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Wednesday, December 21, 2016

Una discusión antes de Nochebuena

Acabo de discutir con el tranquilo Jorge y con el hada-dama Carlota, así que no estoy de humor. Escribir es lo único que me consuela. Eso y escuchar el Requiem de Mozart. Lo del Lunes fue una atrocidad de tal envergadura que todavía no he sido capaz de superarlo. Y eso que lo intento, no crean. Intento seguir las recomendaciones que alientan a continuar con los preparativos de la Navidad “como si” no pasara nada. Lamentablemente ese “como si” ha de ser constantemente entrenado desde la más tierna infancia cosa que yo, lo confieso, no he hecho nunca. Ahora mis músculos están atrofiados y mucho me temo que es demasiado tarde para mi y que intentarlo sería incluso perjudicial. Tan nefasto como supone empezar a practicar deporte a personas que no lo han hecho nunca. Ese “como si” es para mi un reto difícil de alcanzar, entre otras cosas porque me invade la sospecha de que pueda llegar a convertirse en cínica indiferencia envuelta en serenidad revestida de respetable continencia. Tengo miedo de que los muertos lleguen a ser meras estadísticas, algo que sucede por “obra y gracia” del destino y que como tal hay que aceptar: “Les ha tocado”. 
Estos son, supongo, los motivos que me inducen a ser tan reacia ante ese “como si”. Los caracteres mosqueteros como el mío siguen más bien la divisa de “Nada de lo humano me es ajeno” y claro, al final de nuestras vidas estamos exhaustos aunque eficaz, lo que se dice eficaz, no hayamos sido porque ese “Nada de lo humano me es ajeno” en solitarios como nosotros suele traducirse más en un sentir por los otros, en un ponerse en el lugar de los otros, que en un hacer por los otros. Y encima, cuando lo intentamos, somos de esos que teniendo muy buena voluntad no aciertan una y todos suspiran aliviados cuando desaparecemos. Tengo la impresión de que desempeñamos el papel que en la Iglesia Católica han desempeñado siempre las monjas de clausura y los frailes. Es necesario que a todos los de nuestra clase se nos meta en un convento y se nos permita estudiar, escribir, discutir y sembrar el jardín. Seguramente de este modo contribuimos a la sociedad más que intentado solucionar sus problemas en activo, porque está claro que a pesar de que nosotros somos buenos y leales consejeros e incluso inmejorables analistas nos caracterizamos por ser malos dirigentes. Es necesario, sin embargo, que los gobernantes han de tener varios consejeros cada cual con sus ideas y saber dirimir entre los unos y los otros. Disponer de consejeros de distintas tendencias que puedan exponer sus posiciones libremente resulta imprescindible para gobernar sabia y eficazmente.

Con todo esto quiero decir que es muy posible que Jorge y Carlota, que tienen almas de gobernantes, estén en posesión de la razón mientras que yo y mi alma de consejera gascón estemos equivocadas. Cuando llegó la oleada de refugiados yo me mostré radicalmente a favor por dos motivos: la primera porque soy una absoluta seguidora del cosmopolitismo; porque temo a las sociedades estancadas, a los clanes, a las castas, a los caciques, a las endogamias de cualquier clase y condición y en este sentido acoger a personas de una cultura y una religión distinta implicaba introducir en Europa personas con diferentes criterios a los que enfrentarnos y ello implicaba enfrentarnos a nuestras propias convicciones. Ellos eran nuestro espejo. Lo dije y lo repito. En segundo lugar porque la guerra es siempre tan inhumana, tan cruel, tan miserable, que acoger a personas que buscan un refugio me parece absolutamente imprescindible si queremos seguir conservando el título de “hombres”. No puede ser que queramos salvar al planeta del calentamiento de la Tierra y al mismo tiempo ignoremos a los semejantes que sufren. Es cierto que el arzobispo Cañizares y otros muchos alertaron del peligro que ello suponía porque no todos eran “trigo limpio”. Pero admitámoslo ¿quién puede llamarse “trigo limpio” a la hora de su muerte? O creemos en la misericordia divina o todo está perdido.  Y a pesar de estas dos consideraciones he comprendido que los rusos, a los que todos critican por “bestias”, entren sin miramientos y se decidan a abordar radicalmente una guerra que desde el principio se caracterizó por ser una guerra de todos contra todos, donde la mayoría de esos “todos” eran fantasmas: ora población civil, ora soldados. Los rusos, calificados por muchos como cínicos, han tenido que defender firmemente sus convicciones, sean estas las que sean, porque por un lado eran criticados, por otra luchaban contra fantasmas y por otra despertaron en más de unos la nostalgia por la terminada y finita Guerra Fria. La Guerra Fria terminó. “a” no es “a”. Estados Unidos y Rusia tienen hoy en día más puntos en común de los que ellos mismos están dispuestos a admitir y esos “puntos en común” incluyen no sólo intereses comunes sino también enemigos comunes. La política cambia, las circunstancias también. Hacer de los rusos nuestros enemigos es un grave error. Los rusos espían a los americanos tanto como los americanos espían a los rusos. La guerra cibernética es otra guerra de fantasmas.

