Escribir se convierte en más de una ocasión y en más de dos en una pesada
carga, sobre todo cuando se trata de una obligación y no de lo que debiera ser:
una actividad catársica, el encuentro de uno mismo con su sentimiento y su
razón. ¡Ah! El sentimiento y la razón... todos hablan de ellos pero definir lo
que dichos conceptos significan e implican resulta tan difícil como expresarlos
en su justa medida. A veces uno dice “te mato” y es un simple reflejo de su
enfado, otras es una advertencia y otras, en efecto, es un hecho. A veces uno
da un beso y es el beso de Judas y otras, en los que uno, da un bofetón a su
novio o a su novia, es la consecuencia de una amor tan profundo como
incontrolado e incontrolable por aquéllo de que “hay amores que matan”.
Determinadas personas aguantan “carros y carretas” de vampiros emocionales y narcisistas
varios llevadas de un amor mal entendido y sin embargo, esas mismas personas deforman
y mancillan el honor de los que sinceramente les aman pensando que su amor es
hipócrita e interesado y cuando finalmente esas personas las abandonan creen
que tenían razón en sus consideraciones.
En cuanto a la razón.... la única forma que yo conozco es la palabra.
Incluso las fórmulas matemáticas han de ser explicadas apoyándose en ella. No
obstante, hablar es, hoy como ayer como seguramente lo seguirá siendo mañana, uno de los retos más difíciles a los que una persona inteligente ha de
enfrentarse. Las verdades, las medias verdades, las media mentiras, las
mentiras, comparten espacio y tiempo con las diferentes perspectivas de un
asunto, las distintas consideraciones, la multiplicidad de estrategias a la
hora de enfrentarse a su resolución, la variedad de resultados y la diversidad
de las consecuencias de cada uno de esos desenlaces, muchas de las cuales no
están exentas de cargas emocionales: religiosas, biográficas, ambiciones,
miedos, esperanzas...
Así pues, palabra y razón van de la mano pero no como dos amigas bien
avenidas sino como dos compañeras de viaje que forzosamente han de realizar
juntas la travesía fijada pese a que no se soportan.
Terrible destino al que ninguna de ellas puede oponerse por más que ambas no
dejen de intentarlo una y otra vez. ¿La última solución? La inteligencia de los
ordenadores. Una inteligencia salida de la inteligencia humana pero de la que
se espera, casi se ansía, que sea capaz de desarrollarse y regenerarse ella
misma para que de este modo el hombre, esa maravilla del universo, pueda
aliviarse del pesado lastre con el que la naturaleza, los dioses, Dios, o todos juntos le han cargado: su inteligencia. Una inteligencia que, en efecto, únicamente a través de un adecuado
avance del sentimiento y de la razón puede progresar adecuadamente. Ello sólo es posible a través de la palabra: hay un malentendido, hablemos; hay un problema, hablemos. Pero para hablar hay que conocer las palabras y para
conocer las palabras hay que aprender y sólo es posible aprender a través de la
comunicación e intercomunicación con otros hombres y esto exige escuchar,
analizar, reflexionar, considerar....lo cual, a su vez, requiere de momentos de
soledad. Cuando el hombre es un esclavo o está en una situación desesperada le
falta todo esto y por tanto le falta la palabra y de ahí que carezca, también, de
raciocinio. Sobrevivir es entonces el único objetivo, a no ser que el cansancio
o la desesperación sean tan terribles que ya ni a eso se aspire.
Pero en los hombres bien comidos, bien dormidos y bien vestidos, la palabra
ha llegado a ser –posiblemente siempre lo fue- una pesada carga de la que no
sabe muy bien cómo puede desprenderse.
Por eso los ordenadores se han convertido en una esperanza. La esperanza de liberar al hombre de la siempre agotadora tarea de desarrollar la inteligencia con la que las fuerzas del universo le marcaron y poder dedicarse, finalmente, a la naturaleza animal, bestial, que lleva dentro y contra la que lleva luchando desde que fue expulsado del Paraíso.
