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Monday, August 29, 2016

Escrito en la hoja de reclamaciones del diario de un turista.

Una vez más se ha terminado nuestra semana, esa del reencuentro anual que hace décadas acordamos celebrar Carlos Saldaña, Jorge Iranzo, Carlota Gautier, Fernando Marjó y yo y al que nunca ninguno de nosotros ha dejado de acudir. Ni siquiera Fernando Marjó, que se nos fue sin avisar y cuya pérdida yo tardé meses en conocer porque nadie se sentía con fuerzas para decírmelo. Seguramente ni siquiera sabían cómo hacerlo y así fue pasando el tiempo de modo que cuando conocí la triste y terrible noticia a través de personas que no tenían nada que ver con mi círculo de amistades me encontré a solas con la pena porque los desconocidos consideraban el asunto como un mero comentario mientras que los otros, mis amigos, ya habían transformado el dolor en resignación, la resignación en nostalgia y la nostalgia en recuerdo. Así pues no me quedó más remedio que encerrarme a solas en mi habitación y llorar lo más silenciosamente posible para no molestar al vecindario. Fue probablemente un error. Lo de llorar silenciosamente, digo. Las damas como Carlota dejan que sus lágrimas se deslicen callada y suavemente por su faz y únicamente necesitan de un pañuelo blanco primorosamente bordado para contenerlas. En cambio, en las brujas como yo el dolor siempre adquiere tintes de ira y han de gritar su pena al viento, al universo y a todos los dioses del Olimpo para recuperarse. Fue un error tratar de llorar como lloran las hadas. El dolor me dejó unas terribles contracciones de estómago que ascendían hasta la garganta mientras la sangre se agolpaba en mi corazón y no cesaba de presionarme hasta hacerme exhalar un grito ronco y seco. Sin embargo, Fernando Marjó no se ha ido del todo y sigue acompañándonos en nuestras reuniones y acude como acude el hombre responsable a la cita convenida: pase lo que pase y sea como sea, incluso como fantasma. Tal vez esto haya ayudado a deshacer lo que vulgarmente se llama “nudo en el estómago” o, por lo menos, a aflojarlo un poco.

Este año nos reunimos en uno de esos preciosos hoteles de Madrid en los cuales todo resulta impersonal salvo los huéspedes que se dedican a husmear en las habitaciones de los otros huéspedes, tocan con los nudillos en tu puerta, abres pensando que pueden ser Carlos y Jorge y te encuentras con cuatro o cinco personas que penetran hasta mitad de la estancia con cara de asombro por encontrar a un extraño en lo que ellas están convencidas de que es su dormitorio y a las que sólo un tono arrogante y seco puede conseguir hacerles desistir en su propósito de aposentarse sin que les dé tiempo más que para farfullar entre dientes una disculpa, ocupadas como están en observar y mirotear cuanto les rodea. Otro día les basta distinguir en la penumbra del pasillo una puerta semiabierta para nuevamente adentrarse en el interior de la sala hablando con el aire porque ir van solos y ver no ven a nadie, porque el que hay dentro, que soy yo, está resguardado y protegido de los intrometidos por una pared y finalmente, y como grandioso colofón, uno de los días el teléfono suena a horas intempestivas de la mañana, descuelgas el auricular y escuchas cómo alguien te pregunta si el número de habitación a la que está llamando es la 521 y cuando les contestas que sí oyes proferir a la persona que acaba de llamar una queja, casi un sollozo mientras confundida se pregunta a sí misma a qué número de habitación ha de llamar entonces porque está claro que la 521 no es. Y tú lo sabes pero no se lo dices. Sabes que ha de llamar a la habitación de al lado, porque es seguro que tiene que ver con la habitación de al lado, con esos que ni siquiera en los hoteles despersonalizados e impersonales dejan de preocuparse por el vecino, sea quien sea el vecino, hasta el punto de retener en su mente el número de habitación de ese otro y terminar olvidando el de la habitación de sus acompañantes y es que, a qué ignorarlo, pasan más tiempo hablando de los otros que de ellos mismos.

