curvas redondeadas. Llevaba recogido su cabello rubio natural en un moño despeinado. Sin ser guapa tampoco era fea y sus rasgos resultaban agradables. Detrás de ella escuchamos voces de hombres que acababan por lo que parecía de acabar su jornada en el campo. La mujer apenas perdió unos pocos minutos en darnos las llaves de las habitaciones y explicarnos el funcionamiento de la cocina, común para todos los clientes. Lamentablemente  interpretó el encuentro con el rottweiler justo al contrario de cómo esperábamos: “Es muy sociable”, aseguró sin prestar demasiada atención a la historia “Siente un gran afecto por las personas.” Acto seguido desapareció. “Ya os lo dije”, añadió Carlota. “Eso dicen todos los dueños antes de que sus perros te devoren”, farfulló Jorge cuyo susto se había transformado en enfado.

En cualquier caso no nos podemos quejar. Las habitaciones son limpias y confortables. La cocina está decorada con estilo rústico. Los muebles son de madera, lo que proporciona una gran calidez a la estancia; una gran mesa lo suficientemente amplia para permitir sentarnos cómodamente pero lo bastante pequeña para invitar a la conversación, ocupa el centro. Y lo mejor de todo: somos los únicos huéspedes. Afuera hay un lago con una barca de remos a nuestra disposición y bellos senderos por los que pasear. Existe incluso la posibilidad de montar a caballo. Sí, creo que Jorge ha acertado en su elección. Es un sitio encantador. Lo sería aún más si no fuera por Bodo. Ése es el nombre del terrorífico perro que corre a nuestro encuentro cada vez que nos ve aparecer. Se lo hemos encomendado a Carlota que es la única que lo comprende y lo mantiene a raya. La relación entre Carlota y los animales no deja de sorprendernos. Ha trabado amistad – no sé cómo se puede expresar de otra manera- con un par de lindos y gentiles gatitos que únicamente están dispuestos a entablar conversación con mi amiga. Ayer al atardecer, cuando ya nos habíamos recluído en la habitación,  oímos un leve maullar delante de la puerta. “Es Tiger”, exclamó Carlota muy contenta. ¿Quién es Tiger?. – “Oh, es uno de los dos gatitos. Tiger es muy, muy inteligente”, me explicó. ¿Y lo reconoces por el maullar? – le pregunté estupefacta. “Sí. Bueno más bien por el tono.”- respondió ausente porque ya toda su atención se había concentrado en Tiger. Los maullidos continuaban. “No se te ocurra dejarle entrar.”, le advertí. “No pierdas cuidado” La voz de admiración de Carlota hacia Tiger al abrir la puerta resonó a lo largo de todo el pasillo. “¡Oh, Tiger, qué inteligente eres y qué buen cazador! ¿De verdad lo has cazado tú solito? ¡Oh Tiger, eres magnífico!”

¿Quién, al escuchar tales palabras,  se resiste a acercarse a ver qué es lo que está pasando? Y en efecto, lo nunca visto: ahí estaba el pequeño Tiger mostrando entre sus dientes la figura de un ratón recién muerto. Posiblemente se sentía tan satisfecho de sí mismo que había ido a buscar sin tardanza a la única persona que sabría calibrar adecuadamente su hazaña. No se equivocó el bribón. Carlota no cabía en sí de orgullo por la valentía demostrada por Tiger y se deshacía en un sinfín de halagos hacia él. Jorge y Carlos contemplaban la escena tan estupefactos como yo.  Sin decir ni una sola palabra, dejamos solos a Carlota y a Tiger para que disfrutaran de un tiempo que está condenado a terminar. Creo que fue en ese momento cuando sentimos la profunda tristeza que embargará al pequeño Tiger dentro de un par de días, cuando busque a Carlota y no la encuentre. Es la misma y terrible tristeza que nos invade a todos nosotros cada vez que nos separamos. Pobre, pobre Tiger.

Pero ayer Carlota y él todavía estaban juntos, todavía, como si el instante fuera eterno,  y mientras sus sombras se confundían con la noche, oíamos cómo ambos componían una balada a la gloria de Tiger, que había realizado tamaña hazaña siendo tan joven.


La bruja ciega

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