Bien, escribo todo esto al compás del Requiem de Mozart porque es necesario, imprescindible, que yo al menos, regrese a la armonía conmigo misma que siempre he mantenido. Armonía no exenta de discusiones, a veces incluso violentas discusiones, pero siempre según unas pautas y unas normas de modo y manera que al final, igual que sucede tras una limpieza general, el caos vuelve a recogerse en una estructura perfectamente organizada. Es necesario que re-escriba mis planteamientos para saber si me he contradicho, si hay algún punto que falla.

Y el último, mi problema con el populismo. Ya lo he dicho. Mi populismo es comparable al populismo femenino contra los hombres. Dentro de este populismo yo distinguía dos posibilidades: el populismo que nacía del “morbo” ante lo desconocido y que generaba historias, mitos y leyendas y el populismo nacido del padecimiento real de una injusticia. Esta semana he descubierto que existe un tercer tipo de populismo: el que nace de la indignación, ira o como se le quiera llamar, ante una injusticia que uno mismo no padece pero que ve cometida contra un inocente. 

Tres formas de populismo y las tres están activas en la sociedad. Como de costumbre los periódicos meten a todas en el mismo saco porque “a” es “a” y no se plantean más. Pero justamente ignorar esto es un grave problema y negarlo es aún peor. Lo que ellos llaman “extrema derecha” no es un compacto monolito sino que está compuesto de muchas tendencias y en este instante es imprescindible que lo“políticamente correcto” recoja alguna de ellas en vez de repetir constantemente ese “como si” o ese “ni miedo ni odio” que obligan a negar los propios sentimientos y consiguientemente sumergen al individuo en la contradicción y en su propia enajenación; esta disarmonía consigo mismo es lo que yo denomino locura.

Ustedes no me van a entender porque ni el tranquilo Jorge ni el hada-dama Carlota me han comprendido y andamos ahora los tres un tanto estresados y tirantes, buscando cada uno de nosotros ocupaciones que nos tranquilicen y haciendo “como si” no hubiera pasado nada. Pero es claro que algo ha pasado y es claro que tanto si volvemos a discutir acerca del tema, como si no, cada uno de nosotros sigue estando de acuerdo consigo mismo y eso ya es mucho.  El problema es cuando uno se ve obligado por los medios de comunicación y por los políticos a ocultar, a negar, a hacer “como si” su frustración no existiera. Lo repito. Al final eso conduce al cinismo, a la indiferencia, al derrotismo, a la aceptación de la predestinación y a su consecuencia: la falta de libertad,  y en última instancia  el individuo termina cayendo en la locura; entendiendo locura como disarmonía, enajenación, consigo mismo.

Con o  sin extrema derecha, ninguna de estas consecuencias son adecuadas para la sociedad.

“Y bien”, me ha preguntado el tranquilo Jorge, “¿qué solución encuentras a todo esto?”.

Lo primero, le digo, admitir que rusos, americanos y europeos estamos en el mismo barco. Da igual a quién nombren los turcos como culpable de la muerte del embajador ruso y de los tiroteos en Ankara; lo cierto es que hay un grupo de hombres que quieren acabar con otro grupo de hombres.
Lo segundo, admitir que los acuerdos internacionales para seguir una guerra no sirven en este caso y que o cambiamos las reglas o el ejército de fantasmas que pulula por el mundo va a acabar con nosotros ya sea de una forma o de otra, o de ambas.  Eso que denominamos “terroristas” no son simples asesinos; son “soldados” fantasmas de un “ejército” fantasma. Como ni los “soldados” se califican como “soldados” ni el “ejército“ como ejército porque son fantasmas, las reglas internacionales no son aplicables porque sencillamente estan hechas para luchar con ejércitos declarados y no contra ejércitos fantasmas. Así pues deben empezar a pensarse normas y reglas que hagan posible luchar contra los fantasmas. Habrá que llamar a los parapsicólogos y similares a ver qué dicen ellos.

Y es aquí donde ambos han estallado contra mí.

