Sí. Lo sé. Lo intuyo. Alguien va a venir a visitarme. No. No es Carlota.
¡Qué más quisiera yo! Pero el Espíritu sigue dormido y no hay forma humana de
despertarlo. Es el problema del Espíritu: tiene sus propias reglas, su propia “dinámica”,
que dirían ahora, y ni el pensamiento positivo ni la realidad virtual elevada a
la máxima potencia pueden hacer nada por arrancarlo del sueño en el que yace.
Por eso nuestros tiempos son tiempos de ficciones y vanas ilusiones, que
terminan por desembocar inexorablemente en la frustración y el desencanto
cuando no en el resentimiento y en la desesperación. Sin el espíritu la radicalidad se convierte
en fanatismo, el ideal deja de ser idealista para convertirse en dogmatismo. El
misticismo se hace colectivo, la familia se transforma en clan y el clan en
horda; el individuo desaparece en el grupo igual que su libertad: o se refugia
en la locura, o acepta que la libertad ya no significa libertad del uno sino
libertad colectiva. Y como ya sabemos todos, la libertad colectiva consiste
siempre en conquista, defensa, muerte y destrucción. Sólo el Espíritu podría
detener este proceso que se ha puesto en marcha casi sin avisar, casi sin ser
observado excepto por unos pocos que fueron en su día tildados de enajenados
catastrofistas. Y hasta cierto punto lo eran. A qué negarlo. La libertad
individual es cosa de dioses y locos. El
hombre común ha de esforzarse continuamente en mantener en equilibrio, aunque
sea inestable, la libertad –su libertad- y la seguridad –su seguridad-. Ambos
conceptos son opuestos y contradictorios. No me extraña que unos cuantos, entre
ellos Lutero y Hobbes, se rían abiertamente de aquéllos que defienden la
libertad de la voluntad del hombre, tan de moda en nuestros días. El hombre pocas
veces es libre incluso ante él mismo, como para serlo en una sociedad que le
cerca una y otra vez y de la que, sin embargo, no puede distanciarse, salvo en
contadas ocasiones, porque esa sociedad es la que le libra del hambre, de las
fieras e incluso de sí mismo: de sus miedos, de su aburrimiento, de su
indolencia. La historia de la Humanidad es la historia de las victorias y
derrotas del individuo por la conquista de su propio reducto. Unas veces lo
cede él voluntariamente, para no tener que ocuparse de sí mismo y para
comprender poco más tarde que “es peor el remedio que la enfermedad” y otras,
se le es arrebatado a la fuerza y ya sea por una causa o por otra, ha de
lanzarse nuevamente a la lucha para retomar lo que era suyo.
No. Ahora no estamos en esa fase. Más bien en la anterior: en esa en la que el
individuo o renuncia voluntariamente a su individual individualidad o el grupo se la expolia a la fuerza. En esas estamos. El individuo individual ha
sido uno de esos sueños de primavera de los cuales uno se despierta con el leve
desconcierto que suele causar la felicidad no real que no obstante creíamos
real y bien real hasta hace unos pocos instantes.
Los clanes, las hordas, los partidos políticos, los religiosos e incluso
los deportivos, los frikies igual que los hipsters igual que los góticos, todos
huelen a vinculación colectiva. La asociación de individuos es siempre un
simple nombre, un eufemismo para ocultar que el individuo se ha desposeído de
su individualidad. En el momento en que un hombre se encuentra con otros
hombres ha de renunciar a parte de sí mismo, poco importa que sea en un régimen
estrictamente jerárquico o estrictamente democrático. Si un hombre se encuentra
con otros hombres, su individualidad sufre y se resiente y es entonces cuando
ha de procurarse ese equilibrio, que ya he dicho antes que es siempre
inestable, entre él y la seguridad y compañía que le ofrece la comunidad.
