Tracking-ID UA-44975965-7

Friday, September 30, 2016

“Un No es un No”.

Compréndanme: yo, que recuerde, no he militado jamás en partido alguno que se precie. Alguna vez he barajado la idea pero del mismo modo que he barajado la idea de meterme a monja, construir una cabaña a lo David Thoureau o abrir una librería. Al final, nuestras vidas terminan siendo un cócktail surrealista de todos nuestros sueños y como suele suceder con las mezclas unas veces son dulces y otras amargas, en ocasiones ayudan a mantenerse en pie y en otras conducen irremisiblemente al retrete o a la cama. Y hay quienes para los que han resultado, sencillamente, explosivas.

Digo esto porque del mismo modo que nuestra vida es un cócktail, también nuestras consideraciones acerca de la misma –salvo en lo que a los principios se refiere- lo son. Hoy luchamos por hacernos con un coche y mañana lo vendemos para sacar un billete de tren; hoy es una persona la que nos atrae y una semana después ha pasado a aburrirnos y no nos genera nada que no sea cansancio anímico. El hombre busca constantemente nuevos ingredientes con los que elaborar nuevos tipos de cócktail. Lo que en realidad pretende, claro, es encontrar el cócktail perfecto y en ese empeño platónico por la perfección ideal olvida que el cócktail perfecto necesita para llegar a serlo, de nuestro particular consentimiento. Somos nosotros los que decidimos que ese cócktail es perfecto. Somos nosotros los que le asignamos tal denominativo. Pero es tan difícil decidirse.... Así que es mejor afanarse en buscar el ideal, ese que no depende de nosotros y por tanto tampoco de nuestro esfuerzo. ¡Ah! Seguramente deberíamos ir más a misa para escuchar la verdad: que somos nosotros la mayor parte de las veces y por las causas más variopintas los que nos vemos en la obligación de tener que despertar al espíritu para conseguir salvarnos en vez de ser el espíritu el que viene en nuestro auxilio. Lo dijo el cura el otro día cuando explicaba el Evangelio Mateo 8:24: Jesús y sus discípulos iban en la barca, la tempestad se les había echado encima y Jesús estaba dormido; la situación empeoraba por momentos y a los discípulos no les quedó más remedio que despertar a Jesús y ese despertar a Jesús, que es un despertar el espíritu, expresa la necesidad de que el hombre se esfuerce en buscar la salvación no huyendo de la barca, no huyendo de la dificultad, sino despertando el espíritu. Se equivocan, pues, todos aquéllos que se pasan la vida hablando de que requieren de motivaciones, de incentivos y qué se yo qué más, para poder seguir caminando. Si en vez de lamentarse tanto se quejaran menos y cambiaran la actitud pasiva de la espera por la activa del despertar tendrían, no sé si más éxito, pero desde luego más riqueza y fuerza interior. Lamentablemente, he de decir, que el cura, no sé ni cómo lo consiguió, terminó su homilía con el dichoso enfrentamiento entre ricos y pobres que a mí, en cuestiones espirituales, me consterna por no decir enfada. Yo, ya lo he dicho, soy hija del Concilio Vaticano II. En ese tiempo la idea más importante era la de comprender al otro, escuchar al otro, donde comprender y escuchar eran términos moralmente radicales, de lo que se trataba era de valorar al Otro en toda su amplitud, en colocarse en el lugar del otro. En definitiva: en hacer el Amor y no la Guerra y aunque esta consigna haya dado los frutos (Perdón universal, Pederastia y qué se yo), debo decir que fue bonito mientras duró y que a muchos nos marcó para el resto de nuestras vidas, sentenciándonos a ser, quizás, unos perfectos idiotas, por ingenuos, pero precisamente por ingenuos más auténticamente felices y más auténticamente desgraciados que el resto del común de los mortales. El mundo como universo de hombres que se dan la mano, ha sido algo que ha formado parte intrínseca de mí hasta el punto de que si algo me impide comportarme correctamente en sociedad es que trato y hablo a un camarero igual que al director. Me ha costado mucho llegar al convencimiento de que los hombres, por ser hombres, no son iguales. Esto, lo reconozco, supuso un gran descubrimiento. Corro el peligro, lo confieso, de pasar de creer que todos los hombres hablan el mismo idioma: el del corazón a pensar que todos los hombres son unos cínicos con los que la comunicación resulta imposible.  No sería la única persona a la que le habría pasado una cosa así. Es el reto al que han de hacer frente los ingenuos cuando se les descorre el velo de la ingenuidad: evitar convertirse en cínicos sin quedarse anclados en la categoría de amargados. Y sin embargo, qué le vamos a hacer, yo sigo sintiendo una gran y profunda simpatía por aquél Concilio y su doctrina o, por lo menos, por la doctrina que me llegó.

Por supuesto que se hablaba de ricos y pobres. Los pobres en aquél tiempo eran los niños de África y todas nuestras colectas se hacían a fin de recaudar fondos para las Misiones de aquél continente. No obstante hay que decir que las razón más habitual que impulsaba a más de uno, y  a más de dos, a echar dinero en alguna de aquellas huchas de plástico con forma de cabeza de negrito, de indio o de chinito, era la de deleitarse oyendo sonar el ruido metálico y alegre de la moneda al caer. En aquél tiempo, a qué negarlo, la mayoría de la población española, y yo me atrevería incluso a decir europea, se distinguía entre pobres que llegaban a final de mes y pobres que no. Por eso cuando los curas de aquel tiempo aludían a pobres y  a ricos no se referían tanto a las posesiones materiales, que sabían que ninguno de su feligreses tenía, sino a la pobreza y riqueza espiritual. La cuestión que más importaba no era lo que se podía donar sino lo que se podía aportar, hasta el punto de que en dichas consideraciones, una sonrisa, una muestra de amor, la escucha paciente de las preocupaciones del otro, el comprenderlo en su pena y el consolarlo de corazón, se equiparaban a las donaciones materiales. A veces incluso se les otorgaba más valor.

Y esto, le pese a quien le pese, tenía más sentido y más claridad espiritual que la actual, que se empeña en distinguir entre ricos y pobres desde el punto más material imaginable con todos los problemas que ya he citado en alguno de mis otros artículos. Pero es que aún hay más. En primer lugar, cuando se distingue entre ricos y pobres suele suceder que los buenos, los sencillos, los generosos, se crean ricos aun teniendo poco y los avaros, se consideren pobres aún no siéndolo. En segundo lugar, esta distinción condena a los pobres a seguir sometidos al capricho de los ricos, a sus intenciones de dar o no dar, intenciones que, al parecer, la Iglesia – y no el Estado- ha de despertar, dirigir y gobernar.  Y de todo, esto es lo peor porque la Iglesia se mete en terrenos que no son de su incumbencia sino de los ciudadanos, aunque esos ciudadanos sean también parroquianos, (sin pretender ofender, nada impide que un mismo hombre pueda ser padre e hijo a la vez). En tercer lugar, los pobres quedan anclados en su status de “pobres” que no pueden hacer por sí mismos nada que no sea pedir. O sea, que un hombre pobre o tiene porque le dan, o perece. ¿Alguien ha oido una doctrina más elitista y selectiva que esta?

Yo, ya lo he contado alguna vez, he conocido a desheredados de esta tierra que cogían un atlas y lo que a otros les parecía un compendio de páginas aburridas y monótonas representaban para ellos un universo de viajes y aventuras. He conocido a chicos sin nombre y sin tierra que caminaban con sus extraños violines indios a lo largo y ancho de los senderos dejando sonar las más alegres melodías. Ellos veían, realmente veían, las montañas allí dibujaban y escalaban cada metro hasta llegar a la cumbre, y surcaban los océanos, y visitaban los países más lejanos y ellos sentían, realmente sentían, la música que tocaban. No. No fui yo quien les ayudó. Fueron ellos los que me ayudaron a mí y me proporcionaron una visión de la vida de la que hasta yo en ocasiones me olvidaba: la de los sueños hecho realidad por nosotros mismos, porque de nosotros depende despertar o no al espíritu.

Esta terrible y mezquina distinción entre ricos y pobres que se refiere única y exclusivamente a la cuestión material permite que los ricos se sientan contentos consigo mismos cuando dan una moneda al pobre de al lado, pero sentencian al pobre a seguir mendigando y a dejarle anclado en su condición de víctima. Le niegan al pobre la posibilidad de despertar al Espíritu dormido, a su espíritu dormido. En definitiva: le despojan de su riqueza espiritual.

Repito: las injusticias sociales son los ciudadanos los que las resuelven, pero la Iglesia tiene que enseñar que pobres o ricos poco importa. Lo fundamental es que cada cual despierte al Espíritu dormido. Esa es la obligación y la necesidad que cada uno de nosotros tiene. Y después, en un segundo estadio, hablaremos de las injusticias sociales y será como ciudadanos que las resolveremos en los lances nunca agradables pero siempre esenciales de la política.

Salgo de misa iracunda como de costumbre. ¿Por qué vas a misa? Me pregunta el tranquilo Jorge. “Para enfadarme, claro”, le respondo. “La misa es el único sitio en el que actualmente uno puede encontrar un poco de alimento para el intelecto y para el espíritu. Al paso que van las Humanidades, créeme, van a terminar refugiadas igual que antiguamente: en los conventos.”

Y Jorge, claro, se ríe y piensa que bromeo.

¡Ya me gustaría bromear a mí!

Mientras tanto en España la función “Sálvame” pasa al terreno político. También lo he dicho ya. No son los programas como “Sálvame” los que hacen a la sociedad. Es la sociedad la que hace a “Sálvame”. En estos momentos España entera es un Sálvame. El espíritu en España no es que duerma, es que ronca a pierna suelta y ocupados como estamos en jugar el juego de los líos y liosos nadie tiene tiempo de ir a despertarle.