Les sucede a muchos: el vecino está más presente en sus vidas que lo que lo están las suyas propias y aconsejan al otro aquéllo que muy probablemente debieran aconsejarse a sí mismos. Este olvido del ser mismo por intromisión en el ser ajeno es algo que nunca entenderé.

En cualquier caso he de confesar que Madrid no me resulta del todo desconocida. Es una de las muchas ciudades en las que he vivido; fue, eso sí, hace siglos: cuando su grandeza era noble y sus restaurantes populares ofrecían comidas sabiendo que iban a ser evaluadas por exigentes amas de casa y exquisitas cocineras. Ahora todo es distinto. Debe ser que me estoy haciendo vieja y, como decía el poeta, todo tiempo pasado me parece mejor. No lo sé. O tal vez mi impresión obedezca al hecho de que Madrid ya no es grande: Madrid es gigantesco. En pleno Agosto, que es cuando, según se dice, los madrileños están de vacaciones y Madrid se queda vacía y deja de ser metrópoli para volver a ser villa, apenas se podía pasear por las calles y por los parques. 

La última noche jugamos a definir Madrid con una palabra. Carlota eligió “El parque del Retiro”. Fue allí donde transcurrieron nuestras conversaciones más interesantes, recorrimos las avenidas arboladas, encontramos a un grupo de tunos de la universidad de Oporto, remamos en el estanque, admiramos el palacio de cristal, nos divertimos contemplando las habilidades de los jóvenes con los patines y el monopatín; Jorge prefirió el término “Museos”. Madrid entero es un museo. Sus edificios centenarios, sus calles señoriales, sus rincones inmemoriales... Pero es que además el museo Reina Sofía, el Thyssen y el Prado forman parte de las joyas artísticas más valiosas de Europa y el mundo y satisface todos los gustos e inclinaciones. A Carlos le fascinó el Reina Sofía, a Jorge y a Carlota el Prado, y yo, por mi parte, no pude resistirme a visitar tres veces en una semana el Thyssen, especialmente la sala dedicada a la pintura de los siglos XIV y XV; Carlos, normalmente parco en palabras, se decantó por un verso de Manuel Machado para describir Madrid; ese que dice “polvo, sudor y hierro el Cid cabalga” sustituyendo “hierro” por la palabra “sol”. En cambio, yo preferí algo más mundano y escogí el vocablo “Mesón”. Para mis amigos la comida es cosa secundaria y baladí pero ustedes ya saben lo que a las brujas nos preocupa el puchero y por eso que nos importa a duras penas pude contener mi indignación en una ciudad en la que los ciudadanos suelen indignarse sin reparos. Madrid me pareció un enorme, interminable, inconmensurable Mesón de baja calidad y peor servicio en el que se sirven única y exclusivamente comidas que oscilan entre malas y terribles y que no tienen ningún pudor en servirlas a precios desorbitantes. Encontrar establecimientos en los que ofrezcan un menú resulta complicado. La mayoría de los establecimientos son bares en los que se ofertan bocadillos a cinco euros, poco importa que sean de tortilla de patata prefabricada, de jamón o de calamares. El bocadillo que el consumidor recibe es un trozo de barra de pan con un par de trozos de queso sin más. Ya puede uno buscar algún trozo de lechuga, de tomate o de alguna humile rodaja de pepino perdidos por algún lugar. No los encontrará. Un bocadillo es un bocadillo a palo seco. Los menús cuestán entre diez y doce euros pero si uno por ahorrar o por no comer dos platos y postre se decanta por alguno de los otros platos independientes del menú que aparecen en la carta, el precio se dobla y se dispara hasta llegar a los veinte euros y uno se pregunta cómo es posible que un sólo plato cueste el doble de lo que cuestan tres además del pan y la bebida. A esto hay que sumar que la calidad no es buena y que la cocción es demasiado rápida; pero hay algo que todavía llama más la atención del visitante, viajero, turista o como ustedes prefieran llamarle: la falta de platos caseros, de auténticos platos caseros. Faltan las judías verdes, las acelgas, las ensaladas de tomate y lechuga sin más; faltan las ensaladas de garbanzos y de alubias y falta la fruta. Los postres ofrecen natillas caseras que no son caseras sino compradas por la casa, pero nada de piña con nata, nada de macedonias de frutas ni frescas ni de lata. ¿Es que no  hay buenos restaurantes en todo Madrid? Los hay. Puedo dar fe de ello. Pero son establecimientos en los que nuevamente los precios vuelven a dispararse y de veinte euros se pasa a cuarenta y el hambriento que desea su menú completo ha de desembolsar una buena suma de dinero. Y puesto que no hay muchas gentes, ni turistas ni no turistas que se puedan permitir semejante placer, lo que al final resulta es un Madrid convertido en la capital europea de la “fast food”.