Pero ahora, repito, no estamos en esa fase. Ahora el individuo, cansado de
sí mismo: de su hedonismo, de sus posibilidades individuales innumerables e
infinitas, agotado de esforzarse por blandir la espada de la Libertad Absoluta,
que es cosa de Dios, cosa de Super-hombres, pero desde luego no de hombres
mortales. Y por eso, los hombres mortales, después de haberle quitado la espada
de la Libertad Absoluta a Dios, igual que Prometeo le robó el fuego a los
dioses, comprende que no puede ser Prometeo porque no es un super-hombre,
porque él – el hombre- es hijo de Caín y nieto de Adán y ha de escudarse, igual
que hizo Adán al parapetarse detrás de Eva, en insípidas justificaciones: los
condicionamientos genéticos del ADN, la situación socio-económica, el contexto
familiar... Pretextos todos a fin de ocultar la realidad real: el hombre es un
simple mortal; el hombre es hombre y no super-hombre. Ser super-hombre le
supera, el simple hecho de intentarlo le resulta agotador.
Algo tan sencillo como esto es lo que Nietzsche intentó explicarle al
hombre insoportable e inexplicablemente optimista de su tiempo. Ese mismo
hombre que después de oler y beber a sangre se creyó aún más fuerte, y
convirtió la espada de la Absoluta Libertad en la espada del Absoluto Placer y
la Absoluta Irresponsabilidad y la Absoluta Opinión y arrojó el esfuerzo, la
responsabilidad y el conocimiento a lo más profundo de los abismos. Ese mismo
hombre que ahora se ha cansado de blandir la espada de la Absoluta Libertad y
quiere donarla a los robots porque está convencido de que los robots le dejarán
dormir la borrachera de creerse dios. Ese mismo hombre que ahora busca con
desconsuelo pertenecer a algún sitio, a algún lugar, a algún grupo, sea el que
sea.
En ese instante,
justo en ése, es en el que ahora nos encontramos.
¿El Brexit? El Brexit va a ser que sí. Igual que la independencia escocesa
fue que no. Los huracanes económicos griegos, las oleadas de refugiados, los
emigrantes de la eurozona, la inestabilidad política en España, el enigma
francés, los últimos movimientos en Alemania... Todo eso visto desde la
excéntrica Gran Bretaña, que será excéntrica pero a su modo y manera, les asusta sobremanera y quieren “cerrar
compuertas a toda prisa. Algunos ven en el nuevo alcalde de Londres una
esperanza. A mí, francamente, me gustaría pensar que es realmente una
esperanza. Eso no sólo significaría un abrazo entre la isla y el continente,
sino también un abrazo entre culturas en conflicto. (Permítanme que no utilice
el término religión. El término religión resulta insuficiente para abarcar toda
la complejidad de la cuestión entre Oriente y Occidente.) Al día de hoy, lo veo
difícil. Reconozcámoslo: en las elecciones londineses se ha calibrado que es lo
que molesta más a los ciudadanos: la riqueza de los banqueros o los hombres
hechos a sí mismos, lleguen de donde lleguen. Era, por decirlo de algún modo,
un experimento. El alcalde de Londres no conseguirá detener el Brexit por mucho
que lo desee y lo intente. Los resultados de la votación han mostrado el
desprecio que los ciudadanos de la capital británica sienten por la banca y sus
representantes y ello implica que la amenaza de las grandes casas monetarias –
que sí, en cambio, sirvió en su día en Escocia – de abandonar Gran Bretaña les
resulta, sencillamente, indiferente. Esto es lo que realmente han votado los
londinenses. Que el alcalde sea musulmán es, a efectos reales, total y
absolutamente indiferente. Lo importante, lo absolutamente crucial, es que los
ciudadanos de Londres no tienen ningún miedo a que los bancos más importantes
del Planeta les dejen. Quizás porque piensan que en ese caso, tal vez podrían
–finalmente- alquilar una vivienda medianamente digna a precios medianamente
razonables sin para ello tener que recorrer diariamente medio país en tren.