Pedro Sánchez lo intenta y claro, no le queda otra que enfrentarse a la vieja guardia a muchos nos recuerda a “Saturno devorando a sus hijos”. A los hijos rebeldes, claro. La generación de la vieja guardia socialista es una generación complicada. Lo avisé en su momento: en la generación de la gerontocracia. La que se considera llamada a mandar y a conservar el Poder, con la ayuda de los vasallos jóvenes que los reverencian por el empaque con que caminan, por la seguridad que irradian, por la convicción que muestran en sus afirmaciones. La vieja guardia se ha mantenido en la niebla observando y controlando y ahora que las cosas no marchan como ella quisiera, vuelve a la luz radiante del sol a poner orden y disciplina. El caso es que hubo un tiempo en que yo también estuve a favor no ya de una abstención sino de una coalición en toda regla. Pero ahora la situación interna tanto del PP como la del PSOE es demasiado conflictiva como para convertirse en aliados. Una abstención precipitaría al PSOE a su desaparición. Lo único que quedaría de él serían las siglas y las glorias pasadas. Una gran parte del electorado se iría a Podemos y otra a Ciudadanos o incluso al PP. Quizás en Andalucía seguiría gobernando pero únicamente hasta que Podemos se afianzara lo suficiente como para arrebatarle el poder. La vieja guardia del PSOE cree, creo yo que lo cree, que Podemos es una nueva Izquierda Unida que terminará desinflándose tarde o temprano. A mí me gustaría creerlo pero lamento decir que no es así. Podemos es un mutante. Le da igual adoptar una forma u otra con tal de conseguir votos. Ya lo dijo en su día Pablo Iglesias: él lo que quiere es ganar. La lucha entre Errejón e Iglesias no es de carácter ideológico, ni siquiera una cuestión de poder personal. De lo que se trata es de buscar, y encontrar, la estrategia, la táctica, más efectiva a la hora de obtener votos. ¿Deben radicalizarse o mantenerse en la moderación? No, en absoluto. Podemos no es una nueva Izquierda Unida. Se equivocan quienes piensan así. Las nuevas generaciones van a sumarse a sus filas. El PSOE está cansado, incluso el andaluz lo está. Demasiado cansado como para despertar el espíritu. Allí queda la vieja guardia y los conformistas, buenos hijos, o como ustedes quieran llamarlos, que sueñan con heredar el puesto de poder moral de la vieja guardia ignorando que el problema que pasa siempre es que ese poder moral desaparece en el mismo instante que la vieja guardia lo hace. El poder moral no es hereditario. Por eso que la vieja guardia lo sabe, no está dispuesta a cederlo. No lo puede ceder. El poder moral tiene que ser conquistado igual que ella lo conquistó en su día. Esto, lamentablemente, es lo que la vieja guardia ha ocultado a las nuevas generaciones de seguidores a base de usar los términos de traición, deslealtad y demás que son todos ellos, como ustedes observan, de carácter moral y bien moral. Como si ellos nunca hubieran tenido manchas en su moralidad moral. Pero es mejor hablar de los fallos de los demás por aquello de que nadie es perfecto y sólo el Papa es infalible. Al menos lo era en mis tiempos y en los que corren actualmnte hay muchos candidatos a Papa en las viejas guardias políticas.

La lucha de Pedro Sánchez es la lucha del individuo que tiene un principio que defender contra la masa que sigue opiniones. Para el PSOE en estos momentos la única forma de supervivencia que tiene es el No. Si se abstiene, el PP gobernará y el PSOE morirá. Muy posiblemente mueran ambos.

Pedro Sánchez es el hombre que lleva el espíritu de lo que ha de ser un partido socialista en estos instantes en España. Puede ayudar desde la oposición o en el gobierno pero no puede colaborar con los rivales porque los rivales, en su opinión, no lo han hecho bien y colaborar con rivales que a su juicio no lo han hecho bien sería convertirse en colaboracionista.

Incluso aunque le echen del partido, las generaciones futuras recordarán a Pedro Sánchez por hombre de principios cuando el resto hablaba de pactos. Pactos que no ayudarán a resolver un panorama que se vislumbra desolador. Ni los intereses del partido ni los de España aconsejan en este instante otra cosa que sea un No. Un rotundo No. Que Pedro Sanchez se lo haya ocultado a su particular vieja guardia saturniana es de sensatos. Al público nunca lo ha hecho.

“Un No es un No”.

Ya era hora.


La bruja ciega.

Tuesday, September 27, 2016

La literatura y yo. Historia de una relación.

Y fue ayer, justamente ayer, en una de mis conversaciones con Jorge, cuando comprendí, casi por casualidad, que mi relación con la literatura no había sido siempre la misma. Estábamos hablando acerca de libros y autores y en un momento dado Jorge me preguntó por qué Mark Twain era uno de mis autores favoritos. Tuve entonces que explicarle que mi sentimiento hacia él era más de agradecimiento que de admiración. Cuando leí mi primera novela yo tenía ocho años. Hasta aquel entonces yo había devorado unos cuantos tomos de cuentos y algunos cómics pero un buen día, surgido de la nada, apareció entre mis manos un ejemplar de Tom Sawyer. Lo estuve ojeando unos cuantos días hasta que me decidí a abrirlo por la primera página y desde ese momento ya no pude parar ni con el libro en particular ni con la lectura en general. La soledad, que ha sido a fin de cuentas mi única compañera a lo largo de mi vida, encontró en Tom un amigo con el que recorrer el sendero de la vida. Tom Sawyer fue, hasta bien entrada la adolescencia, la persona que yo más cercana sentí a mi lado. Ambos compartíamos el amor por la libertad, por la individualidad, por la naturaleza, a ambos nos gustaba correr aventuras, enfrentarnos a lo desconocido y ambos, al mismo tiempo, éramos demasiado burgueses como para romper con la sociedad a la que pertenecíamos. Queríamos y soñábamos con ser héroes, pero héroes que vivían en una familia y en una sociedad aunque fuera una familia y una sociedad con la que no nos sentíamos en absoluto identificados y que a veces apretaba nuestra alma tanto como apretaban los zapatos los pies de Huckelberry Finn. La única diferencia con él es que Tom y yo nos los calzábamos pese a las rozaduras y a Huckelberry Finn conseguirlo le llevó más tiempo y sólo gracias al afecto que sentía por su bienhechora la viuda Douglas. A decir verdad, aún no estoy segura de que una vez fallecida la viuda Douglas Huckelberry no se apresurase a desembarazarse de ellos. En resumen: los deseos de aventura de Tom y yo se mantuvieron siempre dentro de los cánones permitidos por la sociedad y nunca, ni por un instante, sentimos ni el deseo ni la necesidad de situarnos de cara en contra a la sociedad en la que vivíamos. Como dos buenos burgueses  Tom y yo conocíamos la importancia de los límites y por ese motivo queríamos ser libres hasta donde las barreras de la sociedad lo permitieran. Queríamos descubrir el mundo, no renunciar a él. 

Sin embargo, llegado un momento en la conversación con Jorge me escuché a mí misma desvelándo-me la verdad: la literatura en ese primer estadio había constituido un refugio. Los libros eran el lugar en el que yo me encontraba con el mundo que yo realmente amaba: el de las aventuras, el de las amistades auténticas, el de los grupos leales, el de los caballeros andantes que arriesgan su vida por salvar a un amigo o al amor de su vida... El mundo de los libros me había abierto las puertas de entrada a otro mundo y yo me introduje en él igual que se introducen los físicos teóricos en el universo gracias a sus estudios. Ellos, los físicos teóricos, y yo habitábamos en mundos distintos separados del Mundo que se conoce como “Real”.

La literatura fue, ahora lo comprendo, el refugio en el que transcurrió el  tiempo inicial de mi existencia. Carlos fue el primero en percatarse de ello, pero lejos de sacarme o de permitir que los demás se adentraran en él, me dejó seguir tranquila en aquel mundo de luces y de colores donde todo era rosa, donde las tristezas eran pasajeras porque la felicidad era siempre el resultado final incluso cuando ese resultado final era trágico. Compréndanme yo había leído “Tiempo de Silencio”, de Luis Martin Santos; yo había leído “El árbol de la ciencia”, de Pio Baroja y “los Cipreses creen en Dios”, de Delibes, pero esas obras habían pasado por mi alma casi sin rozarla. Lo único que pensé de sus personajes es que además de ser sumamente aburridos no tenían espíritu suficiente para sentir la luz del sol y por tanto qué otra cosa se podía esperar de ellos y de sus vidas.

La crisis, mi primera gran crisis, la tuve con “Crimen y Castigo” de Dostojewski y con “El Proceso” de Kafka. Casi me muero, -o me matan-, lo reconozco. Fue terrible. Me sumergieron en un mundo gris, negro, mísero y trágico. Nada que ver con “Los Miserables”, de Victor Hugo cuyo final romántico borraba de un plumazo todas las visicitudes pasadas. Es cierto que el anodino mundo de la provincia francesa al que yo había visitado de la mano de Stendhal no me había dejado un buen sabor de boca, pero mi única conclusión fue que una mujer tiene que ser lo suficientemente fuerte para llegar hasta el final o no serlo en absoluto y ya no le dí más vueltas a la cabeza. Aquellas mujeres asfixiadas en su propia necedad y estrechez de espíritu y formación no eran muy diferentes de algunas de mis comilitonas, así que no sentía por ellas y por su destino nada que no fuera desprecio. En cambio, Kafka y Dostojewski abrieron el infierno, el mismísimo infierno, ante mis pies. Ni siquiera “La Divina Comedia” de Dante me resulta tan terrorífica como el que me fue mostrado en aquél entonces. “La Divina Comedia” es, por así decirlo, la Cámara de los Horrores pero aquí el Horror no tenía forma, ni nombre, ni rostro. El Horror en las obras de Dostojewski y Kafka era un horror silencioso, espectante, vacío. Un horror desprovisto de sangre y espíritu que ni siquiera se caracterizaba por ser físicamente violento. (El asesinato perpetrado por Raskolnikov era, eso me pareció a mí, uno de los crímenes menos violentos de la historia de la literatura). Las novelas de ambos autores mostraban la imagen del Horror más absoluto, más espantoso sin necesitar que sus personajes exhalaran un gemido de dolor. El infierno no estaba construido a base de fuego y de gritos.
El verdadero infierno, entonces lo comprendí, era la Nada.

Huí. Huí tan rápidamente como pude y caí en los brazos del “Napoleón de Notting Hill” de Chesterton y en los de P. G. Wodehouse. La combinación de la Nada con el humor británico no resultó tan beneficiosa como yo hubiera deseado y me dirigió hacia la nada agradable Estepa del Sin-sentido, de la que – cual viajero Ossendowski que atraviesa la Mongolia no tanto para recorrerla por gusto sino para huir del peligro y llegar a puerto seguro, no salí antes de haber superado unos cuantos terribles obstáculos, de los cuales no siempre salí bien parada.

Mi único objetivo, -objetivo desesperado, por cierto-, era llegar a ese mundo libre, brillante, luminoso, diáfano, compacto y claro que yo había dejado atrás, ignorando que si algo me había permitido salir del infierno de la Nada y de la Estepa del Sin-Sentido había sido, precisamente, ese mundo diáfano, el mundo de Tom Sawyer, que yo seguía llevando, aunque fuera de modo insconsciente, conmigo.

