Y fue ayer, justamente ayer, en una de mis conversaciones con Jorge, cuando
comprendí, casi por casualidad, que mi relación con la literatura no había sido
siempre la misma. Estábamos hablando acerca de libros y autores y en un momento
dado Jorge me preguntó por qué Mark Twain era uno de mis autores favoritos.
Tuve entonces que explicarle que mi sentimiento hacia él era más de
agradecimiento que de admiración. Cuando leí mi primera novela yo tenía ocho años.
Hasta aquel entonces yo había devorado unos cuantos tomos de cuentos y algunos
cómics pero un buen día, surgido de la nada, apareció entre mis manos un
ejemplar de Tom Sawyer. Lo estuve ojeando unos cuantos días hasta que me decidí
a abrirlo por la primera página y desde ese momento ya no pude parar ni con el
libro en particular ni con la lectura en general. La soledad, que ha sido a fin
de cuentas mi única compañera a lo largo de mi vida, encontró en Tom un amigo con el que recorrer el sendero de la vida. Tom Sawyer fue, hasta bien entrada la
adolescencia, la persona que yo más cercana sentí a mi lado. Ambos compartíamos el
amor por la libertad, por la individualidad, por la naturaleza, a ambos nos
gustaba correr aventuras, enfrentarnos a lo desconocido y ambos, al mismo
tiempo, éramos demasiado burgueses como para romper con la sociedad a la que
pertenecíamos. Queríamos y soñábamos con ser héroes, pero héroes que vivían en
una familia y en una sociedad aunque fuera una familia y una sociedad con la
que no nos sentíamos en absoluto identificados y que a veces apretaba nuestra
alma tanto como apretaban los zapatos los pies de Huckelberry Finn. La única
diferencia con él es que Tom y yo nos los calzábamos pese a las rozaduras y a
Huckelberry Finn conseguirlo le llevó más tiempo y sólo gracias al afecto que
sentía por su bienhechora la viuda Douglas. A decir verdad, aún no estoy segura
de que una vez fallecida la viuda Douglas Huckelberry no se apresurase a desembarazarse de ellos. En
resumen: los deseos de aventura de Tom y yo se mantuvieron siempre dentro de
los cánones permitidos por la sociedad y nunca, ni por un instante, sentimos ni
el deseo ni la necesidad de situarnos de cara en contra a la sociedad en la que vivíamos.
Como dos buenos burgueses Tom y yo conocíamos la importancia de los límites y por ese
motivo queríamos ser libres hasta donde las barreras de la sociedad lo
permitieran. Queríamos descubrir el mundo, no renunciar a él.
Sin embargo,
llegado un momento en la conversación con Jorge me escuché a mí misma desvelándo-me la verdad: la literatura
en ese primer estadio había constituido un refugio. Los libros eran el lugar en
el que yo me encontraba con el mundo que yo realmente amaba: el de las
aventuras, el de las amistades auténticas, el de los grupos leales, el de los
caballeros andantes que arriesgan su vida por salvar a un amigo o al amor de su
vida... El mundo de los libros me había abierto las puertas de entrada a otro mundo y yo me
introduje en él igual que se introducen los físicos teóricos en el universo
gracias a sus estudios. Ellos, los físicos teóricos, y yo habitábamos en
mundos distintos separados del Mundo que se conoce como “Real”.
La literatura fue, ahora lo comprendo, el refugio en el que transcurrió el tiempo inicial de mi existencia. Carlos fue el primero en percatarse de ello, pero lejos de sacarme o de permitir que los demás se adentraran en él, me dejó seguir tranquila
en aquel mundo de luces y de colores donde todo era rosa, donde las tristezas
eran pasajeras porque la felicidad era siempre el resultado final incluso cuando ese resultado final era
trágico. Compréndanme yo había leído “Tiempo de Silencio”, de Luis Martin
Santos; yo había leído “El árbol de la ciencia”, de Pio Baroja y “los Cipreses
creen en Dios”, de Delibes, pero esas obras habían pasado por mi alma casi sin
rozarla. Lo único que pensé de sus personajes es que además de ser sumamente
aburridos no tenían espíritu suficiente para sentir la luz del sol y por tanto
qué otra cosa se podía esperar de ellos y de sus vidas.
La crisis, mi primera gran crisis, la tuve con “Crimen y Castigo” de
Dostojewski y con “El Proceso” de Kafka. Casi me muero, -o me matan-, lo reconozco.
