Lo único que en estos momentos deseo hacer es dormir, dar paseos en la naturaleza
y que el mundanal ruido me deje en paz. En la paz de la individual soledad, me
refiero. O sea, de la mía. El retiro es el único lugar en el que el espíritu se
restablece de las heridas sufridas al tiempo que genera nuevas fuerzas para el viaje
que se aproxima y que resultará, de seguro, más complicado. Debe ser la edad. Otra
explicación no encuentro, la verdad. La
dificultad que la edad representa ha de ser subsanada con la estabilidad de la
energía y la lucidez del espíritu. Pero el espíritu acaba de despertar y aún se
halla en esos primeros instantes del despabilamiento en los que mientras una
parte de él ha aterrizado en la dimensión de lo real, la otra se encuentra
todavía inmersa en el reino de Orfeo y no siente ningún interés por regresar. Con
la energía, por su parte, sucede que por más que ya no sufra de cortocircuitos,
ha de controlar sus fuerzas, de manera que todo transcurra con la lentitud que
asegura la conciencia de estar aquí y ahora. Es la edad la que me sitúa delante
de la puerta que abre el camino hacia la vejez. De allí a la eternidad, pienso.
Es un pensamiento que a Jorge el tranquilo le acongoja y que, a mí, de carácter
mosquetero, me lanza, en cambio, a aceptar el desafío de llegar a mi final como
mujer sabia y no como necia. Habiendo cumplido no mi deber ni mi destino, sino habiendo
conseguido mi desarrollo como ser humano pleno en libertad y plena conciencia. Haber
creído en lo que se ha hecho, sabiendo por qué se hacía lo que se hacía y por
qué no se ha hecho aquello que se ha dejado sin hacer resulta de fundamental
importancia a la hora de rendir cuentas al Absoluto trascendental. No para el Absoluto
trascendental, entendámonos, sino para los que estamos en el patíbulo y hemos
de responder lo que se nos pregunta. Con esto no pretendo decir que los sucesos
del exterior me resulten indiferentes. Es sencillamente, que me siento incapaz
de enfrentarme al caos en el que ha decidido sumirse el mundanal ruido a fin de
tener una excusa para recibir alborozado la dictadura, da igual qué tipo de
dictadura, que le llegará si sigue empeñado
en mantenerse en ese estado de profunda, profunda para no decir metafísica, en
el que gira y gira y gira desde hace un par de décadas creando espirales,
primero, y tornados, después y saltando de tornado en tornado porque en una
realidad cuántica, postmoderna, nominalista y sin Dios, sólo existen puntos. Puntos
y no líneas. A lo sumo túneles. ¡Túneles que conectan diferentes dimensiones y
diferentes universos son las únicas construcciones que hoy en día se permiten!
Pero aceptémoslo: un túnel no es una línea. Un túnel es una apertura que
conecta dos puntos de modo que el interesado no haya de saltar de un punto a
otro punto. Pero el túnel, a diferencia de una línea, no es una sucesión de dos
puntos, simplemente los comunica; los pone en contacto, para utilizar un lenguaje
actual. El túnel “presenta” a dos puntos, los relaciona, para acto seguido
continuar siendo cada uno de esos puntos eso que previamente cada uno de ellos era:
un universo distinto al otro, una dimensión diferente de la otra; en suma: un
punto separado del otro.
El túnel presenta, conecta, comunica, relaciona puntos, pero no es una
continuación, no es una sucesión de puntos. Lo mismo sucede con los puentes. “Tender
un puente” significa introducir la posibilidad de saludar, de dar la mano a
aquel con el que todo nos separa. Puede incluso facilitar el comercio, generar negocios
e incluso puede abrir el intercambio de impresiones más o menos sinceras de
mundos y gentes que viven en sitios diferentes compartiendo la misma frontera
que es, también, la que mantiene su separación. Lo que nunca podrá ser un puente
es una línea, caracterizada porque su propia existencia, aquello que la define
es la de ser una continuación de puntos, una perpetuación de esos puntos determinados
por un sentido de movimiento en una dirección, por más que arriba y abajo sea
el mismo camino y que el sentido de esa dirección guste de cambiar. Una línea
que no se mueve es una línea muerta. Del mismo modo, una línea sin un sentido
en su movimiento es una línea confusa. Lo sabemos todos. Y pese a ello: Incluso
la línea muerta y la línea confusa siguen manteniendo su unidad.