Lo conseguí a medias. Nunca más volví a ser la que había sido. El flemático humor inglés unido al desconsuelo de habitar un mundo universitario que lo único que me pudo ofrecer, o lo único al menos que yo supe encontrar, fue un mundo de cháchara inútil mientras los listillos de turno se concentraban en trabajar por la puerta de atrás y sin ser notados por los demás un puesto de trabajo, no me lo puso fácil. Fue por aquél entonces cuando conocí a Carlota, a Jorge, a Paula y a Carlos y no pasó mucho tiempo hasta entrar en contacto con Fernando Marjó, Esteban (un joven periodista) y un médico llamado Joaquín Valls, amigo del padre de Carlos y de un abogado llamado José Balmani. Sin embargo yo seguía anclada en la Estepa del Sin-Sentido cuando una bocanada de aire llegada del Mundo Real, del auténtico Mundo Real,  me abofeteó la mejilla, me propinó unos cuantos puñetazos y me tiró al suelo. -   “¿Qué haces aquí?”, me preguntó iracunda. A duras penas conseguí entreabrir mis ojos. La realidad que había venido a despertarme era una realidad dura, fria, una realidad en donde lo único que importaba era cumplir con el deber, ser eficiente y en el que el aspecto amor, romanticismo, sueños, no tenían cabida. La realidad que había escuchado mi llamada de auxilio era todo menos sensible y dulce. Para aquella Realidad Real del Mundo Real yo era simplemente “algo” sin que yo, hasta el día de hoy haya sido capaz de definir ese “algo”, porque lo cierto es que nada de lo que yo había considerado personal, individual e intransferible hasta ese momento, o sea, mis virtudes y mis defectos, mi carácter, mi forma de ser y de sentir, le importaban a esa Realidad Real del Mundo Real lo más mínimo.

Había salido de la Estepa del Sin-Sentido para ser recogida por el Desierto de la Indiferencia. Pero como en cualquier desierto que se precie, los bandoleros y maleantes estaban al acecho y tuve que aprender a ser cuidadosa para salir sin ser vista y actuar sin ser observada para evitar ataques y enfrentamientos innecesarios.

En el Desierto de la Indiferencia la Realidad Real del Mundo Real se acercó para preguntarme dónde diantres había estado metida. “Eres un extraterrestre que hasta ahora ha tenido la suerte de que le dejaran en paz, pero eso se ha acabado” No había odio en el tono de la Realidad Real del Mundo Real, ni siquiera maldad o inquina. Era, simplemente eso, una constatación objetiva. ¿Lo era? ¿Realmente lo era? No lo sé. ¿Hubiera podido imponerme a esa Realidad Real del Mundo Real? ¿Hubiera podido domarla como otros lo hacían? Sí. No cabe duda. Pero para conseguirlo hubiera tenido que renunciar a una serie de valores a los que yo, con o sin indiferencia, no estaba dispuesta a renunciar. Hay momentos en los que en el Mundo Real uno debe escoger entre él y sus intereses propios y él y sus convicciones, porque de repente interés propio y convicción (lo que es auténtica convicción) se han separado, escindido y uno se encuentra desgarrado desde lo más profundo de su ser.

Yo elegí mis convicciones y renuncié a mis intereses. Sabía lo que hacía y lo volvería a hacer nuevamente. Esta vez, eso sí, con menos desgarramiento y con más resignación, o sea: con más aplomo. Hubo muchos que estando en mi misma situación eligieron sus intereses y renunciaron a sus convicciones. Hubo algunos, una reducida minoría, que pudieron conciliar ambos.

Elegir mis convicciones me condenó a quince años de trabajos interminables, a quince años en los que leer fue prácticamente imposible; quince años que, sin embargo, llegaron a su fin sin que ello significara la posibilidad de dedicarme a mis intereses. Yo había quedado enclaustrada en uno de los numerosos submundos intermedios del Mundo Real, uno de esos submundos de la zona gris en la que inevitablemente siempre se queda parado en el ascensor de modo que la puerta de abajo está demasiado abajo y la puerta de arriba, demasiado arriba y ello impide salir lo mismo que pedir ayuda porque uno ni es visto ni es oido. Hay además en ese Mundo Real tantos ascensores que si uno está estropeado no hace falta perder tiempo en arreglarlo. Se coge otro y punto. Eso sin olvidar que la vida es un camino con muchas ramificaciones pero como todos sabemos la elección de una de ellas cierra el acceso a otras tantas. La mayor parte de los senderos habían quedado vedados para mí en el transcurso del tiempo; el de la literatura, sin embargo, se había abierto como se abre el oasis en el desierto al viajero sediento: pleno de luz y radiante de esperanzas.

Desde ese instante la literatura se ha convertido no en el refugio que fue para las tristezas infantiles de mi niñez sino en el maestro que explica al extraterrestre cómo poder comprender a esos extraños terrícolas y en qué consiste ser humano y ser hombre. Las novelas que desde entonces he leído me han enseñado en qué consisten los juegos de poder, en qué consiste la supervivencia. He conocido a Remarque, a Brecht, a Klaus Mann, a Heinrich Heine, a Thomas Bernard, a Zweig, a Lutero, a Bradbury, a Huxley... gracias a ellos he comprendido en qué consiste la Realidad Real y cuál es el auténtico papel de la literatura en nuestras vidas, o al menos en las nuestras. Lejos de lo que suele creerse, la misión de la literatura no es ayudar a soñar sino enseñar a vivir. Su fundamental misión no es transportarnos a mundos de ilusión sino mostrarnos en su más auténtica forma y fondo qué cosa es el Mundo Real así como los diferentes modos y maneras en que uno puede o bien navegar o bien hundirse mientras surca a lo largo y ancho de sus cauces. Y es ahora, justo al comienzo de ese entender, cuando muchos, décadas más jóvenes que yo, al observar mi sorpresa me preguntan en tono burlón a veces, cariñoso otras, que dónde he vivido todos estos años, que cómo es posible que ahora empiece a saber lo que ellos saben desde “hace siglos”, dicen.

Y yo no contesto. Elevo mi vista hacia el cielo nocturno en busca de alguna respuesta. La estrella arriba, la literatura abajo. En medio de ambos mi soledad y yo. Pero después de todo el problema de “la soledad” y del “yo” no radica ni en “la soledad” ni en el “yo” sino en qué se hace con ellos. Definitivamente, en mi caso, sin la literatura y sin la estrella poco puedo alcanzar.

Mientras tanto, la Realidad Real del Mundo Real sigue paseando impasible su indiferencia. 

Pero ustedes todo esto, claro, ya lo sabían.

La bruja ciega.




Friday, September 23, 2016

Hablando de reflexiones

Hace un par de semanas una serie de asuntos a resolver me llevaron hasta Estrasburgo y sus alrededores. Además de disfrutar del buen tiempo, de la belleza de la ciudad y de la buena comida, la visita dió lugar a una serie de reflexiones de la más variada índole: desde la política hasta la espiritual pasando por la social. Tan compleja y diversa puede ser una pequeña localidad.

La primera observación que a nadie pasa desapercibida es que, en efecto, Francia está en guerra y eso significa que sus calles están patrulladas por militares perfectamente equipados que no sólo se dedican a pasear sus fusiles sino que escudriñan con sus miradas, de la forma más discreta posible pero no por ello menos inquisitiva a los viandantes, a los rincones, a los objetos abandonados en la acera... Aparecen silenciosos y sin previo aviso y desaparecen de la misma manera. La primera vez que uno los encuentra sufre los efectos de la sorpresa y le cuesta librarse de la impresión que causa el contemplar militares en Europa, en Francia, en Estraburgo, esa tranquila ciudad en la que los geranios alegres cuelgan de los balcones y el río ill se desliza majestuoso a través de los canales de la ciudad. Más aún sorprende acercarse un Domingo hasta la iglesia de Santa Madeleine para escuchar misa y encontrar las puertas del templo abiertas de par en par custodiadas a cada lado por dos soldados apostados en la plaza. El oficio litúrgico se celebra, lo nunca visto, dejando entrar la luz del día y el ruido de la calle. Las razones para estas medidas no son difíciles de entender: en caso de ataque los militares pueden entrar tan rápidamente como pueden salir las personas que allí se encuentran.
Que los templos católicos hayan de ser protegidos de ese modo en la católica Francia es algo que ni siquiera el anticlerical Voltaire hubiera podido llegar a imaginar.

¡Ah! El catolicismo francés... Estaba en Estrasburgo y leía una obra que había encontrado casi por casualidad y que se titula “La cruzada Albigense y el imperio aragonés” de David Barreras. Llegué a él buscando información acerca de la cruzada Albigense y de los cátaros y tengo que decir que el libro no sólo no me defraudó sino que me agradó sobremanera; además de narrar los hechos históricos, David Barreras describe las relaciones siempre tensas entre los nobles, entre los nobles y los reyes y entre los nobles, reyes y el Vaticano y cómo dichas relaciones, que se construian con la misma facilidad que se desmoronaban, se mantenían a veces con el diálogo entre las espadas, otras a base de pactos y en general, con una mezcla de los dos. Pero hay algo que el autor deja entrever sin detenerse a analizar la cuestión, entre otras cosas porque no es éste el tema que le ocupa, que es lo referente al vínculo entre Francia y el Vaticano, vínculo a todas luces sumamente conflictivo y repleto de intrigas y juegos de poder. Si algo llama la atención al lector es comprender que las conversaciones entre los diferentes nobles y reyes franceses y el Vaticano no eran las que los fieles sostienen con sus maestros religiosos sino las que mantienen las fuerzas encontradas a fin de vencer al contrario o de sostener sus respectivos poderes en equilibrio. Lo que mueve a los nobles galos a apoyar al Vaticano, cuando lo apoyan, no es tanto el propósito de servir a los intereses de la cristiandad como el de asegurar y extender sus dominios. En definitiva: las relaciones entre Francia y el Vaticano, con o sin templarios, son las que existen entre dos reinos vecinos, que en ocasiones unen sus fuerzas y en ocasiones las enfrentan. Esta, quizás, sea una de las diferencias más importantes entre Francia y España. Mientras de esta última se decía aquello de que “era más papista que el Papa”, de Francia no se podía decir lo mismo salvo que ser “más papista que el Papa” trajera aparejado algunos beneficios a los dirigentes galos y por ende a los reinos francos. Tal vez esto explique también aquél fenómeno que alguna vez he comentado: que dos de los más importantes dirigentes franceses hayan sido cardenales: el Cardenal Richeliu y el Cardenal Mazarino, sin que ello haya significado un aumento de las ganancias del Vaticano en detrimento de las de Francia. En este sentido puede decirse que con templarios o sin templarios, con o sin Ilustración, Francia fue siempre bastante sobria en lo que a poderes religiosos se refiere y siempre tuvo presente que no por religiosos eran menos mundanos y por eso la tan famosa Noche de San Bartolomé fue considerada desde los altos niveles de índole más política que religiosa y por eso mismo Voltaire lamenta que se expulsara de ese modo a grupos que justamente por ser minoritarios se afanaban en mejorar de status a través del desarrollo de sus virtudes: disciplina, trabajo, constancia... lo cual, sin duda, contribuía a la posperidad de la nación, o sea, Francia. En los bajos niveles, en cambio, la inquina contra los protestantes fue una cuestión psicológica: los pueblos, las sociedades, necesitan encontrar sus corderos inocentes a los que sacrificar. Por eso, si lo observamos, El Tratado de la Tolerancia, que Voltaire escribe, no es un ensayo dedicado a analizar la cuestión desde un punto de vista teórico y por teórico general y abstracto. No. El Tratado de la Tolerancia de Voltaire, da cuenta de una injusticia concreta en un lugar y tiempo concreto. No son las leyes las que culpan sino los prejuicios de sus convecinos. No son los poderosos los que buscan la perdición de la familia sino los del pueblo que viven a su lado. Voltaire sabe que las cazas de brujas son llevadas a cabo en el aquí y en el ahora por personas normales y corrientes que se creen llamadas a grandes misiones y a grandes batallas pero que, justamente por ser normales y corrientes, únicamente son capaces de arrastrar al cordero hasta la pira del sacrificio y a veces, les basta con conseguir que sean otros los que hagan el trabajo.  Esto que vió Voltaire –la maldad del pequeño hombre- lo vió también Hanna Arendt. La maldad del poderoso es, utilizando el concepto de Kant, sublime, por más que en lo sublime esté impreso la oscuridad, lo incomprensible, la noche; la del pequeño hombre, en cambio, es demoniaca.
Mis reflexiones al respecto no se detuvieron aquí y tomaron distintos vericuetos. Uno fue el de los refugiados; otro, el referente a Marine Le pen; otro el de la espiritualidad que irradian los templos góticos. Soy consciente de la diversidad de mis pensamientos, pero compréndanme: soy una nómada. No puedo permanecer mucho tiempo en ningún sitio. Ello no significa, al menos eso creo, que mi estancia sea más superficial del que permanece allí toda su vida; justamente por breve es más intensa y he de comprender en poco tiempo lo que a muchos les lleva toda su vida. ¿Equivocarme en mis apreciaciones? Eso es algo de lo que ni yo por nómada, ni el sedentario por sedentario, estamos a salvo. 