Y sí. Ya sé que más de uno y más de dos me vendrán a enumerar la cantidad de locales que existen en Madrid en los que se come bien y barato. Haberlos haylos. De eso no me cabe ninguna duda. Pero lamentablemente son lugares que sólo los expertos en Madrid conocen y que permanecen alejados y secretos para el normal turista. Ese turista que lo único que pretende es adentrarse rápidamente en una nueva ciudad para alejarse de la suya propia por unos días y que apenas dispone de tiempo para buscar los lugares más variopintos y emblemáticos del lugar en el que se encuentra; ese turista al que desde hace un tiempo se le recrimina su tacañería y al que por tanto no hay que tener ningún pudor en intentar engañarle a la hora de traerle la cuenta o de cobrarle de más.

Es una cuestión que está empezando a generalizarse en medio mundo. Los turistas están empezando a ser mal vistos porque sencillamente los extranjeros están empezando a estar mal vistos; porque los forasteros, los extraños están empezando a estar mal vistos; y por eso todo el que no es de aquí ha de dar cuenta de dónde viene y a qué viene y qué relación tiene con esta ciudad y si no es de aquí y no tiene relación ha de dejar, por lo menos eso, buenas ganancias para la ciudad en forma de euros. Ya no se aceptan viajeros de paso, ni hombres curiosos que deambulan por aquí y por allá. Hasta cierto punto es incluso razonable. ¿Para qué viajar? ¿Para qué visitar lugares distintos del nuestro? El mundo es global: las mismas tiendas, los mismos productos y por tanto las mismas gentes y las mismas mentalidades. Los que critican el turismo no dicen aquéllo de "la bolsa o la vida" pero parecido: 
“la bolsa o te quedas en tu casa.”

Sin embargo no nos engañemos: los que mayoritariamente critican el turismo no son los ecologistas ni los amantes de su entorno. Los que critican el turismo son los que quieren ejercer el poder y la única manera que encuentran es autoproclamándose señores de aquello que otros construyeron, ellos encontraron y por eso que lo encontraron no lo supieron valorar e incluso lo despreciaron y se dedicaron a derribarlo hasta que llegaron los turistas a fotografiar lo que quedaba de aquello. Empezaron pues la reconstrucción y dejaron de considerarse señores para presentarse como amos, no tanto para proteger lo que nunca habían sentido deseos de proteger como para cobrar la visita. Los que critican el turismo son esos que critican la movilidad, que critican las idas y venidas, lo extraño, las nuevas ideas. Los que critican el turismo son los esos que gritan “tradición, tradición” porque tienen terror a lo distinto, a lo diferente; esos que murmullan “adónde vamos a llegar” mientras ellos no llegan a ninguna parte porque todas sus vidas, generación tras generación,  han estado anclados - y allí permanecen - en ese “adónde vamos a llegar”.

Es terrible. La globalización ha dado paso, curiosamente, a la fundación de clanes, tribus y hordas que únicamente permiten alejarse de ellas e integrarse en ellas a los ricos y a los poderosos. Al paso que vamos incluso los turistas van a necesitar de los “puntos” y de la “green card” para ser aceptados en el lugar de destino. 

¿Y los otros? ¿Aquéllos que no reúnan los requisitos suficientes para ser considerados “turistas”?

¡Ah! En ese caso volverán a ser lo que siempre fueron: 

Vagabundos.

La bruja ciega.


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