Fue terrible. Me sumergieron en un mundo gris, negro, mísero y trágico. Nada
que ver con “Los Miserables”, de Victor Hugo cuyo final romántico borraba de un
plumazo todas las visicitudes pasadas. Es cierto que el anodino mundo de la
provincia francesa al que yo había visitado de la mano de Stendhal no me había dejado un buen sabor de boca, pero mi única conclusión fue que una mujer tiene
que ser lo suficientemente fuerte para llegar hasta el final o no serlo en
absoluto y ya no le dí más vueltas a la cabeza. Aquellas mujeres asfixiadas en
su propia necedad y estrechez de espíritu y formación no eran muy diferentes de
algunas de mis comilitonas, así que no sentía por ellas y por su destino nada
que no fuera desprecio. En cambio, Kafka y Dostojewski abrieron el infierno, el
mismísimo infierno, ante mis pies. Ni siquiera “La Divina Comedia” de Dante me
resulta tan terrorífica como el que me fue mostrado en aquél entonces. “La
Divina Comedia” es, por así decirlo, la Cámara de los Horrores pero aquí el
Horror no tenía forma, ni nombre, ni rostro. El Horror en las obras de
Dostojewski y Kafka era un horror silencioso, espectante, vacío. Un horror
desprovisto de sangre y espíritu que ni siquiera se caracterizaba por ser
físicamente violento. (El asesinato perpetrado por Raskolnikov era, eso me
pareció a mí, uno de los crímenes menos violentos de la historia de la
literatura). Las novelas de ambos autores mostraban la imagen del Horror más
absoluto, más espantoso sin necesitar que sus personajes exhalaran un gemido de
dolor. El infierno no estaba construido a base de fuego y de gritos.
El verdadero infierno, entonces lo comprendí, era la Nada.
Huí. Huí tan rápidamente como pude y caí en los brazos del “Napoleón de
Notting Hill” de Chesterton y en los de P. G. Wodehouse. La combinación de la Nada
con el humor británico no resultó tan beneficiosa como yo hubiera deseado y me
dirigió hacia la nada agradable Estepa del Sin-sentido, de la que – cual
viajero Ossendowski que atraviesa la Mongolia no tanto para recorrerla por gusto sino para huir
del peligro y llegar a puerto seguro, no salí antes de haber superado unos
cuantos terribles obstáculos, de los cuales no siempre salí bien parada.
Mi único objetivo, -objetivo desesperado, por cierto-, era llegar a ese
mundo libre, brillante, luminoso, diáfano, compacto y claro que yo había dejado
atrás, ignorando que si algo me había permitido salir del infierno de la Nada y
de la Estepa del Sin-Sentido había sido, precisamente, ese mundo diáfano, el
mundo de Tom Sawyer, que yo seguía llevando, aunque fuera de modo
insconsciente, conmigo.
Lo conseguí a medias. Nunca más volví a ser la que había sido. El flemático
humor inglés unido al desconsuelo de habitar un mundo universitario que lo
único que me pudo ofrecer, o lo único al menos que yo supe encontrar, fue un
mundo de cháchara inútil mientras los listillos de turno se concentraban en
trabajar por la puerta de atrás y sin ser notados por los demás un puesto de
trabajo, no me lo puso fácil. Fue por aquél entonces cuando conocí a Carlota, a
Jorge, a Paula y a Carlos y no pasó mucho tiempo hasta entrar en contacto con
Fernando Marjó, Esteban (un joven periodista) y un médico llamado Joaquín
Valls, amigo del padre de Carlos y de un abogado llamado José Balmani. Sin
embargo yo seguía anclada en la Estepa
del Sin-Sentido cuando una bocanada de aire llegada del Mundo Real, del auténtico Mundo Real, me abofeteó la mejilla, me propinó unos
cuantos puñetazos y me tiró al suelo. -
“¿Qué haces aquí?”, me preguntó iracunda. A duras penas conseguí
entreabrir mis ojos. La realidad que había venido a despertarme era una
realidad dura, fria, una realidad en donde lo único que importaba era cumplir
con el deber, ser eficiente y en el que el aspecto amor, romanticismo, sueños,
no tenían cabida. La realidad que había escuchado mi llamada de auxilio era
todo menos sensible y dulce. Para aquella Realidad
Real del Mundo Real yo era
simplemente “algo” sin que yo, hasta el día de hoy haya sido capaz de definir
ese “algo”, porque lo cierto es que nada de lo que yo había considerado personal,
individual e intransferible hasta ese momento, o sea, mis virtudes y mis
defectos, mi carácter, mi forma de ser y de sentir, le importaban a esa Realidad Real del Mundo Real lo más mínimo.
Había salido de la Estepa del
Sin-Sentido para ser recogida por el
Desierto de la Indiferencia. Pero como en cualquier desierto que se precie,
los bandoleros y maleantes estaban al acecho y tuve que aprender a ser
cuidadosa para salir sin ser vista y actuar sin ser observada para evitar
ataques y enfrentamientos innecesarios.