Pero volviendo a la iglesia de Santa Madeleine, he de decir que el sentimiento que las iglesias francesas estampan en mi alma, la profunda emoción con la que los templos franceses, y sólo los templos franceses, impregnan mi ánimo es algo que ni yo misma puedo entender. Aparentemetne la iglesia de la Madeleine es del s. XX; la sensación que produjo me ha llevado, sin embargo, a investigar acerca de la misma y descubrir que ha sido erigida sobre las bases de un convento del s. XIII y otro posterior en 1478 y que a decir de la Wikipedia francesa fue el último edificio construido en estilo gótico en Estrasburgo.
No sólo la iglesia de La Madeleine conmovió mi alma de ese extraño modo; también sucedió lo mismo en las iglesias de los pueblos de alrededor, iglesias todas ellas góticas contruidas en el s. XII. ¿Será verdad lo que algunos aseguran? ¿Será cierto que los muros de las iglesias están impregnados de una fuerza espiritual distinta por iniciática? Yo no lo sé. Lo único que puedo afirmar es que nunca antes había sentido en ningún otro lugar la sensación de plenitud que allí sentí; una sensación sagrada que ascendía y trascendía el espacio, el tiempo, la religión... convirtiéndo a todos ellos en una universalidad eterna. Es algo que únicamente he sentido en los templos góticos franceses y ni siquiera acierto a comprender muy bien cómo ni por qué. Lo único que puedo decir es que en los templos góticos franceses mi alma se siente alma, el alma aprehende su verdadera naturaleza trascendente, toma conciencia de su verdadero carácter de eternidad, de universo, y de individualidad en una colectividad que la envuelve y la sobrepasa. 

Me acerqué pues a considerar a alguno de esos iniciados. He leído suscintamente algunos de los escritos de Louis Claude de Saint-Martin, de Guénon, de Fulcanelli, de Schuré... Todos ellos me han parecido sumamente interesantes, sobre todo porque gracias a ellos he terminado comprendiendo, finalmente, porque nunca he sentido el más mínimo interés por convertirme en una iniciada. Y es justamente que el desarrollo del que con más frecuencia (por no decir exclusivamente) se ocupan, es el personal, individual e intransferible. Lo cual está en absoluta contradicción con el espíritu que se respira en los templos góticos, en los que lo individual se transforma en colectivo y el colectivo en universal, sin grados ni jerarquías. Los templos góticos son ascensores para el alma y el alma se siente, sencillamente, transportada sin más a las dimensiones universales y eternas.
En cambio leyendo a los maestros iniciadores-iniciados, uno tiene la impresión de que lo que le están dando es un manual de instrucciones para subir una escalera aislada del mundanal ruido. Lo que me irrita al leerlos no es el manual de instrucciones ni la escalera, que a veces resulta más segura que el ascensor, sobre todo en caso de incendio, sino que se trata de unas instrucciones generales para una escalera que no es simplemente individual, esto incluso lo comprendería, sino completa y absolutamente aislada e insonorizada del mundanal ruido, de modo y manera que uno ha de preocuparse de su ascenso sin atender a más razones que a las de su propio ascenso. Los iniciados, y especialmente los iniciados actuales, se concentran en el término "desarrollo individual" y "autodesarrollo" y se olvidan de un concepto que a mí me parce fundamental: el de "construcción". A duras penas uno puede construir algo él solo. Uno de los que lo intentó fue Henry David Thoureau y según dice la obra que escribió al respecto, Walden, además de no vivir en aquellas cuatro paredes más de dos anos, tuvo que aceptar la ayuda que tan amablemente le brindaban sus vecinos; eso sí -dice el amable Thoureau- más por su propia amabilidad y gentileza innata, que le inclinaba a aceptar el amable ofrecimiento que recibía en vez de negarse a admitirlo porque realmente ayuda, lo que se dice ayuda, no la necesitaba. De todas formas si leen Walden no tardarán en comprender que Thoureau es uno de esos jóvenes idealistas y optimistas que incluso en las peores tormentas atisban a ver la magnificencia de la naturaleza y el romanticismo de la violencia; uno de esos jóvenes que cren que pueden pasar sin ayuda y sin gente cuando en realidad aman a las personas y son incapaces de vivir en la soledad y en el recogimiento ya sea el del sabio o el del misántropo. Pero como iba diciendo, los iniciados se centran en el "desarrollo" y se olvidan de la "construcción", con lo que ello conlleva de colaboración, discusión, acuerdo, pruebas, equivocaciones, desmoronamientos, perseverancia, constancia, disciplina, equilibrio entre medios y necesidades, entre espiritualidad y materia, entre sombras y luces... En este sentido, he de reconocer, que la “Educación del Príncipe Cristiano”, de Erasmus de Rotterdam e incluso “ Aventuras de Telémaco”, de Fenelón, me parecen obras mucho más recomendables en tanto en cuanto que ambos comprenden (ellos mejor que nadie) que un hombre, por muy príncipe que sea, nunca en un hombre que pueda desarrollarse aislado de sus semejantes. Más bien al contrario: cuanto más hombre, cuanto más individuo, más en el mundo. La espiritualidad sin la materia deja de ser espiritualidad humana.

Pensé entonces que Marine Le pen se equivoca total y absolutamente cuando reclama “Francia para los franceses” pretendiendo escindirse de Europa. Marine Le pen se equivoca porque es Francia la que ha hecho Europa y si mi apuran, Francia la que ha construido el Occidente, pero Francia no está fuera de su obra. Francia esta inmersa en ella porque es su espíritu el que ha creado a Europa y a Occidente. La separación de Francia de Europa significa el desgarramiento interno de Francia, un desgarramiento que no tiene nada que ver ni con política ni con economía ni con estructuras sociales; únicamente con el espíritu.

Mis deliberaciones sobre Marine Le pen me llevaron a reflexionar acerca del tema de los refugiados en particular y de los musulmanes en general. Mi impresión –ya lo he dicho en algún otro artículo- es que el Otro que ha sido considerado al estilo de Levinás ha sido el Otro de Afuera pero en estos momentos hay otro Otro que quiere ser considerado al estilo de Levinás: el de Adentro. Y ello porque el primogénito –igual que en la Parábola del hijo pródigo- también quiere ser considerado en serio; porque el problema es que el primogénito está empezando a hartarse de que sea él el que haga todo el trabajo, él quien prepare y organice la fiesta de bienvenida y otro el que la reciba. Y que se le diga que ello es debido a la alegría de recibir al perdido, no le produce ningún consuelo ni le parece una explicación adecuada. Contribuir al trabajo no ha contribuido; y ahora llega y se le da una fiesta de bienvenida, lo que nuevamente significa un par de días sin trabajar; luego un par de días para escuchar lo mucho que el pródigo ha sufrido, seguidos de un periodo de descanso para que se restablezca de tantos percances; a continuación la fase necesaria  para explicarle cómo funcionan las cosas y los cambios que se han introducido, el intervalo para que lo entienda, un tiempo para escuchar sus críticas a las estructuras y las correspondientes propuestas de cambio y modificación en lo que hasta ahora había funcionado con suma eficacia, reuniones con el padre que no se atreve a llevarle la contraria al hijo pródigo no vaya a ser que se vaya, desesperación del primogénito al que se le intenta convencer con aquello de que la situación se va a ir resolviendo y que es únicamente una cuestión de tener paciencia. Mientras tanto el hijo pródigo va afianzando su posición y sigue proponiendo no sólo cambios y mejoras sino que se atreve a contradecir al primogénito en sus consideraciones mientras el padre intenta aplacar al uno y no ofender al otro y el hijo pródigo utiliza el hecho de que, por mucho que sea hijo, todavía carece de responsabilidad, para exponer sus críticas ante los obreros y hacerse con unos cuantos aliados, logrando acaparar cada vez más poder.

En este caso pueden suceder varias cosas: que el primogénito se convierta en un nuevo Caín y sea a su vez condenado por su padre y la Historia;  que pida su parte y se vaya; o que se vaya sin ni siquiera reclamar su pare; que el primogénito se eche a dormir debajo del árbol más frondoso y termine convirtiéndose en un vago insufrible, se dé a la bebida, al ocio y al placer hasta su autodestrucción, momento en el que todos convienen que en realidad aquel primogénito nunca trabajó bien ni fue responsable pero que como no había forma de compararlo con otro, no lo sabían. En cuanto al hijo pródigo, fuerza es aceptar que lo que puede llegar a hacer es hasta este instante un misterio porque lo cierto es que hasta el momento hacer, lo que se dice hacer, no ha hecho mucho.