En cambio, un mundo de puntos que giran sobre sí mismos, que crean
espirales que se precipitan en la Nada cuando se dirigen hacia abajo, y
tornados cuando deciden cambiar de dirección carece de dirección, de sentido,
de unidad. Eso es lo único que hoy en día encontramos en el exterior. ¿Para qué
pues preocuparnos por él?
Pero Jorge, el tranquilo Jorge que tranquilamente se enfadó conmigo después
de que yo escribiera mi carta abierta - y de que tal acto provocara en su amada
Paula Tierra algo que se acercó peligrosamente a eso que ella gusta denominar como
infarto, - ha vuelto a llamarme tranquilamente para tranquilamente recordarme que
si Paula Tierra ha recuperado la salud, yo debo recuperar la cordura y escribir
sobre un mundo loco que se precipita, tanto si es contemplado hacia arriba como
si se mira desde abajo, a su destrucción.
Estoy cansada – le explico. - Quiero dormir con la confianza del oso que
hiberna: la de despertar en primavera. Compréndeme Jorge: Durante años he
arrastrado una colección de insultos conmigo,- no como trauma, lo reconozco,
sino como algo consustancial a mi propia existencia. En los últimos tiempos los
insultos que me he escuchado han sido los de moda. O sea: los archiconocidos. O
sea, los carentes de imaginación. Esos que todos se escuchan. Un aburrimiento,
a qué negarlo. Mis nuevos atributos eran esos de “negativa”, “tóxica”, “narcisista”, “sociópata” e incluso "psicópata”. Esto último lo suscribo. Después de
haber estado cerca de seis meses acribillando a cuantas motas, moscas y
mosquitos se han colado en mi cocina no me queda más remedio que aceptar que
soy una asesina en serie. Estoy cansada, Jorge. Ser consciente de la estupidez
que tales calificativos entrañan ha impedido que los desagradables epítetos acerca
de mi persona hicieran mella en mi espíritu. No obstante, llegada a mi edad deseo
retirarme en paz a mis aposentos y pensar en las avutardas.
“Isabel” – dice tranquilamente el tranquilo Jorge –Voy a obviar enumerarte la
cantidad de insultos que cada día recibo yo para darte el placer de poder
seguir recreándote en los tuyos. Pero cesa, por favor, la búsqueda de justificaciones
que te libren de tus promesas. A estas alturas de nuestras vidas, vulgaridades
las mínimas, te lo suplico. ¿Qué relación
existe entre los insultos que aseguras haber recibido, la necesidad de retirarte
y tu decisión de no escribir? No la veo por ningún lado. ¿Hablas de poner en
cuenta los asuntos mundanos a fin de dar cuenta al Absoluto Trascendente y pretendes
hacerme creer que llegado el momento funcionará ese tu alegato de que dejaste
de escribir por el cansancio que te habían provocado los insultos acerca de tu
persona? Algo así no sería aceptado por ningún tribunal. Mucho menos uno especializado
en eso de “Lázaro, levántate y anda.” Mucho menos en tu caso, Isabel. Escribe. Los
periódicos me aburren. Por cierto, ¿cuándo crees que regresará la paz a tu cocina?
– pregunta Jorge antes de colgar tranquilamente el teléfono.
La paz, ¿Qué paz?, me pregunto a mí misma mientras me sirvo un café.
La paz…
En mi opinión hay tres tipos de paz.
- La paz conseguida una vez que el enemigo ha sido exterminado. Esta es la guerra que yo estoy librando con las motas, moscas, mosquitas blancas de la fruta, mosquitos e incluso avispas que este año han invadido mi cocina, aprovechando que yo me encontraba ausente, peleando en el Reino Intermedio.