En el Desierto de la Indiferencia
la Realidad Real del Mundo Real se acercó para preguntarme
dónde diantres había estado metida. “Eres un extraterrestre que hasta ahora ha
tenido la suerte de que le dejaran en paz, pero eso se ha acabado” No había
odio en el tono de la Realidad Real del
Mundo Real, ni siquiera maldad o inquina. Era, simplemente eso, una
constatación objetiva. ¿Lo era? ¿Realmente lo era? No lo sé. ¿Hubiera podido
imponerme a esa Realidad Real del Mundo
Real? ¿Hubiera podido domarla como otros lo hacían? Sí. No cabe duda. Pero
para conseguirlo hubiera tenido que renunciar a una serie de valores a los que
yo, con o sin indiferencia, no estaba dispuesta a renunciar. Hay momentos en
los que en el Mundo Real uno debe
escoger entre él y sus intereses propios y él y sus convicciones, porque de
repente interés propio y convicción (lo que es auténtica convicción) se han
separado, escindido y uno se encuentra desgarrado desde lo más profundo de su
ser.
Yo elegí mis convicciones y renuncié a mis intereses. Sabía lo que hacía y
lo volvería a hacer nuevamente. Esta vez, eso sí, con menos desgarramiento y
con más resignación, o sea: con más aplomo. Hubo muchos que estando en mi misma
situación eligieron sus intereses y renunciaron a sus convicciones. Hubo
algunos, una reducida minoría, que pudieron conciliar ambos.
Elegir mis convicciones me condenó a quince años de trabajos interminables,
a quince años en los que leer fue prácticamente imposible; quince años que, sin
embargo, llegaron a su fin sin que ello significara la posibilidad de dedicarme
a mis intereses. Yo había quedado enclaustrada en uno de los numerosos
submundos intermedios del Mundo Real,
uno de esos submundos de la zona gris en la que inevitablemente siempre se
queda parado en el ascensor de modo que la puerta de abajo está demasiado abajo
y la puerta de arriba, demasiado arriba y ello impide salir lo mismo que pedir
ayuda porque uno ni es visto ni es oido. Hay además en ese Mundo Real tantos ascensores que si uno está estropeado no hace
falta perder tiempo en arreglarlo. Se coge otro y punto. Eso sin olvidar que la
vida es un camino con muchas ramificaciones pero como todos sabemos la elección
de una de ellas cierra el acceso a otras tantas. La mayor parte de los senderos
habían quedado vedados para mí en el transcurso del tiempo; el de la
literatura, sin embargo, se había abierto como se abre el oasis en el desierto
al viajero sediento: pleno de luz y radiante de esperanzas.
Desde ese instante la literatura se ha convertido no en el refugio que fue para las tristezas infantiles de mi niñez sino en el maestro que explica al extraterrestre cómo poder
comprender a esos extraños terrícolas y en
qué consiste ser humano y ser hombre. Las novelas que desde entonces he leído
me han enseñado en qué consisten los juegos de poder, en qué consiste la
supervivencia. He conocido a Remarque, a Brecht, a Klaus Mann, a Heinrich
Heine, a Thomas Bernard, a Zweig, a Lutero, a Bradbury, a Huxley... gracias a
ellos he comprendido en qué consiste la Realidad
Real y cuál es el auténtico papel de la literatura en nuestras vidas, o al
menos en las nuestras. Lejos de lo que suele
creerse, la misión de la literatura no es ayudar a soñar sino enseñar a vivir. Su
fundamental misión no es transportarnos a mundos de ilusión sino mostrarnos en
su más auténtica forma y fondo qué cosa es el Mundo Real así como los
diferentes modos y maneras en que uno puede o bien navegar o bien hundirse
mientras surca a lo largo y ancho de sus cauces. Y es ahora, justo al comienzo
de ese entender, cuando muchos, décadas más jóvenes que yo, al observar mi
sorpresa me preguntan en tono burlón a veces, cariñoso otras, que dónde he
vivido todos estos años, que cómo es posible que ahora empiece a saber lo que
ellos saben desde “hace siglos”, dicen.
Y yo no contesto. Elevo mi vista hacia el cielo nocturno en busca de alguna
respuesta. La estrella arriba, la literatura abajo. En medio de ambos mi
soledad y yo. Pero después de todo el problema de “la soledad” y del “yo” no
radica ni en “la soledad” ni en el “yo” sino en qué se hace con ellos. Definitivamente,
en mi caso, sin la literatura y sin la estrella poco puedo alcanzar.
Mientras tanto, la Realidad Real del
Mundo Real sigue paseando impasible su indiferencia.
Pero ustedes todo esto, claro, ya lo sabían.
La bruja ciega.
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