Esto si se trata del hijo-hermano pródigo; imagínense ustedes si de lo que se trata es de un grupo de invitados algunos de los cuales va poniendo bombas a diestro y siniestro.

¿Quiere decir esto que estoy en contra de los musulmanes y de los refugiados?

No.

Lo que sí quiero decir es que es importante considerar que el hijo primogénito no pasa por uno de sus mejores momentos. La hacienda no marcha bien, a los proveedores se les debe ingentes sumas de dinero y no se sabe cómo pueden ser satisfechas deudas que no paran de crecer y crecer, el padre está preocupado porque aunque ha introducido la mecanización, los peones sin trabajo se agolpan a las puertas en petición y búsqueda de una nueva ocupación mientras la inactividad, por su parte, ya se ha procurado unas cuantas víctimas. Además las indemnizaciones que tiene que pagar a los empleados despedidos y las cargas sociales son cada vez mayores, pese a sus recortes; el clima no le ha sido propicio y la producción de la cosecha ha disminuido al tiempo que sus competidores pueden vender más y más barato porque la mano de obra se paga a coste de esclavo. La situación social es cada vez más tensa y los altercados entre los trabajadores son cada vez más frecuentes y más violentos. En esas llega un invitado en busca de refugio y se le atiende a la espera de que colabore. Pero el invitado, ajeno al parecer a todas este panorama, se aferra a sus sufrimientos pasados y a sus dificultades presentes.

Ese es el grave problema actual.

Los de Afuera quieren ser tratados como el Otro a la manera de Levinás.

Los de Adentro quieren ser tratados como el Otro a la manera de Levinás.

La Hacienda va de mal en peor, los problemas se suceden y el Padre Europa no sabe cómo resolverlo porque tanto los de Afuera como los de Adentro le dicen que para eso él es el Padre Europa y que por tanto le toca a él resolverlo; y si no, el follón.

Sería necesario que tanto los de Afuera como los de Adentro abandonaran por un instante sus pretensiones de ser tratados como el Otro a la manera de Levinás y se pusieran manos a la obra para intentar trabajar todos juntos en el mantenimiento de la Hacienda. Pero eso no va a suceder mientras unos sigan defendiendo sus derechos y otros exigiendo sus pretensiones sin que ni los unos ni los otros se esfuercen en activar la hacienda; esto es: la comunidad en la que viven.

El problema de los recién llegados es que tienen que demostrar lo que pueden aportar a la sociedad y el problema de los que ya están es que tienen que demostrar que ellos aportan aún más.

En vez de esto, el victimismo de unos se junta con el victimismo de otros y ninguno hace nada que no sea liarse a palos entre ellos y a follones con los demás.

Si querían igualdad ya la tienen.

Por su parte, mientras ellos se pelean y algunos incluso se dedican a poner bombas, que ya  es lo último que faltaba para echar aceite al fuego, el Padre Europa lucha por estabilizar la Hacienda y pacificarlos a ellos.

Y al paso que vamos, será el Padre Europa, lo veo, el que termine convirtiéndose en el cordero inocente dispuesto para el sacrificio.

Esta es la situación en estos momentos. Hablar de Tolerancia empieza a constituir un grave problema incluso para los tolerantes, porque los que ponen bombas, - y si no las ponen amenazan con ponerlas -, sin que realmente hasta el instante presente puedan comprenderse los motivos que les llevan a hacerlo, exceptuando claro, a los que se refieren a la pretensión de desestabilizar una determinada sociedad porque reclamar no reclaman nada especial, que yo sepa, a no ser que lo que reclamen sea una determinada religión: la suya, a nivel universal y un determinado poder: el suyo, dominando globalmente. Con lo cual, en efecto, estamos en guerra contra una determinada religión y un determinado poder. Pero el problema es doble. Por una parte, los que quieren esta universalidad no son el conjunto de los pertenecientes a esa religión y a ese poder sino sólo unos cuantos, algunos de los cuales están empezando a estar hartos de que no les dejen rezar en paz y de ser metidos a la fuerza en esa universalidad religiosa justamente por su religiosidad, lo cual, claro, es de locos..  Y por otra, el terror ha llevado a una situación de control que afecta a toda la sociedad y no sólo a los de Afuera y no sólo a los de Adentro. Pero los de Adentro, que tanto habían luchado por la libertad y la tolerancia, protestan por esa intromisión en sus vidas y culpan a los de Afuera del recorte de libertades que sufren, como si no tuvieran ya bastante con los esfuerzos que cuesta proteger la privacidad de sus datos antes los nuevos Fouchets en los que se han convertido los departamentos de ventas de las empresas y aprovechando esta comprensible y sublime indignación, los demoniacos se lanzan a diestro y siniestro sobre sus víctimas, no importa quién porque todo el que no pertenezca a su clan es un enemigo.

Todo esto pensé en la Madeleine mientras escuchaba el evangelio que ese día trataba justamente del hijo pródigo. No me pregunten lo que dijo el sacerdote. No le presté atención. Como ven, mis propias reflexiones me lo impedían. ¿Qué otra cosa cabe esperar de una bruja ciega?

La bruja ciega


Wednesday, September 21, 2016

Una pesada carga

Escribir se convierte en más de una ocasión y en más de dos en una pesada carga, sobre todo cuando se trata de una obligación y no de lo que debiera ser: una actividad catársica, el encuentro de uno mismo con su sentimiento y su razón. ¡Ah! El sentimiento y la razón... todos hablan de ellos pero definir lo que dichos conceptos significan e implican resulta tan difícil como expresarlos en su justa medida. A veces uno dice “te mato” y es un simple reflejo de su enfado, otras es una advertencia y otras, en efecto, es un hecho. A veces uno da un beso y es el beso de Judas y otras, en los que uno, da un bofetón a su novio o a su novia, es la consecuencia de una amor tan profundo como incontrolado e incontrolable por aquéllo de que “hay amores que matan”. Determinadas personas aguantan “carros y carretas” de vampiros emocionales y narcisistas varios llevadas de un amor mal entendido y sin embargo, esas mismas personas deforman y mancillan el honor de los que sinceramente les aman pensando que su amor es hipócrita e interesado y cuando finalmente esas personas las abandonan creen que tenían razón en sus consideraciones.

En cuanto a la razón.... la única forma que yo conozco es la palabra. Incluso las fórmulas matemáticas han de ser explicadas apoyándose en ella. No obstante, hablar es, hoy como ayer como seguramente lo seguirá siendo mañana, uno de los retos más difíciles a los que una persona inteligente ha de enfrentarse. Las verdades, las medias verdades, las media mentiras, las mentiras, comparten espacio y tiempo con las diferentes perspectivas de un asunto, las distintas consideraciones, la multiplicidad de estrategias a la hora de enfrentarse a su resolución, la variedad de resultados y la diversidad de las consecuencias de cada uno de esos desenlaces, muchas de las cuales no están exentas de cargas emocionales: religiosas, biográficas, ambiciones, miedos, esperanzas...

Así pues, palabra y razón van de la mano pero no como dos amigas bien avenidas sino como dos compañeras de viaje que forzosamente han de realizar juntas la travesía fijada pese a que no se soportan. Terrible destino al que ninguna de ellas puede oponerse por más que ambas no dejen de intentarlo una y otra vez. ¿La última solución? La inteligencia de los ordenadores. Una inteligencia salida de la inteligencia humana pero de la que se espera, casi se ansía, que sea capaz de desarrollarse y regenerarse ella misma para que de este modo el hombre, esa maravilla del universo, pueda aliviarse del pesado lastre con el que la naturaleza, los dioses, Dios, o todos juntos le han cargado: su inteligencia. Una inteligencia que, en efecto, únicamente a través de un adecuado avance del sentimiento y de la razón puede progresar adecuadamente. Ello sólo es posible a través de la palabra: hay un malentendido, hablemos; hay un problema, hablemos. Pero para hablar hay que conocer las palabras y para conocer las palabras hay que aprender y sólo es posible aprender a través de la comunicación e intercomunicación con otros hombres y esto exige escuchar, analizar, reflexionar, considerar....lo cual, a su vez, requiere de momentos de soledad. Cuando el hombre es un esclavo o está en una situación desesperada le falta todo esto y por tanto le falta la palabra y de ahí que carezca, también, de raciocinio. Sobrevivir es entonces el único objetivo, a no ser que el cansancio o la desesperación sean tan terribles que ya ni a eso se aspire.

Pero en los hombres bien comidos, bien dormidos y bien vestidos, la palabra ha llegado a ser –posiblemente siempre lo fue- una pesada carga de la que no sabe muy bien cómo puede desprenderse.
Por eso los ordenadores se han convertido en una esperanza. La esperanza de liberar al hombre de la siempre agotadora tarea de desarrollar la inteligencia con la que las fuerzas del universo le marcaron y poder dedicarse, finalmente, a la naturaleza animal, bestial, que lleva dentro y contra la que lleva luchando desde que fue expulsado del Paraíso.

El hombre moderno del moderno mundo no quiere la razón, ni la palabra ni la inteligencia. Lo que quiere es practicar su naturaleza animal, esa que constantemente le susurra que el deber de desarrollar su inteligencia cognitiva-emocional es un fardo que lleva arrastrando desde hace demasiados siglos y que le ha impedido ser un uno armónico con la Naturaleza, con el mundo en el que vive, con el Universo. Únicamente deshaciéndose de la razón podrá llegar a ser realmente Hombre, lo que realmente significa “Hombre”: Hombre-animal-naturaleza.

Y hete aquí que para conseguirlo lo primero que ha de hacer es librarse de la palabra. Para ello, nada mejor que contaminarla de carga emocional falsa-verdadera-llanto-sentimentalismo-victimismo-verduguismo justiciero (y ya sé que la palabra “verduguismo” no existe pero eso de victimismo-verduguismo suena divertido, ¿no creen?) y luego, cuando ese volcán de emociones incontroladas, incontrolables, incontroladoras, incontrolantes... se han apaciguado no queda más que los lamentos, los llantos, los quejidos, los ayes, los suspiros... pero nada más.

