Ayer estuvimos conversando sobre el éxito de ese tipo de
libros y de películas que narran una época mágico medieval estructurada en clanes
y en pequeños grupos que viven en constante lucha contra las adversidades de la
naturaleza y del terreno al tiempo que se ejercitan para hacer frente a la amenaza de enemigos más fuertes y
poderosos que ellos. La ausencia de colegios, la ausencia de conocimiento, la ausencia
de libros y la ausencia en definitiva de todo aquéllo que pueda considerarse
signo de desarrollo intelectual es un elemento presente en todo ese tipo de obras. Para explicar la existencia del saber, algunas introducen la magia, otras, en cambio, recurren a la técnica, que es considerada debido a la
ignorancia y la superstición del resto de los personajes, como brujería. En cualquier caso, magos, brujos y científicos
viven solos y no pertenecen a la sociedad. Únicamente los héroes y los nobles
tienen acceso a ellos y esto en momentos de peligro exclusivamente. Los hombres comunes,
o sanan gracias a determinadas pócimas elaboradas con hierbas, o mueren. Los
padres envían a sus hijos a arriesgadas misiones por el bien de la comunidad; esto es: por su
salvaguarda. Las madres y esposas lloran en silencio sus muertes y preparan a
sus descendientes para las guerras futuras.
¿Es una moda o es el futuro que muchos en el fondo aguardan? Un futuro sin
técnica, sin idas y venidas, sin conocidos y sin desconocidos; un mundo en el
que cada cual conoce el nombre del otro, el nombre de sus progenitores, el nombre
de su clan y de su familia; un mundo en el que el desconocido, cualquier desconocido,
genera la desconfianza; un mundo en el que el hombre no honra al
Estado, a la Nación sino a su clan y a su comunidad; un mundo en el que los
hombres cazan y protegen a sus familias y en el que las mujeres, a excepción de las heroínas, se dedican a
las tareas del hogar; un mundo en el que los héroes, aquéllos que han de
cumplir la encomendada misión de salvar la amenazada libertad, son los únicos
que van, vienen y se adentran en lo más profundo de los bosques inhóspitos y desconocidos, mientras los
otros permanecen en el poblado.
Sí. Ya sé. Recursos de los escritores para vender más libros; estrategias
de los productores de cine para ganar más espectadores. Sí. No obstante, lo
curioso, lo realmente curioso, es que sea justamente este tipo de agrupación patriarcal,
comunitaria y pequeña, la que tantas pasiones haya despertado. Quizás la razón
se deba a que cada uno de esos lectores y espectadores se ven a sí mismos en el
papel de héroes o heroínas; de otra forma no me lo explico. Imagínense ustedes
un lugar que no olvida, un lugar en el que cada pequeño error de juventud sea
recordado una y otra vez en las sempiternas noches del invierno, un lugar en el
que los gestos y las apariencias hayan de ser cuidadas con tal meticulosidad
que al individuo le resulte absolutamente imposible desarrollarse en una línea
distinta a la impuesta por la comunidad y que sólo y sólo si uno pertenece a
determinados clanes y ocupa determinados puestos en la escala jerárquica de esa comunidad puede
aspirar a una libertad que consiste básicamente en aprender a luchar y en poder
salir fuera del recinto del poblado. Este lugar, digo, no constituye en ningún modo un ideal al que
aspirar. Al menos a mí no me lo parece. Y sin embargo, la admiración que despiertan tales comunidades no deja de crecer y cada vez es mayor el número de seguidores.
¿Por qué?, me pregunto.
La respuesta llega con prontitud y es simple:
La sociedad actual nuestra no es tan abierta como nos empeñamos en afirmar.
Creemos o queremos creer que vivimos en una sociedad en las que las puertas se abren y se cierran para todos y no es así. En la realidad cada grupo social se reúne con su propio grupo social: Hipster con hipster, punk con punk, político de tal ideología con político de tal ideología, los del club de golf con los del club de golf. Tal vez no sea la pertenencia al clan el que nos permite adentrarnos en uno o en otro lugar, tal vez sean otros distintivos, como la ropa, la cuenta corriente, la ideología política o las aficiones, los que nos definen, pero desde luego no todos pueden salir del medio en el que sus vidas se desarrollan y desde luego no a todos se les permite entrar en otro diferente. El problema es que la mayoría del común de los mortales raramente posee rasgos claramente distintivos. Sus vidas transcurren entre la cotidianeidad del ir y del venir al trabajo, sufrir atascos cada mañana y cada tarde, enfadarse con la esposa, enfadarse con el marido, ir a comprar y tratar de sortear los imprevistos lo mejor que se pueda. No es de extrañar, pues, que el aislamiento y la soledad empiecen a constituir un tema de preocupación para muchos. Se organizan citas a ciegas para ir al museo, para visitar la propia ciudad, las asociaciones de viajes y culturales proliferan porque muchos van llevados del deseo de relacionarse con otros y de conocer a personas a las que poder llegar a llamar algún dia, quién sabe, “amigos”. Y todo ello porque tener hoy en día un grupo con el que poder encontrarse asiduamente representa lo mismo que en otros tiempos suponía lucir un abrigo de visón: un signo de ostentanción para unos y un sueño para los que no se lo podían permitir.