Por eso los ordenadores se han convertido en una esperanza. La esperanza de liberar al hombre de la siempre agotadora tarea de desarrollar la inteligencia con la que las fuerzas del universo le marcaron y poder dedicarse, finalmente, a la naturaleza animal, bestial, que lleva dentro y contra la que lleva luchando desde que fue expulsado del Paraíso.
El hombre moderno del moderno mundo no quiere la razón, ni la palabra ni la
inteligencia. Lo que quiere es practicar su naturaleza animal, esa que
constantemente le susurra que el deber de desarrollar su inteligencia cognitiva-emocional es un fardo que lleva arrastrando
desde hace demasiados siglos y que le ha impedido ser un uno armónico con la
Naturaleza, con el mundo en el que vive, con el Universo. Únicamente
deshaciéndose de la razón podrá llegar a ser realmente Hombre, lo que realmente
significa “Hombre”: Hombre-animal-naturaleza.
Y hete aquí que para conseguirlo lo primero que ha de hacer es librarse de
la palabra. Para ello, nada mejor que contaminarla de carga emocional
falsa-verdadera-llanto-sentimentalismo-victimismo-verduguismo justiciero (y ya
sé que la palabra “verduguismo” no existe pero eso de victimismo-verduguismo
suena divertido, ¿no creen?) y luego, cuando ese volcán de emociones
incontroladas, incontrolables, incontroladoras, incontrolantes... se han
apaciguado no queda más que los lamentos, los llantos, los quejidos, los ayes,
los suspiros... pero nada más.
¿Y la razón? La razón la tendrán los ordenadores como ahora la tienen los
clásicos. Las voces del pasado que no se leen, que cuando se leen no se leen
directamente sino a través de otros que ya las han leído previamente, o que
aseguran haberlas leído previamente, y que publican libros y libros explicando
cómo hay que entender esas voces del pasado. Pero como hay tan pocos que las
leen, ser considerado una eminencia en el tema depende muchas veces de la
forma en que el ese erudito entra en escena. El parecer es así, junto con las
emociones, otro de los grandes enemigos de la razón. El parecer está mezclado
con la razón pero se niega a desprenderse de las luces de las candilejas. El
parecer es la deformación estética del Ser. El parecer tiene siempre algo de
sublime, de magistral, porque exige la transformación, la adaptación artística
del Ser y de la realidad del Ser a una nueva forma de Ser y de Realidad que no
tiene nada que ver con lo realmente real pero que es sumamente agradable (o
desagradable) de observar.
Además de las emociones desbordadas y desbordantes que utilizan la palabra
para someterla a la naturaleza más animal, más bestial, más brutal del hombre, y de las apariencias, que recurren a la palabra
para adaptarla a su propia creación, hay
otro gran enemigo de la razón: la opinión.
El conocimiento racional forma y conforma ideas. La ignorancia sólo puede
producir opiniones.
Esto que ya en su día vió Platón, ha quedado en el olvido y son muy
pocos los que entienden la barbaridad, el salvajismo, la irracionalidad, la
anti-humanidad, que encierra eso de “es mi opinión”. Como muy bien supo
distinguir Kant, uno puede opinar sobre gustos porque ello está unido a la
sensibilidad y la sensibilidad ha de ser individual. Kant, eso sí, se traicionó
a sí mismo escribiendo una obrita acerca de Lo Bello y Lo Sublime, que es un
tratado de generalizaciones que, por muy bien escrito que esté y por mucho que
Kant intente “explicarse” termina cayendo en las contradicciones e insensateces
en las que todas las generalizaciones acerca de los hombres, de los pueblos y
de las naciones terminan cayendo. A veces tengo la impresión de que Kant lo
escribió única y exclusivamente para pasar el rato y divertirse consigo mismo.