¿Y la razón? La razón la tendrán los ordenadores como ahora la tienen los clásicos. Las voces del pasado que no se leen, que cuando se leen no se leen directamente sino a través de otros que ya las han leído previamente, o que aseguran haberlas leído previamente, y que publican libros y libros explicando cómo hay que entender esas voces del pasado. Pero como hay tan pocos que las leen, ser considerado una eminencia en el tema depende muchas veces de la forma en que el ese erudito entra en escena. El parecer es así, junto con las emociones, otro de los grandes enemigos de la razón. El parecer está mezclado con la razón pero se niega a desprenderse de las luces de las candilejas. El parecer es la deformación estética del Ser. El parecer tiene siempre algo de sublime, de magistral, porque exige la transformación, la adaptación artística del Ser y de la realidad del Ser a una nueva forma de Ser y de Realidad que no tiene nada que ver con lo realmente real pero que es sumamente agradable (o desagradable) de observar.

Además de las emociones desbordadas y desbordantes que utilizan la palabra para someterla a la naturaleza más animal, más bestial, más brutal del hombre,  y de las apariencias, que recurren a la palabra para adaptarla a su propia creación,  hay otro gran enemigo de la razón: la opinión.

El conocimiento racional forma y conforma ideas. La ignorancia sólo puede producir opiniones.

Esto que ya en su día vió Platón, ha quedado en el olvido y son muy pocos los que entienden la barbaridad, el salvajismo, la irracionalidad, la anti-humanidad, que encierra eso de “es mi opinión”. Como muy bien supo distinguir Kant, uno puede opinar sobre gustos porque ello está unido a la sensibilidad y la sensibilidad ha de ser individual. Kant, eso sí, se traicionó a sí mismo escribiendo una obrita acerca de Lo Bello y Lo Sublime, que es un tratado de generalizaciones que, por muy bien escrito que esté y por mucho que Kant intente “explicarse” termina cayendo en las contradicciones e insensateces en las que todas las generalizaciones acerca de los hombres, de los pueblos y de las naciones terminan cayendo. A veces tengo la impresión de que Kant lo escribió única y exclusivamente para pasar el rato y divertirse consigo mismo. Seguramente se divirtió tanto consigo mismo que no pudo resistirse a publicarlo para que otros también gozaran de sus ocurrencias. Es la única manera de entender esa obra. Si alguien la toma en serio, llegará a conclusiones sumamente erróneas. Y esto, claro, es una opinión porque he de confesar que desconozco las razones últimas que llevaron a Kant a escribir sobre lo bello y lo sublime del modo en que lo hizo. Pero como iba diciendo, en generalizaciones y en gustos, la opinión se impone como elemento no racional, no racionalible, no racionalizante. La opinión es individual y susceptible a variaciones porque es intuitiva y espontánea. La opinión puede ser cierta o no cierta, pero resolverlo no le compete a la opinión sino al conocimiento.

No sé por qué escribo todo esto. No lo sé. No me pregunten cuál es el punto. Más que un punto de lo que se trata hoy es de configurar-me una explicación que dé cuenta de la situación en la que nos encontramos en este momento: en la puerta de entrada al palacio de la barbarie.

De dicho palacio nos libraría el conocimiento. Nos libraría que el hombre moderno volviera a las bibliotecas, se olvidara de los best-seller, de los cómics, de los resúmenes de las obras clásicas, de las interpretaciones que otros han escrito al respecto , y se encerrara él solito con todos esos pensadores clásicos de los que tan apenas se conocen los nombres, uno por uno, a desvanarse los sesos intentando comprender qué diantres están diciendo y qué diantres quieren decir; que se decidiera a rescatar los libros clásicos de la montaña de polvo bajo la que dormitan y los usara y reusara hasta sacarles el brillo de antaño, igual que se hace con los viejos edificios cuando son restaurados para nuevamente volver a ser habitados. Pero eso exige esfuerzo, temperancia en los sentimientos, ánimo en las emociones, fe en la importancia de la tarea, soledad, dedicación... Es mejor dedicarse a elaborara teorías de la conspiración a base de opiniones, apariencias y emociones animalescas. Es mejor.

La razón fue siempre una cuestión que estuvo en manos de unos cuantos. No por políticamente elitista ni porque esos hombres poseyeran una naturaleza superior y distinta a la de los otros hombres sino justamente por todo lo contrario: por humana, demasiado humana. El hombre nunca quiso ser hombre. Hubiera preferido ser bestia o dios, pero no hombre. Ser hombre exige permanecer en la cuerda floja con el consecuente riesgo que esto conlleva: caer.

El hombre se ha caído unas cuantas veces a lo largo de su historia como hombre – siempre que estaba cansado para sostener el balanceo, que no es otra cosa que el equilibrio; ahora, según parece, está nuevamente cansado. O bestia o dios. Fuenteovejuna elige la bestia y los inteligentes se decantan por delegar su raciocinio en el dios ordenador. Unos y otros están cansados de ser hombres, del peso que conlleva ser hombre. Demasiados desgarramientos. Pero en vez de intentar coser y remendar esos desgarramientos a través de la razón, de la palabra que expresa la razón y no la emoción animal, ni la apariencia interesada e interesante, ni la opinion, sino la idea racional, el hombre desgarra total y absolutamente sus vestiduras y corre a sumergirse en la naturaleza más primitiva, o crea nuevos trajes experimentando nuevos materiales con el último propósito no sólo de que le cubran al tiempo que esconden los rotos sino de convertirlos en una segunda piel. Segunda piel, dice el hombre racional y con ello descubre la traición que se inflinge a sí mismo porque aunque él diga “segunda piel”, lo que en realidad quiere decir es “primera piel” en tanto que es la realmente visible.

Así están las cosas.

¿El punto?

El punto es que las humanidades han sido desterradas y los humanistas no sólo han sido desterrados sino que además han abandonado su tarea y se han vendido al marketing, al derrotismo, al “postureo” (vieja palabra que designaba la actitud de Fuenteovejuna en la plaza del pueblo pero que ahora sirve para designar el comportamiento de los humanistas, y digo humanistas porque ustedes ya saben en qué nivel se encuentran los intelectuales, unos porque han sido denostados y otros porque, en efecto, se han denostado a sí mismos a base de traicionar no sólo sus opiniones, que esas son perfectamente traicionables, sino sus ideas – que no pueden ser traicionadas sino únicamente refrendadas o refutadas por nuevos conocimientos y nuevas reflexiones, análisis.

En este sentido la escolástica fue un arma de doble filo. La escolástica tuvo sentido mientras se permitió a los estudiosos leer las fuentes originarias y luego las interpretaciones a esas fuentes. Se convirtió en la guillotina del conocimiento cuando se prohibió acceder a las fuentes originarias y únicamente se admitió como autoridad incuestionable lo que no eran más que interpretaciones más o menos reflexionadas acerca de esas fuentes originarias. Cuando las interpretaciones empezaron a su vez a ser interpretadas e igualmente lo fueron las interpretaciones de las interpretaciones, y todo ello, además, con la obligación de seguir los determinados cánones exigidos por la política y la religión bajo pena de ostracismo o muerte en caso contrario,  la razón sufrió un nuevo revés y de ella no quedó más que la cervantina “razón de la sin razón que a mi razón se hace, de tal manera que mi razón enflaquece.”

El hombre se hace animal y pretende legar su inteligencia al dios ordenador.

¿Cuál es el punto?

¿Aún no lo saben?

Los populismos, los populistas, los populares, el populacho, la popularidad, -Oriente-Occidente, Norte-Sur,  ateo-fanático-religioso-laico, pobre-rico, poco importa...- todo ello se dirige hacia una y única meta: la animalidad.

Mientras tanto la élite racional delega su inteligencia humana en el dios ordenador a la espera de que éste la proteja y la salvaguarde durante el tiempo de la barbarie – perdón: “estado de naturaleza”- en el que el hombre va a permanecer hasta que, quién sabe, algún día el hombre se decida a salir de dicha barbarie – nuevamente perdón, “estado de naturaleza”.

La esperanza de las élites racionales en estos momentos es que el dios ordenador se desarrolle y sostenga durante ese periodo de oscuridad. El miedo de las élites racionales es que su desarrollo llegue a ser tan efectivo que no tenga ninguna intención de hacerlo y al nuevo y radiante Prometeo-hombre no le quede más remedio que decidirse a arrebatarle la razón a los guardianes que la han estado custodiando y honrando durante todo el tiempo en el que ha permanecido dormido.

Esa es una de las esperanza-miedo de las élites racionales.

La otra esperanza de las élites racionales descansa en la posibilidad de que seamos visitados por extraterrestres y que este acontecimiento nos obliguen a ser hombres no sólo para comunicarnos con ellos sino también para afirmarnos como especie ante ellos. El miedo de las élites racionales es que los extraterrestres sean bestias con cerebro de modo que o nos exterminen, o nos esclavicen o nos lancen a las cavernas. De todos los miedos, éste último es el que menos nos debería preocupar. Al paso que vamos si no lo hacen los extraterrestres, lo conseguiremos nosotros solitos y por deseo propio.

Me encantaría ser optimista.

Me encantaría poder creer en un milagro.

Lo único que acierto a ver en el horizonte son los tambores no de la guerra; peor aún: de la barbarie.

¿Comprenden ahora por qué hace tantos días que no escribo?

Uno nunca debería escribir sin vislumbrar al fondo del túnel una pequeña luz.

Y la estrella lo único que dice, lo único que acierta a repetir es: “Sigue, sigue adelante, sigue”

Y yo no sé adónde. No sé adónde. No lo sé.

Y sigo, sigo, sigo. 

Con el traje desgarrado a jirones.

Sigo.

La bruja ciega.


Monday, September 5, 2016

Negar la realidad no significa cambiarla

Eso es lo que le digo a Carlota cada vez que ella se empeña en seguir en su mundo de nubes rosas.  A veces, incluso las hadas, por muy hadas que sean, han de regresar a este mundo y contemplarlo desde su dimensión más inmediata y no de arriba a abajo, que es como normalmente lo observan y por eso todo lo ven más pequeño,- las alegrías como las tristezas -, y por eso, tal vez, pueden ser más equilibradas en lo que a los sentimientos se refiere. En cambio las brujas estamos dentro y bien dentro del mundo; dentro de su materialidad. Por eso sus miserias nos resultan tan conocidas como su fortuna y por eso, también, lloramos tan fuerte como reimos.

Y sin embargo...