Una variante dentro de este tipo es cuando la exterminación no significa aniquilación física del enemigo sino Paz instaurada por Abandono del contrincante. Yo, por ejemplo, no perseguiré a mis motas si abandonan mi cocina. Lo único que me molesta es tener que compartir el espacio de mi cocina y la comida de mi cocina con ellas. Si se van no correré tras ellas.
-
La
paz por un acuerdo entre los enemigos en el que ambos se declaran su
conformidad para compartir el hábitat en el que viven.
Este tipo de paz admite tres variantes.
a)
La
que se basa en la tolerancia y la igualdad. Es promovido por los valores de la
comprensión y aceptación del otro. Este modelo, por ejemplo, es el que
promueven las democracias occidentales modernas. Al menos eso se pretende.
b)
La paz
que se establece a partir del acuerdo de los compartimentos separados con áreas
comunes. Cada uno dispone de su lugar propio, aunque existen lugares que deben
ser compartidos. Un ejemplo de esto podría ser Singapur.
c)
La paz
que logra una igualdad jerárquica. Todos son iguales excepto los jefes que,
situados en la cúspide, cuidan mantener la paz en sus decisiones para
transmitirla al pueblo horizontal. Esta paz puede ser humana o, quizás en un futuro,
promovida por la Inteligencia Artificial.
-
La
paz por sometimiento. Uno de los contrincantes se rinde y el vencedor impone
sus condiciones. Ambos viven en el mismo sitio, pero los vencedores disfrutan
de más derechos y privilegios que los derrotados.
Estos son las clases de paz. La paz del primer tipo impide la convivencia común
de los adversarios. La paz del tercer tipo imposibilita el trabajo en grupo,
esto es: la construcción conjunta. Únicamente el segundo tipo admite una paz en
la que las dos partes enfrentadas pueden volver a vivir con paz y no
sólo en paz.
La batalla que libro en mi cocina contra las motas y otros especímenes de
insectos está llegando a su fin. Además de las armas convencionales, me he
aliado con un par de arañas y he instalado una escalera en la cocina a la cual me
encaramo en el mismo instante en que avisto un intruso. Las ventanas también
están protegidas, especialmente después del último ataque a la desesperada de
las avispas. - Suele decirse, - comentó una vez Jorge el tranquilo, - que las
avispas son castigos enviados por Dios. - Pues en este caso – le contesté
sonriendo - o Dios está muy débil o el remitente no es Él sino el diablo, porque
entrar, han entrado, pero tan débiles que todas ellas han muerto a los pocos
minutos. - ¿Magia negra? – preguntó el tranquilo Jorge tranquilamente jocoso. –
Sí – afirmé sin dudar – La magia negra consistente en que en cuanto uno
abandona un lugar, otros corren a invadirlo. En aquel momento yo me encontraba luchando
en el Reino Intermedio. Mantener dos guerras en dos sitios diferentes al mismo
tiempo es tarea casi imposible. Tuve que abandonar mi cocina para concentrarme
en la guerra contra el Reino Intermedio. Uno debe pensar muy seriamente si se
lanza a la lucha, o abandona. Igualmente debe decidir con toda la frialdad de
mente y templanza del corazón de la que disponga dónde lucha y dónde abandona.
Esta: la decisión del abandono requiere una gran sabiduría, una enorme
sabiduría, mayor incluso que las causas de la lucha requiere.
En mi opinión yo sólo aconsejaría abandonar, no cuando la vida del que
batalla estuviera en peligro, sino cuando la cosa a obtener no mereciera la
pena. Y eso porque el abandono que, a corto plazo, puede parecer la devolución
y el mantenimiento de la paz, se convierte a largo plazo en una sentencia a
muerte. Abandonar el Oasis en el desierto para no tener que pelear no es mantener
la paz, es elegir la muerte. Abandonar un país para ir a vivir a otro para no
tener que involucrarse en una guerra, no es elegir la paz; es elegir el
destierro y aceptar la obligación de luchar por hacerse un sitio en el nuevo
sitio al que se ha llegado. Sólo cuando la decisión se basa entre: la muerte
aquí o la muerte allá empieza a tener sentido el abandonar el lugar de la
batalla, porque al fin y al cabo uno debe poder ser libre de decidir dónde y cómo
muere. Sólo cuando uno vislumbra que el “aquí” ha perdido su esencia de ser, su
sentido de ser y que, por tanto, se trataría de una lucha basada en el orgullo
vano y necio y que incluso en el supuesto caso de conseguir la victoria se
trataría de una victoria pírrica, más que de una victoria real mientras que el
abandono nos abre las puertas de la libertad, del poder ser en libertad, de ser
según nuestras normas, adquiere ese abandono sentido en toda su esencia. Luchar
por una manzana podrida no tiene sentido. Así que un hombre sabio abandona.
