Otra vez juntos. Juntos pese al esfuerzo que ello implica para cada uno de
nosotros. El otoño impregna la atmósfera con una débil niebla que roza
tímidamente la realidad, dándole una patina de irrealidad y ensoñamiento. Todavía
es posible tomar café en alguna de las mesas de la terraza del lugar en el que
estamos hospedados. No sé si ya lo he dicho: siento una incurable alergia por
los hoteles que consideran que una “atmósfera familiar” es un buen reclamo para
atraer clientes. Yo adoro esos hoteles impersonales en los que nadie ve a nadie
y ni camareros, ni chicas de recepción, ni trabajadores varios o clientes
adjuntos se acuerdan de tu cara a la hora del desayuno o a la hora de saludar
en los pasillos. Pero como Jorge ha sido
esta vez el encargado de buscar alojamiento, se ha decidido por una bucólica
granja cerca de Buckow, al norte de Berlín, no muy lejos del lugar en el que
Brecht tenía su residencia de verano proporcionada, claro está, por las siempre
complacientes autoridades de la República Democrática Alemana.
La granja consta de varios edificios. Uno de ellos es la casa familiar;
otro, es el que alberga a los visitantes. Se adivina enseguida porque las
puertas de las habitaciones están situadas en la fachada, unidas por un pasillo
cubierto; un poco más allá se elevan los establos para las vacas, las cuadras
para los caballos, un par de almacenes y algunos garages para tractores,
herramientas y útiles de labranza. Ningún lujo pero sí en cambio mucha
actividad. Cuando hace tres o cuatro días descendimos del coche, lo primero que
vimos fue venir corriendo hacia nosotros a un perrazo de raza rottweiler con
sus potentes mandíbulas abiertas al tiempo que mostraba sus enormes y afilados
dientes. Carlos se mantuvo tranquilo pero en actitud defensiva; Jorge, en
cambio, estaba realmente asustado lo cual no era de extrañar
porque era a él precisamente a quién la fiera se dirigía y yo, como de costumbre, asombrada de que los
dueños de una pensión tuvieran un monstruo que no sentía ningún escrúpulo en
abalanzarse sobre los clientes justo en el mismo instante en que estos acababan
de apoyar su pie en el suelo. Fue Carlota la que con un cariñoso pero firme
gesto le detuvo cuando ya todos estábamos elaborando una estrategia para luchar
por nuestras vidas. “Siéntate”, oímos que le decía Carlota en el mismo tono
tajante que utiliza con sus hijos. Y ante nuestra sorpresa, el gigante canino
se detuvo y permaneció quieto, observándonos con una mirada boba y tierna al
par que movía la cola. “Oh, qué amable eres”, le alabó Carlota sonriendo tierna
pero enérgicamente al coloso que tenía enfrente, del mismo modo en que los jefes suelen elogiar a sus subordinados.
Antes de que nos hubiéramos recuperado del susto ( y del asombro) vimos
aproximarse a la dueña de la granja a recibirnos: una mujer de mediana edad, no
muy alta y de curvas redondeadas. Llevaba recogido su cabello rubio natural en
un moño despeinado. Sin ser guapa tampoco era fea y sus rasgos resultaban
agradables. Detrás de ella escuchamos voces de hombres que acababan por lo que
parecía de acabar su jornada en el campo. La mujer apenas perdió unos pocos
minutos en darnos las llaves de las habitaciones y explicarnos el
funcionamiento de la cocina, común para todos los clientes. Lamentablemente interpretó el encuentro con el rottweiler justo
al contrario de cómo esperábamos: “Es muy sociable”, aseguró sin prestar
demasiada atención a la historia “Siente un gran afecto por las personas.” Acto
seguido desapareció. “Ya os lo dije”, añadió Carlota. “Eso dicen todos los dueños
antes de que sus perros te devoren”, farfulló Jorge cuyo susto se había
transformado en enfado.
En cualquier caso no nos podemos quejar. Las habitaciones son limpias y
confortables. La cocina está decorada con estilo rústico. Los muebles son de
madera, lo que proporciona una gran calidez a la estancia; una gran mesa lo
suficientemente amplia para permitir sentarnos cómodamente pero lo bastante
pequeña para invitar a la conversación, ocupa el centro. Y lo mejor de todo:
somos los únicos huéspedes. Afuera hay un lago con una barca de remos a nuestra
disposición y bellos senderos por los que pasear. Existe incluso la posibilidad
de montar a caballo. Sí, creo que Jorge ha acertado en su elección. Es un sitio
encantador. Lo sería aún más si no fuera por Bodo. Ése es el nombre del
terrorífico perro que corre a nuestro encuentro cada vez que nos ve aparecer.
Se lo hemos encomendado a Carlota que es la única que lo comprende y lo
mantiene a raya. La relación entre Carlota y los animales no deja de
sorprendernos. Ha trabado amistad – no sé cómo se puede expresar de otra
manera- con un par de lindos y gentiles gatitos que únicamente están dispuestos
a entablar conversación con mi amiga. Ayer al atardecer, cuando ya nos habíamos
recluído en la habitación, oímos un leve
maullar delante de la puerta. “Es Tiger”, exclamó Carlota muy contenta. ¿Quién
es Tiger?. – “Oh, es uno de los dos gatitos. Tiger es muy, muy inteligente”, me
explicó. ¿Y lo reconoces por el maullar? – le pregunté estupefacta. “Sí. Bueno
más bien por el tono.”- respondió ausente porque ya toda su atención se había
concentrado en Tiger. Los maullidos continuaban. “No se te ocurra dejarle
entrar.”, le advertí. “No pierdas cuidado” La voz de admiración de Carlota
hacia Tiger al abrir la puerta resonó a lo largo de todo el pasillo. “¡Oh,
Tiger, qué inteligente eres y qué buen cazador! ¿De verdad lo has cazado tú
solito? ¡Oh Tiger, eres magnífico!”
¿Quién, al escuchar tales palabras, se resiste a acercarse a ver qué es lo que
está pasando? Y en efecto, lo nunca visto: ahí estaba el pequeño Tiger
mostrando entre sus dientes la figura de un ratón recién muerto. Posiblemente
se sentía tan satisfecho de sí mismo que había ido a buscar sin tardanza a la
única persona que sabría calibrar adecuadamente su hazaña. No se equivocó el
bribón. Carlota no cabía en sí de orgullo por la valentía demostrada por Tiger
y se deshacía en un sinfín de halagos hacia él. Jorge y Carlos contemplaban la
escena tan estupefactos como yo. Sin
decir ni una sola palabra, dejamos solos a Carlota y a Tiger para que disfrutaran
de un tiempo que está condenado a terminar. Creo que fue en ese momento cuando
sentimos la profunda tristeza que embargará al pequeño Tiger dentro de un par
de días, cuando busque a Carlota y no la encuentre. Es la misma y terrible
tristeza que nos invade a todos nosotros cada vez que nos separamos. Pobre, pobre
Tiger.
Pero ayer Carlota y él todavía estaban juntos, todavía, como si el instante
fuera eterno, y mientras sus sombras se
confundían con la noche, oíamos cómo ambos componían una balada a la gloria de
Tiger, que había realizado tamaña hazaña siendo tan joven.
La bruja ciega
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