Creemos o queremos creer que vivimos en una sociedad en las que las puertas se abren y se cierran para todos y no es así. En la realidad cada grupo social se reúne con su propio grupo social: Hipster con hipster, punk con punk, político de tal ideología con político de tal ideología, los del club de golf con los del club de golf. Tal vez no sea la pertenencia al clan el que nos permite adentrarnos en uno o en otro lugar, tal vez sean otros distintivos, como la ropa, la cuenta corriente, la ideología política o las aficiones, los que nos definen, pero desde luego no todos pueden salir del medio en el que sus vidas se desarrollan y desde luego no a todos se les permite entrar en otro diferente. El problema es que la mayoría del común de los mortales raramente posee rasgos claramente distintivos. Sus vidas transcurren entre la cotidianeidad del ir y del venir al trabajo, sufrir atascos cada mañana y cada tarde, enfadarse con la esposa, enfadarse con el marido, ir a comprar y tratar de sortear los imprevistos lo mejor que se pueda. No es de extrañar, pues, que el aislamiento y la soledad empiecen a constituir un tema de preocupación para muchos. Se organizan citas a ciegas para ir al museo, para visitar la propia ciudad, las asociaciones de viajes y culturales proliferan porque muchos van llevados del deseo de relacionarse con otros y de conocer a personas a las que poder llegar a llamar algún dia, quién sabe, “amigos”. Y todo ello porque tener hoy en día un grupo con el que poder encontrarse asiduamente representa lo mismo que en otros tiempos suponía lucir un abrigo de visón: un signo de ostentanción para unos y un sueño para los que no se lo podían permitir.
En las obras y películas de corte histórico mágico-medieval, los poblados
son pequeños: apenas unas pocas familias. Las distancias han de realizarse a
pie, en el mejor de los casos a caballo, y los escasos encuentros con otros
viajeros raramente son pacíficos. Ya hemos dicho que cualquier desconocido
representa un peligro. El control de seguridad elaborado a base de preguntas y
respuestas no garantiza la entrada en la comunidad, simplemente el perdón de la
vida. A la comunidad sólo se accede previa invitación y eso es tan difícil como
lo es hoy en día el incorporarse a un establecido grupo de amigos, aunque dicho
grupo sólo se reúna los sábados para ir a bailar o simplemente al cine.
Es, pues, el ideal de un mundo en el que la soledad individual es
imposible el que ha encumbrado al éxito a las novelas y películas que reflejan
ese tipo de sociedad. Un mundo en el que, ciertamente, nadie, ni siquiera los
héroes, están solos pero que, paradójicamente, se caracteriza por su falta de
población. Y así, una que soy yo, se asombra. Porque ese “no querer la soledad”
no consiste en desear una sociedad repleta a más no poder de hombres
con los que uno pueda entrar en comunicación directa por aquéllo de que “nada
de lo humano me es ajeno” además de “porque en cada esquina hay un ser humano y
se hace difícil pasar sin ser visto”. Ese "no querer la soledad" no aspira a la existencia de una de esas sociedades en las que,
ciertamente, hay un tipo apostado en cada calle dispuesto a preguntarte si
tienes un cigarrillo, o la hora, o te
pide la cartera a cambio de dejarte vivo. No. Lo curioso de este mundo
histórico al que todos admiran no es sólo que en dicho mundo la soledad individual sea imposible,
es que se trata de un lugar en el que uno pertenece a un clan, a una comunidad,
en el que uno tiene unas señas de identidad claras y diáfanas; un mundo en el que
más allá del poblado no hay nada.
Admitámoslo. La mayor parte de la población no quiere una sociedad inundada
de hombres llegados de recónditos parajes con los que poder conversar sobre lejanas islas y misteriosas vivencias.
El hombre moderno, diga lo que diga en público, sueña en secreto con un poblado
organizado jerárquicamente, cercado con vallas de madera y en el que todos le conozcan por su nombre,
apellidos y procedencia.
El hombre moderno no quiere estar sólo.
El hombre moderno no quiere desconocidos, no quiere recién llegados que le
empañen su identidad.
El hombre moderno quiere ser conocido y reconocido.
El hombre moderno quiere su abrigo de visón
aunque eso signifique perder su independencia.
Hmm...
La bruja ciega.
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