Seguramente se divirtió tanto consigo mismo que no pudo resistirse a publicarlo para que
otros también gozaran de sus ocurrencias. Es la única manera de entender esa
obra. Si alguien la toma en serio, llegará a conclusiones sumamente erróneas. Y
esto, claro, es una opinión porque he de confesar que desconozco las razones
últimas que llevaron a Kant a escribir sobre lo bello y lo sublime del modo en
que lo hizo. Pero como iba diciendo, en generalizaciones y en gustos, la
opinión se impone como elemento no racional, no racionalible, no
racionalizante. La opinión es individual y susceptible a variaciones porque es
intuitiva y espontánea. La opinión puede ser cierta o no cierta, pero
resolverlo no le compete a la opinión sino al conocimiento.
No sé por qué escribo todo esto. No lo sé. No me pregunten cuál es el
punto. Más que un punto de lo que se trata hoy es de configurar-me una explicación que
dé cuenta de la situación en la que nos encontramos en este momento: en la
puerta de entrada al palacio de la barbarie.
De dicho palacio nos libraría el conocimiento. Nos libraría que el hombre moderno volviera a
las bibliotecas, se olvidara de los best-seller, de los cómics, de los
resúmenes de las obras clásicas, de las interpretaciones que otros han escrito
al respecto , y se encerrara él solito con todos esos pensadores clásicos de
los que tan apenas se conocen los nombres, uno por uno, a desvanarse los sesos
intentando comprender qué diantres están diciendo y qué diantres quieren decir;
que se decidiera a rescatar los libros clásicos de la montaña de polvo bajo la
que dormitan y los usara y reusara hasta sacarles el brillo de antaño, igual que
se hace con los viejos edificios cuando son restaurados para nuevamente volver
a ser habitados. Pero eso exige esfuerzo, temperancia en los sentimientos,
ánimo en las emociones, fe en la importancia de la tarea, soledad,
dedicación... Es mejor dedicarse a elaborara teorías de la conspiración a base
de opiniones, apariencias y emociones animalescas. Es mejor.
La razón fue siempre una cuestión que estuvo en manos de unos cuantos. No
por políticamente elitista ni porque esos hombres poseyeran una naturaleza superior y distinta a la de los otros hombres sino justamente por todo lo contrario: por humana, demasiado
humana. El hombre nunca quiso ser hombre. Hubiera preferido ser bestia o dios,
pero no hombre. Ser hombre exige permanecer en la cuerda floja con el
consecuente riesgo que esto conlleva: caer.
El hombre se ha caído unas cuantas veces a lo largo de su historia como
hombre – siempre que estaba cansado para sostener el balanceo, que no es otra
cosa que el equilibrio; ahora, según parece, está nuevamente cansado. O bestia
o dios. Fuenteovejuna elige la bestia y los inteligentes se decantan por delegar
su raciocinio en el dios ordenador. Unos y otros están cansados de ser hombres,
del peso que conlleva ser hombre. Demasiados desgarramientos. Pero en vez de intentar
coser y remendar esos desgarramientos a través de la razón, de la palabra que
expresa la razón y no la emoción animal, ni la apariencia interesada e
interesante, ni la opinion, sino la idea racional, el hombre desgarra total y
absolutamente sus vestiduras y corre a sumergirse en la naturaleza más
primitiva, o crea nuevos trajes experimentando nuevos materiales con el último propósito
no sólo de que le cubran al tiempo que esconden los rotos sino de convertirlos
en una segunda piel. Segunda piel, dice el hombre racional y con ello descubre
la traición que se inflinge a sí mismo porque aunque él diga “segunda piel”, lo
que en realidad quiere decir es “primera piel” en tanto que es la realmente
visible.
Así están las cosas.
¿El punto?