Luchar por una zanahoria putrefacta no tiene sentido. Así que un hombre sabio
abandona. Luchar por conservar los valores morales donde no hay más que miseria,
decadencia y esclavitud no tiene sentido. Así que un hombre sabio abandona.
Sólo de este modo puede el hombre sabio y cabal detenerse a contemplar lo
abandonado con la satisfacción de haber hecho lo correcto, agradeciendo a Dios
la sabiduría y la prudencia con la que le ha investido. Sólo así puede vivir en
paz con la paz; sin resentimientos ni odio que le hagan maldecirse cada día de
su vida.
Ustedes ya conocen el espíritu mosquetero que me caracteriza. Por eso comprenderán también que me riera a pleno pulmón cuando en el Parlamento Europeo oí gritar a voces: - “¡Paz! ¡Paz! ¡Paz!”. Mi carcajada volvió a resonar cuando finalmente alguien se levantó y preguntó a lo desesperado y con expresión desencajada: “¿Paz? ¿Cómo la paz?” Después de eso volvió a tomar asiento con gesto angustiado. La hilaridad casi ahogó mi respiración al escuchar a la aludida contestar en el tono resuelto que normalmente emplea aquél que tiene la certeza, y ella la tenía, de haber llegado a la solución absolutamente correcta, solución que, lógicamente, sólo el Parsifal de turno podía encontrar por poseer la visión política y las facultades cognitivas de las que los otros carecen. Por eso, ella, la resoluta ella contestó con voz firme y resoluta resolución - “¿Cómo? ¡Pues firmando la paz!. Si eso es lo que se da en llamar pacifismo...
No obstante, a qué negarlo: la diputada del Parlamento lleva razón. Si queremos ser honestos, y lo queremos, hemos de admitir que lo que falla en esta historia no es la respuesta. Es la pregunta.
El “cómo”, cuando se disponen de recursos materiales, no
es la cuestión a dirimir. La cuestión es el “Qué”. Cuando se disponen de
instrumentos suficientes, el cómo raramente supone un problema. El "qué" es la incógnita a resolver.
Las guerras que en este momento asolan el planeta tienen difícil solución
porque la clase de paz a la que cada uno de esos contrincantes aspira se enclava
o en el primer tipo o en el tercer tipo de las clases de paz que hemos enumerado arriba; pero no en el segundo. Ninguna de las guerras que actualmente se libran contienen la posibilidad del abandono porque abandonar implicaría el inicio de nuevas
luchas por territorios que ya están ocupados y cuyos habitantes, además, están armados
hasta los dientes. Por otra parte, la paz a base de aceptar la sumisión de uno con respecto al
otro, significaría lo mismo que firmar el consentimiento de esclavitud. Y admitámoslo:
todos los contrincantes que están matándose en esas batallas campales conocen lo que la esclavitud significa; por eso ninguno de ellos
está dispuesto a regresar al estado de miseria del que han salido o, al menos, creen haber salido.
La paz la quieren todos.
El cómo se llega a la paz, admitámoslo, comprendámoslo, aceptémoslo, no es la pregunta
esencial.
Lo que está por definir es Qué paz.
La última expresión-fórmula que he escuchado en estos días ha sido: “La paz
por la fuerza”
¿Y aun pretende Jorge que ante frasecitas así, sacadas-extraídas-creadas
por mentes-brillantemente-necias yo me avenga a seguir en el mundanal ruido en
vez de retirarme a mis aposentos que son el único lugar en el que, hasta el día
de hoy, se respira un poco de paz con paz en paz?
La bruja ciega
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