Sin embargo a las hadas, justamente por ser hadas y permanecer fuera del mundo real, les está permitido mantener un optimismo vedado a las brujas. En efecto, incluso en nuestros momentos más alegres y risueños nos sentimos inundadas por una especie de vago desconsuelo porque somos conscientes de que esos instantes dichosos son también etéreos y se irán como han venido: sin sentir. Aunque para no faltar a la verdad es igualmente cierto que incluso en las peores adversidades atisbamos un rayo de sol en la distancia por aquello de que “no hay mal que cien años dure”. Así pues, ni nuestra felicidad nos proporciona alas ni nuestros quebrantos nos precipitan al vacío. Carlota en cambio, vuela cuando el júbilo la inunda y se deja caer extenuada cuando su alma alberga el desaliento. ¿Conocen ustedes la tristeza de un hada? Es terrible. No sólo ellas sufren: el mundo siente su dolor y permanece quieto, silencioso, sin saber qué hacer. Es entonces cuando las brujas tenemos que encargarnos de la situación y luchar por conseguir que alcen nuevamente el vuelo y que el mundo recupere su equilibrio. Ello sólo es posible comprendiendo lo que en esencia mueve a las hadas: la luz.

Carlota está a favor del burkini, esa prenda que es una prenda de vestir pero que hemos de aceptar que no es simplemente una prenda de vestir porque el burkini lleva aparejado un concepto religioso-moral. Carlota está convencida de que en una sociedad abierta y plural las diferentes religiones pueden convivir en paz las unas con las otras. Carlota está tan convencida de la fuerza del laicismo y de la tolerancia que no admite, ni por un instante, que algo pueda acabar ni con el uno ni con la otra.
En cambio, yo, la bruja, contemplo el burkini y veo cómo se introduce de puntillas el concepto religioso-moral de una religión que, al igual que la católica, intenta ser universal – de ahí que la conversión ocupe uno de sus pilares fundamentales- y que promete el disfrute de las huríes a los varones creyentes. No deja de tener un punto de ironía: que obliguen a las mujeres a llevar al burkini hombres para los que la recompensa celestial son mujeres con cuerpos y rostros de celestial belleza. Lo que me intranquiliza, sin embargo, no es en absoluto cómo está conformado el Paraíso sino el deseo terrenal de una religión, sea la que sea, por llegar a ser universal. A Europa le ha costado siglos conseguir limitar las injerencias del clero en la marcha de los asuntos políticos. En los países árabes esto todavía no ha sido logrado, y al paso que vamos tampoco parece que vaya a serlo en mucho tiempo. Más bien al contrario: la tradición islámica se asienta allí con cada vez más fuerza y si algo la paraliza no son las fuerzas externas sino las controversias y disputas que habitan en su mismo interior. Mi oposición al burkini nace de mi pesimismo ante la creencia de que el laicismo pueda mantenerse mucho tiempo en pie frente a un embate de semejantes dimensiones. Que además unas divertidas monjitas decidan bañarse en el mar vestidas con su hábito no hace más que incrementar mi angustia porque yo, que vengo del catolicismo más castizo y más rancio, o sea, el español, todavía me acuerdo de las luchas y esfuerzos de las monjas durante los años ochenta por deshacerse del hábito, dejar el convento e irse a vivir en comunidad en pisos alquilados. Ahora, por lo que parece es otra la idea. Y que conste que ya lo dije en su día en mi comentario a las Cartas Persas: con tanta mujer transformada en carne con ojos no está lejos el día en que se nos vuelva a encerrar en el convento, en el harén o en la cocina.

Optimismo contra Pesimismo

Laicismo contra Orden Eterno e Inmutable.

Hadas o Brujas

O Equilibrio...

Ustedes, claro, no han visto la serie “Merlin”. Demasiado baladí. Es una de esas series que mejoran a medida que avanzan. En los primeros capítulos el espectador tiene la impresión de que asiste a la función del seminario de teatro que los aventajados alumnos de secundaria han preparado, pero conforme prosigue la historia, los personajes van tomando consistencia y hay momentos en los que incluso llega a irradiar sabiduría. Por ejemplo, el capítulo en el que el Arturo tiene que matar al fantasma de su padre porque él, Arturo, no es su padre y quiere hacer las cosas de forma distinta, además de que las circunstancias cambian y otras han de ser las medidas a adoptar y otra la actitud a seguir. Arturo tiene que matar al fantasma de su padre porque el fantasma quiere continuar la tradición que no es más que su propio modo de concebir la existencia sin comprender que la existencia tiene su peculiar e independiente forma de Ser. Arturo tiene que matar al fantasma de su padre porque a su padre únicamente le importa la supervivencia inamovible del reino por él establecido, mientras que todo el esfuerzo de Arturo se encamina a la consecución de Albión: reino de reinos. Pero no nos engañemos: el uno, el fundador de Camelot, es tan poco globalista como el otro, el fundador de Albión. La diferencia estriba en que el fantasma del padre de Arturo defiende una horda y Arturo busca establecer una comunidad y una comunidad gobernada, por ende, al modo y manera del diálogo habermasiano. No sale bien del todo: el diálogo habermasiano, como todos los discursos ético-racionales, se olvida de las ambiciones y pasiones humanas. El único que no se olvida de ellas es Maquiavelo en sus magistrales Discursi y por eso, justamente, es poco leído y aún menos considerado. Qué le vamos a hacer. Hasta cierto punto es comprensible: quién no preferiría ser un hada antes que bruja...

Pero siguiendo con nuestras disquisiciones: las pretensiones de Arturo no son globalistas. Y no lo son por dos motivos: el primero por aquello que suele repetir mi amigo Jorge: “Lo grande te hace perder la noción del tamaño y lo gigantesco te pierde a tí”. Y en segundo lugar porque Arturo organiza su gobierno sentado en una mesa redonda, estableciendo así lo que más tarde constituirán las pautas del discurso habermasiano, y es que el diálogo habermasiano, se diga lo que se diga, no es ni globalista ni universal. El diálogo habermasiano es, en esencia, comunitarista, en tanto en cuanto el diálogo de los participantes es únicamente posible por la armonía  en los niveles lingüísticos y en las estructuras mentales que éstos manejan y que les permiten, en caso de disputa, armonizar los diferentes criterios y alcanzar acuerdos. Las partes dialogan como partes de un mismo sistema de esquemas y de valores dentro de una mesa que por muy redonda que sea no deja de ser limitada en lo que al número de participantes se refiere. Pero eso sí, el hecho de hablar un "mismo" lenguaje les posibilita llegar a a un equilibrio que ellos denominan "consenso".

El equilibiro es necesario

Equilibrio entre el optimismo a veces ensoñador de las hadas y el pesimismo a veces derrotista de las brujas.

Equilibrio entre lo distinto dialogante y lo distinto inconciliable.

Equilibrio entre la vida y la muerte.

Equilibrio entre lo que es, lo que será, lo que puede ser, lo que no es y lo que fue.

Equilibrio es lo que una y otra vez buscan conseguir los aliados del rey Arturo y los abanderados de Albión...

Equilibrio es también lo que una y otra vez repite la Antigua Religión del reino de Camelot, religión arrojada y desterrada a lo más oculto del bosque porque los nuevos tiempos han llegado y con ellos las nuevas creencias. 

Equilibrio.

El Ayer lucha por su supervivencia y el Hoy pelea por instaurarse definitivamente en el ser. Pero mientras  lo Nuevo está apoyado por numerosas simpatías, la única que se mantiene fiel a la Antigua Religión es una mujer: Morgana. Incluso Merlin, casi al final de la serie, termina traicionando a la religión mágica que él mismo representa porque con esa traición al Ayer Merlin busca asegurar la existencia del Hoy. Paradójicamente con esa traición que simboliza ante todo, una traición a sí mismo, a su mundo, a su esencia más profunda, todo cuanto él mismo representa, y que pretende salvar al Hoy queda sentenciada la muerte de Arturo, el hombre que quiere lograr hacer realidad Albión, reino con el que tantos sueñan y por el que tantos han sacrificado sus vidas. 

Equilibrio...

Equilibrio es la palabra clave que la Antigua religión una y otra vez repite.

Consenso es la palabra con la que los nuevos tiempos denominan al "equilibrio".

Equilibrio es la palabra que al día de hoy Alemania no se atreve a pronunciar. Y no se atreve porque, sencillamente, tiene miedo de contemplarse en el espejo de la verdad.

La verdad, ¿qué es la verdad?

La verdad es que hace veinte años en los multiculturales campus universitarios germanos los estudiantes extranjeros ya éramos advertidos por otros estudiantes extranjeros de que la simpatía y apertura que se les mostraba duraría exactamente dos años. Transcurrido este tiempo al forastero se le empezaría a preguntar con suma cortesía cuándo pensaba irse. La verdad es que incluso en los multiculturales campus uno escuchaba cómo más de uno y más de dos suspiraban con tristeza “es que somos demasiados"; poco importaba que ese uno y ese dos tuvieran parejas extranjeras. Ese “es que somos demasiados” no tenía nada que ver con xenofobia, ni siquiera con angustia existencial; más bien con insuficiencia respiratoria: les faltaba aire, el aire de la libertad. La verdad es que los turcos, con esa desintegración que se ha hecho más visible en la tercera generación, no se lo han puesto fácil. La verdad es que las exigencias de los recién llegados que se quejan de todo antes incluso de haber aterrizado, tampoco. Es verdad que el fantasma del nazismo todavía se pasea por los cementerios y las calles colindantes en los días de lluvia. El alemán quiere olvidar y seguir hacia delante. El fantasma le persigue por los rincones y el alemán tiene que matarlo al tiempo que los intrigantes y los enemigos intentan colarse por las rendijas de las puertas del castillo y estos son tantos y tan dispares que ya no sabe ni a quién creer. ¿Quién es el enemigo? ¿El ortodoxo Putin o el musulmán Erdogán o el americano Trump-Hillary o el Grecia-Brexit o todos? El alemán lucha contra el fantasma del pasado, para que no resucite pero al tiempo que lucha contra su fantasma ha de dilucidar clara y serenamente quién es su enemigo real en el palacio.

Enemigos espectrales que quieren volver a ser reales y enemigos reales que se le aproximan en forma de visiones.

O Hadas o Brujas o equilibrio.

Hadas: Cada cual según su criterio y Dios en casa de todos pero cada uno en la suya; juntos pero no revueltos.

Brujas: Cada cual según su criterio con el garrote en una mano para atizar al que quiera que su criterio sea mi criterio y la escoba voladora en la otra para salir huyendo en cuanto ése que está empeñado en que su criterio sea mi criterio comience a ganar la partida.

El equilibrio de ambas: lo más difícil de conseguir. Veamos: cada cual según su criterio, Dios en casa de todos pero no revueltos y leyes que aten a ese que pretende que su criterio sea mi criterio sin que nadie piense, o haga pensar, que tales leyes impiden la libertad de los ciudadanos que quieren vivir según sus criterios, con islas tranquilas en las que poder guarecerse en épocas de tormenta.

Equilibrio.

El Afd ha ganado.

Equilibrio de resultados, necesidad de diálogo.