El punto es que las humanidades han sido desterradas y los humanistas no
sólo han sido desterrados sino que además han abandonado su tarea y se han vendido
al marketing, al derrotismo, al “postureo” (vieja palabra que designaba la
actitud de Fuenteovejuna en la plaza del pueblo pero que ahora sirve para
designar el comportamiento de los humanistas, y digo humanistas porque ustedes
ya saben en qué nivel se encuentran los intelectuales, unos porque han sido
denostados y otros porque, en efecto, se han denostado a sí mismos a base de
traicionar no sólo sus opiniones, que esas son perfectamente traicionables,
sino sus ideas – que no pueden ser traicionadas sino únicamente refrendadas o
refutadas por nuevos conocimientos y nuevas reflexiones, análisis.
En este sentido la escolástica fue un arma de doble filo. La escolástica
tuvo sentido mientras se permitió a los estudiosos leer las fuentes originarias
y luego las interpretaciones a esas fuentes. Se convirtió en la guillotina del
conocimiento cuando se prohibió acceder a las fuentes originarias y únicamente
se admitió como autoridad incuestionable lo que no eran más que
interpretaciones más o menos reflexionadas acerca de esas fuentes originarias.
Cuando las interpretaciones empezaron a su vez a ser interpretadas e igualmente
lo fueron las interpretaciones de las interpretaciones, y todo ello, además, con
la obligación de seguir los determinados cánones exigidos por la política y la
religión bajo pena de ostracismo o muerte en caso contrario, la razón sufrió un nuevo revés y de ella no
quedó más que la cervantina “razón de la sin razón que a mi razón se hace, de
tal manera que mi razón enflaquece.”
El hombre se hace animal y pretende legar su inteligencia al dios ordenador.
¿Cuál es el punto?
¿Aún no lo saben?
Los populismos, los populistas, los populares, el populacho, la
popularidad, -Oriente-Occidente, Norte-Sur, ateo-fanático-religioso-laico, pobre-rico, poco importa...- todo ello se dirige hacia una y única meta: la animalidad.
Mientras tanto la élite racional delega su inteligencia humana en el dios
ordenador a la espera de que éste la proteja y la salvaguarde durante el tiempo
de la barbarie – perdón: “estado de naturaleza”- en el que el hombre va a
permanecer hasta que, quién sabe, algún día el hombre se decida a salir de
dicha barbarie – nuevamente perdón, “estado de naturaleza”.
La esperanza de las élites racionales en estos momentos es que el dios ordenador se desarrolle
y sostenga durante ese periodo de oscuridad. El miedo de las élites racionales es
que su desarrollo llegue a ser tan efectivo que no tenga ninguna intención de
hacerlo y al nuevo y radiante Prometeo-hombre no le quede más remedio que
decidirse a arrebatarle la razón a los guardianes que la han estado custodiando
y honrando durante todo el tiempo en el que ha permanecido dormido.
Esa es una de las esperanza-miedo de las élites racionales.
La otra esperanza de las élites racionales descansa en la posibilidad de
que seamos visitados por extraterrestres y que este acontecimiento nos obliguen
a ser hombres no sólo para comunicarnos con ellos sino también para afirmarnos
como especie ante ellos. El miedo de las élites racionales es que los
extraterrestres sean bestias con cerebro de modo que o nos exterminen, o nos
esclavicen o nos lancen a las cavernas. De todos los miedos, éste último es el
que menos nos debería preocupar. Al paso que vamos si no lo hacen los
extraterrestres, lo conseguiremos nosotros solitos y por deseo propio.
Me encantaría ser optimista.
Me encantaría poder creer en un milagro.
Lo único que acierto a ver en el horizonte son los tambores no de la
guerra; peor aún: de la barbarie.
¿Comprenden ahora por qué hace tantos días que no escribo?
Uno nunca debería escribir sin vislumbrar al fondo del túnel una pequeña
luz.
Y la estrella lo único que dice, lo único que acierta a repetir es: “Sigue,
sigue adelante, sigue”
Y yo no sé adónde. No sé adónde. No lo sé.
Y sigo, sigo, sigo.
Con el traje desgarrado a jirones.
Sigo.
La bruja ciega.
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