¿Trump? Los americanos votan. Y después de tantas batallas perdidas, tantas
burbujas explotadas en su propia cara, tantas películas de héroes aburguesados
y anti héroes convertidos en auténticos salvadores, no sé qué otra cosa cabía
esperar. Lo dije y lo repito. O aceptamos la democracia y concedemos al elector
su fuerza, o establecemos límites constitucionales a la democracia. Esto último
que a mí me parece bastante sensato porque basta mirar la historia más reciente
para observar con absoluto asombro cómo accedieron democráticamente al poder
los nazis y no solamente los nazis, sino otros cuantos canallas más, aunque las
canalladas de estos últimos canallas se redujeran estrictamente a la
corrupción, significaría ( – y tal vez terminara siéndolo, conforme las
fronteras se estrecharan más y más; y las fronteras siempre tienden a
estrecharse -) el fin de la democracia como tal y la constatación de que el
elector es – o puede ser –estúpido y que, por tanto, hay que salvarlo de su
propia estupidez. En esos términos, todo hay que decirlo, la democracia dejaría
de tener sentido.
Pero insultar a Trump no tiene sentido en estos instantes. Los hombres no
escuchan a otros hombres. El igualitarismo lo impide. Mi opinión contra tu
opinión. Tengo que obedecerte porque tienes más poder que yo, dice el elector
al hombre respetable, pero en las urnas mi voto es la ley y hago lo que quiero
que es lo contrario de lo que tú quieres y lo hago, justamente, porque sé que
es lo que tú quieres y precisamente porque tú lo quieres voy a hacer lo
contrario de lo que tú quieres. Porque en la vida normal tú, hombre respetable
y poderoso, decides por mí y sientas tu trasero en las sillas de los más
exquisitos restaurantes y duermes en las habitaciones de los más lujosos
hoteles con las mejores fulanas que han pasado por las más estilosas
peluquerías y han comprado en las más caros comercios de las más nobles calles
de la ciudad mientras yo tengo que abrirte la puerta del taxi, servirte la
comida macrobotica, lavar tu cabello y hacerte la manicura de los pies. Pero en las urnas, el amo soy yo. Y tú acudes
a mí en busca de tu voto para tí y hete que yo, elector, me niego a dártelo y
prefiero regalárselo a tu mayor enemigo, a ése que te hace temblar de miedo,
ése que amenaza con romper todo. Mi voto para él porque la alegría que me causa
tu desconcierto, tu enfado, tu indignación, tu miedo compensa el riesgo que tu
contrincante significa. Yo, ciudadano individuo, que sólo te intereso como
elector, que únicamente te diriges a mí como ciudadano individuo, cuando te
interesa mi voto, que finges interesarte por mi bienestar cuando todos sabemos
que simplemente persigues el poder y la estabilidad de tu status
socio-económico, decido que te niego el voto y me río cuando me llamas iluso y
me río cuando de repente te acuerdas de la falta de educación, la falta de
educación que tú has forjado durante años a base de una aplicación permisiva en
la aprehensión de conocimiento y programas de televisión para bestias sin
cerebro. Y ahora, la solución es la censura de la palabra y la aplicación de
duros castigos físicos y psicológicos. ¿Pero dónde queda el esfuerzo por la
aprehensión de conocimientos que es para lo que un chico entiende que ha de ir
al colegio porque los valores se los dan en casa y en la comunidad y en una
sociedad sin valores o con valores confusos al menos debería pretenderse la aprehensión
de conocimientos pero ni eso?
Y el elector vota
a Trump, igual que los europeos no tardarán mucho en votar a sus populistas.
¿Signo de estupidez? ¿signo de cansancio? Quizás. Pero desde luego signo
también de ira-miedo.
Es curioso, el
hombre actual tiene tanto miedo de morir que no se atreve a vivir.