Jorge, el tranquilo Jorge que además de tranquilo es jurista convencido y convencido defensor del Estado de Derecho, de las normas internacionales y todo eso, me ha nombrado todas las convenciones internacionales, me ha explicado la conquista que ello supuso para el Estado Libre, para la protección de los derechos fundamentales. Carlota tampoco se ha quedado callada. Ya lo dije en una ocasión: mi amiga Carlota, una dama que odia hablar de política, es una invencible espadachina con la lengua. Ella no ha atacado a mis razonamientos, que para eso ya estaba el tranquilo Jorge y toda su jurisprudencia, sino a mi falta de elegancia al expresarme, me ha reprochado que grito demasiado, que no guardo la compostura adecuada y qué se yo qué más. Pueden ustedes imaginarse que a estas alturas Carlota ya sabe que un mosquetero gascón como yo no es un petimetre de palacio; ello sin embargo no impide que el mosquetero gascón se sienta desconcertado al escuchar las reprimendas por no mantener las formas adecuadas en la lucha. “Ni que estuviéramos en un salón de baile”, piensa el mosquetero gascón. “Las formas son las que mantienen la sociedad y tienen que ser mantenidas incluso en el combate”, replica mi damisela Carlota con un mohín de desagrado ante mi actitud tan poco “elegante”.

Mi defensa de la necesidad de regular adecuadamente la lucha contra un ejército fantasma y contra los soldados que lo componen se basa en dos argumentos.

-El primero, la teoría del juego. Si cuatro jugadores deciden jugar al parchís y tres de ellos incumplen las normas mientras que uno sigue manteniéndolas, está claro que el jugador que permanece fiel a las normas termina o derrotado o viéndose obligado a admitir que todos han ganado, como sucede en la carrera sin final en el caso de Alicia en el País de las Maravillas.

-El segundo, el hecho de que hay situaciones en las que las normas dejan o han de dejar de tener vigencia. Son los casos:

a)  de las dictaduras donde el individuo ha de determinar en conciencia si sigue las normas injustas o no y considerar si realmente su integridad sufre peligro caso de no hacerlo.

b) de la llamada a la desobediencia civil, de la resistencia pasiva.

c) del incumplimiento generalizado de una norma que ha caido en desuso. El caso de las reglas obsoletas que han caido en el olvido en la práctica social.

Y bien, Jorge ha seguido firme en su apelación al Estado de Derecho. Y yo sigo manteniendo la imperiosa necesidad de reconsiderar las normas internacionales de guerra para adaptarlas a las guerras reales que se libran en el presente contra fantasmas, ya sean contra un ejército fantasma-terrorista o contra un ejército fantasma cibernético. Y eso, le he repetido al tranquilo Jorge  hasta casi quedarme afónica no tiene nada que ver con la existencia de un Estado de Derecho fundado en un acuerdo común de los ciudadadanos por seguir las reglas y, sobre todo, los principios que allí rigen. Pero hasta donde yo sé, la guerra es un estado excepcional que deja en suspense muchas de las reglas que normalmente gobiernan y ordenan una sociedad.

Bien, he aquí las reflexiones que tanto han enervado a mis dos amigos. No sé si son equivocadas o no; no lo sé. Pero son mis reflexiones y las tengo doblemente en alta estima: porque son mías y por mías, sinceras, y además por ser reflexiones. 
Y es verdad, lo confieso, no son reflexiones desde la serenidad sino desde la tristeza y la indignación mosquetera gascona. Por eso que soy consciente que nacen desde la ira y no desde la calma, no puedo defenderlas a capa y espada pero tampoco puedo compartir el discurso del tranquilo Jorge, que ha vuelto tranquilamente a ocuparse de los asuntos importantes, ni los modales elegantes y graciosos de mi querida dama-hada-dama Carlota.

Supongo que cada cual muestra su tristeza a su forma y manera. Yo, ya lo saben ustedes, soy una vieja bruja ciega. No puedo de otro modo. Espero que la “corrección política” me disculpe por mis ideas. Y sin embargo, bueno sería que las tuviera presentes porque ni en sueños puedo imaginarme que sea la única en pensar así. Y eso, créanme, no es en absoluto baladí. Imaginen: alguien como yo que está en tierra de nadie, porque no puedo volver a la endogamia que en estos momentos caracteriza a España pero que al mismo tiempo es extranjera en el país al que quiere y por extranjera, pensable trofeo de una extrema derecha ciega y enfurecida, amén de víctima de despechos más o menos encubiertos de esos que hacen “como si” en lo público y “como si no” en lo privado. Si alguien, pues, que es consciente de lo precario de su situación observa que existen distintos tipos de populismo y distintos tipos de indignación y distintos tipos de guerras, y distintos tipos de circunstancias, si alguien así, digo, lo observa, piensen ustedes qué no observarán los que no se encuentran en dicho equilibrio inestable.

La bruja ciega.

Me gustaría tanto compartir las ideas del tranquilo Jorge y los modales de la elegante Carlota...

Me gustaría tanto...

No puedo.


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