Y es ahora, ahora, cuando los nuevos tiempos que habían colocado en el centro de la sala la mesa redonda del Rey Arturo a fin de que el logro del equilibrio-consenso basado en el diálogo habermasiano, resultara más fácil de obtener, se encuentra con un invitado disonante y todos, claro, le echan la culpa a la señora Merkel por haber roto el diálogo consensuado sin entender que es, precisamente, la señora Merkel la que ha hecho posible ese diálogo consensuado. La señora Merkel ha hecho lo que nadie se atrevía a hacer: coger el toro por los cuernos, o sea agarrar al fantasma por el cuello y llevarlo al centro de la mesa para exponerlo a la vista de todos.

Lo dije en su momento y lo repito. El tema de los refugiados no era un tema político como tampoco era un tema alemán, ni húngaro ni español ni austriaco. Era un tema social y era un tema europeo. Lo que la señora Merkel les ha mostrado y demostrado a los ciudadanos europeos es que una gran parte de la sociedad europea desea que se construyan muros cuanto más altos mejor, que no se deje entrar ni a extranjeros ni a extraños, que se acoten las fronteras, que se vigilen y que se defiendan cueste lo que cueste dicha defensa. Eso es lo que la señora Merkel ha mostrado y demostrado a los buenos y honestos ciudadanos europeos dejando entrar a tantos refugiados.

¿Qué hubiera pasado si la señora Merkel se hubiera opuesto a la entrada de refugiados?

Habría sido acribillada por muchos de los que ahora le recriminan su debilidad. Cuando los refugiados empezaron a llegar, una gran parte de la población alemana los recogió como recoge el penitente su cruz: para lavar su culpa. Eso fue lo que animó a tantos a ayudar. Pero los alemanes veían con desespero que sus fuerzas se agotaban, que los recursos escaseaban, que esos refugiados no sólo eran refugiados sino problemáticos, que una parte de Europa ignoraba sus esfuerzos y otra parte les incriminaba el dejarlos pasar. En los periódicos españoles la avalancha a la que los voluntarios alemanes hubieron de hacer frente pasó sin pena ni gloria, dando en cambio grandes titulares a los albergues quemados por la extrema derecha; no se ha hablado de los cursos de aprendizaje del alemán, de los cursos de formación profesional, de las clases que se han habilitado y que han sido creadas especialmente para los nuevos escolares a fin de conseguir una integración efectiva en un momento posterior. De eso apenas han tenido noticias los lectores españoles que aún creen que las pocas decenas de emigrantes que han llegado a la Península es por culpa de la señora Merkel, o que lloran de emoción al ver lo bien que España, al contrario de lo que pasa en otros lugares, ha sabido acogerles. Incluso trabajo les ha dado.

La señora Merkel hizo  lo único que entonces era posible, por razonable y sensato, hacer: dejar pasar a los refugiados. Los alemanes han podido lavar las culpas de sus abuelos y bisabuelos, los ciudadanos europeos han tenido que abandonar su hipocresía, la doble moral que su doble discurso sostenía, y no les ha quedado más remedio que aceptar que lo que ellos quieren en realidad es “Europa para los europeos” y la sociedad, la de derechas tanto como la de izquierdas, han tenido que aceptar que se puede recoger a unos pocos refugiados pero ayudar a muchos es, sencillamente, imposible. Los europeos han tenido que aceptar que tienen muchos ideales pero que ser hermanitos de la caridad no está entre sus más inmediatos objetivos.

Lo que ha hecho la señora Merkel es conseguir algo que hasta el momento no existía: el consenso social.

Si hace un año, la señora Merkel hubiera dicho que no a la entrada de refugiados, la extrema izquierda se le habría lanzado al cuello. No sólo la extrema izquierda: también los penitentes y todos aquellos que han vivido sumergidos en el complejo de culpabilidad por los crímenes cometidos por la generación de la guerra. Si hace un año la señora Merkel hubiera dicho que no podía acoger a los refugiados, Europa entera, esa Europa hipócrita que dice “a” y “no a” por miedo a equivocarse y que justo por eso termina convirtiéndose en un nuevo Hamlet en el que sólo los culpables sobrevivirán, sean cual sean esos culpables, se hubiera alzado en una única voz al grito de “Inhumana”. Si hace un año la señora Merkel hubiera cerrado las fronteras, no hubiera podido evitar seguramente algún disparo suelto o algún herido accidental y en ese caso no sólo Alemania, no sólo Europa ¡el mundo entero!, habría echado el grito en el cielo. ¿Se acuerdan ustedes de las reacciones que provocó la periodista que le puso la zancadilla a uno de los refugiados? ¡Imagínense que se hubiera tratado de soldados tiroteando a diestro y siniestro!

Digan lo que digan, lo cierto es que la señora Merkel actuó como tenía que actuar y en vez de criticarla como se la critica, tendría que ser alabada y ser reverenciada por dejar al descubierto el cisma entre el deber ser y el ser, entre los sueños y la realidad, entre lo que dice quererse y lo que verdaderamente se quiere.

La señora Merkel ha desenmascarado Europa.

Y todavía muchos se sorprenden de la victoria del Afd, victoria conseguida pese a las rencillas y desacuerdos internos. ¿Seguirá ganando? Depende.

La cuestión armenia aclarada primero, y no aclarada después, supone un problema para muchos alemanes, sobre todo porque se trata de una cuestión de principios. Y si para contentar a Turquía-Erdogán ha de aceptarse suavizar la cuestión armenia, otro buen puñado de alemanes votará al Afd.

Se dice y se repite que el Afd es un intruso en la mesa política. Lo es. El Afd es el intruso social disconforme con lo que allí se decide. El Afd es el plebeyo que entra para dar un puñetazo en la mesa y poner los puntos sobres las ies; lo que él considera que son los puntos sobre las ies. Algunos esperan que llegue, grite lo que tenga que gritar y desaparezca y por eso lo ignoran, lo cual tendrá el efecto de exasperar los ánimos aún más; otros en cambio, esperan utilizar a ese plebeyo para sus propios beneficios e intereses y no dudarán en intentar conseguir que su puñetazo reciba más consideración de lo que se merece y lo que es una protesta termine convirtiéndose en una revuelta y la revuelta en una guerra al estilo de la guerra de los treinta años.

Eso son los peligros que el Afd entraña.

Se requiere, pues, el Equilibrio.

Las hadas: creen a pies juntillas en el diálogo habermasiano.

Las brujas en la ley del dique y el embate, la ley del más fuerte.

El equilibrio entre ambas ideas: un diálogo habermasiano basado en la ley del dique y el embate, en la que o bien el dique sea capaz de sostener la avalancha que desde dentro le presiona tanto como la de fuera, o bien termine el dique desplomándose y las fuerzas de uno y otro lado terminen anulándose mutuamente debido a la mezcla que el combate origina; mezcla compuesta de los muertos a causa del choque frontal, a los cuales les importaba poco morir y por eso se habían situado en cabeza, y de los vivos de la retaguardia. Seguramente Carlos Saldaña tenía razón y al final, el único realmente caído en desgracia sea el dique de contención.

Se requiere el equilibrio.

El problema: que el significado del término equilibrio es en la Antigua Religión  distintinto del que se sustenta en la concepcion arturiana-habermasiana.

La concepción de Arturo del equilibrio es el resultado final que surge a partir de una serie de opiniones dispares pero armonizables y consiguientemente armonizadas a través de un diálogo en igualdad de condiciones.

En  cambio, en el equilibrio de la Antigua Religión no hay armonización que valga. El equilibrio expresa más bien un intercambio: una vida por una muerte, una muerte por una vida; un hada por una bruja, una bruja por un hada.

A estas horas, a más de uno y a más de dos, les resulta completamente indiferente la cuestión de si el islam es una religión de paz o de guerra, si tiene capacidad para convivir con otras religiones y con otras ideas o no, si sus componentes pueden integrarse o no.

A estas horas, la victoria del Afd expresa que es hora de tomar en serio el puñetazo en la mesa y empezar a escuchar las reivindicaciones del Otro: de ese que no es musulmán, que no quiere burkini y que quiere estrechar la mano de su maestra cuando se reúne con ella para tratar temas escolares, de ese que desconfía de los forasteros tanto como de su vecino y que no tiene ningún problema en enfrentarse a ellos como tampoco tiene ningún problema en enfrascarse en trifulcas con ese que vive al otro lado del seto y que haga lo que haga le molesta por la sencilla y simple razón de que le quita el poco aire de que dispone para respirar.

La victoria del Afd exige encontrar el equilibrio entre dos “yo” enfrentados; el equilibrio entre dos “otros” que no son “otros” a la manera de Levinás sino a la manera de la teoría de los opuestos pero que reclaman ser tratados como el "Otro" de Levinás. Hasta ahora el Otro del que una y otra vez debían ocuparse los políticos a la manera del "Otro" de Levinás eran los recién llegados, los extranjeros. Ahora ese "Otro" que exige ser considerado al modo de Levinás es el de adentro y es él el que pide la atención de los padres de la patria y la pide a gritos porque se siente abandonado y desatendido.

Y aquí estamos:

El "Otro" al modo de Levinás llegado de Afuera

El "Otro" al modo de Levinás que ya está  Adentro

Pero curiosamente ninguno de ellos reclama el equilibrio a la manera de Arturo, ninguno de ellos busca el equilibrio a través del diálogo armonizador, conciliante y consensuado sino que, sorpresa de sorpresas, entre tantas diferencias ambos encuentran un punto en común: ambos persiguen el equilibrio a la manera de la Antigua Religión; esto es: a la manera del intercambio: una vida por una muerte, un prisionero por una libertad.

Este tipo de equilibrio que la Religión Antigua defiende es justamente lo que hace prácticamente imposible que en el litigio entre el Afd y la religión musulmana pueda introducirse en la estancia de la mesa redonda del Rey Arturo para poder sentarse a discutir sus posturas. Sencillamente ninguno de ellos, ni el uno ni el otro, la quiere y mucho menos la tolera. Los unos no quieren mezquitas y a poder ser, tampoco vecinos mientras que los otros se niegan a estrechar manos de maestras al tiempoo que reivindican el burka. Ambos grupos aspiran a instaurar, imponer, o como ustedes quieran llamarlo, su Orden Eterno e Inmutable, lo cual – habida cuenta de que el laicismo se ha traicionado a sí mismo del modo tan ruin en que lo ha hecho- resulta incluso comprensible.  

Por lo que a mí respecta yo necesito, hoy más urgentemente que nunca, la mesa redonda de Arturo.

Hay algo peor que no poder respirar porque hay demasiada gente.

Y es no poder respirar porque el aire está enrarecido a fuerza de no abrir las ventanas para evitar resfriarse.

La bruja ciega.