Pero ahí estamos: inventando pieles artificiales para que oculten las
arrugas de nuestra propia piel. Como si el deterioro fuera cosa simplemente de
lo externo y pudiéramos a base de botox, comida macrobiótica y deporte, no sólo
retrasar sino incluso detener los estropicios de la edad. Y luego, claro, nos
asombramos de que viejecitos de ochenta años –los patriarcas de la familia-
vayan sembrando de cadáveres la carretera. Siembran de cadáveres la carretera
porque se les ha hecho creer que pueden estar en posesión de sus facultades
tanto tiempo como las practiquen y por eso siguen practicando la conducción y
el baile y la seducción y el deporte de alto riesgo y todas esas cosas pero eso
sí, con cinturón de seguridad, medidor de la presión arterial, indicador de los
niveles cardiovasculares, contacto directo con el hospital más próximo y
rodeado constantemente de las atenciones de sus seres más queridos, esto es: de
sus vasallos más fieles y leales. Esos -que se sienten admirados por la resistencia de ese viejo imbatible, por lo
mucho que ha hecho (eso al menos asegura él) por este mundo y por su
patrimonio, por la cantidad de heridas abiertas y cerradas de su cuerpo y de su
mente- votan a los nuevos fuertes, a los nuevos que les prometen batallas en
las que poner a su prueba su valentía y su temeridad, de luchar por causas
perdidas y no admirables que sólo una minoría elegida reconoce como ganadas y
heroícas porque ellos son los elegidos,
aunque únicamente ellos y unos pocos más estén en el secreto.
Algunos electores, en cambio, no sienten ni ira ni miedo y tampoco se creen
“los elegidos” (¡qué aburrimiento!, piensan). Para esos electores se trata de
probar lo nuevo, de jugar a “¿qué pasaría sí...?”. Hombres sumidos en la eterna
adolescencia,buscan nuevas experiencias, nuevos modos de aumentar la
adrenalina. Llevar la contraria por el mero placer de ver qué sucede.
Y así entre el
elector ira-miedo, el elector “elegido” y el elector en busca de nuevas y excitantes
emociones, es como se han hecho con el Poder los por el momento simplemente “políticamente
no correctos” líderes de nuestros días: de Aquí, de Enfrente, de Allá y de Más
Allá; de los Unos y de los Otros; del Orden y el Desorden...
El problema número uno: que esos líderes lejos de ser líderes, sean – en realidad-
flautistas de Hamelin.
Eso es lo que, en resumidas cuentas, afirman los críticos a esos nuevos
líderes.
Pero hay un problema aún mayor, al que muy pocos prestan atención: a la
música que tocan y a cómo la tocan. Hasta el momento, ni la crítica a la música
ni a cómo la tocan, parece tener efecto. Como suele sucederme: el asombro ajeno
me asombra. La crítica, sea del tipo que sea, hace tiempo que ha dejado de
tener su espacio en nuestra sociedad y sólo es un mecanismo más de marketing.
Uno de los primeros en verlo fue Balzac, que cuenta en una de sus obras como un
articulista podía criticar una determinada obra a fin de hacerla más
interesante al público. Criticar la música y al intérprete sólo lo hacen más
divertido y atractivo. Los críticos han sido definidos desde hace décadas como las
figuras inertes de la cultura, intransigentes a cualquier cambio y movimiento.
Resulta imposible criticar al arte abstracto moderno ni siquiera cuando de vez
en cuando se venden obras realizadas por niños de guardería porque a fin de
cuentas ¿hay algo más inocente, unida todavía al Absoluto, que el alma infantil?
Trump, Putin, Erdogán: trío de ases.
Con Marie Le Pen, tenemos el cuarto.
Para unos, los cuatro ases.
Para otros, los cuatro jinetes del Apocalipsis.
Así es el mundo: nunca llueve a gusto de todos.
“Y a veces incluso hay diluvios universales con sólo un Arca en la que
poder refugiarse” – añade mi visita.
“Te esperaba hace tiempo” – le digo.
“Lo sé” – responde con voz cansada.
La bruja ciega.
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