En paradero desconocido pero activo, Moriarty sigue moviendo sus hilos con
suma habilidad e inteligencia. Sus marionetas no tienen conciencia de serlo y
quién sabe, quizás hasta yo misma, en mi ingenuidad, sea una de ellas. Moriarty
¿quién lo conoce? ¿quién lo vió? ¿Es amigo o enemigo de los otros eternos, de
aquel Saint Germain y de aquel Casanova, sobre los que tantas historias se
cuentan? ¿Quién puede determinarlo con absoluta seguridad?
La situación, sin embargo, empieza a clarificarse conforme se enmaraña. Y
ello quizás pase a ser la prueba evidente de la certeza de la Teoría del Caos.
Tratándose de Moriarty, no me cabe la menor duda de que con un poco de suerte
(la suya), de ingenuidad (la de los otros) y de la colaboración, del resto, (de
esos que afirman sin mover una pestaña que “el conocimiento está sobrevalorado”
– ¡frase slogan donde las haya!), conseguirá al final imponerse . Esa y no otra es, en el fondo, la dinámica, siempre dialéctica, del ser humano: la victoria y
derrota cíclica de Moriarty. Victoria nunca completa, derrota nunca absoluta.
Mientras tanto, no crean, yo sigo buscándolo desesperadamente. Los últimos
libros que he leído me han proporcionado alguna pista al respecto de su
paradero. Lástima que ni los libros ni el paradero sean conscientes de ello.
Ellos no son conscientes y yo no estoy segura. Son indicios casi quiméricos, por
decirlo de alguna manera. Quizás me haya pasado a mí lo que al Quijote con las
novelas de caballería y yo haya leido demasiadas teorías de la conspiración. ¿Quién
puede asegurarlo? Si algo queda claro después de haber leido “World
Order” de Kissinger es que la Historia del Mundo es la historia de las Guerras
y de los Tratados de Paz. Hasta un punto en que el lector se pregunta cómo es posible que si los conflictos terminan siempre por resolverse a golpe
de Tratado y de Pacto, las sociedades no hayan aprendido a firmarlos antes de
que media población perezca y la otra media acabe hundida por los traumas, el
dolor y la miseria que los enfrentamientos bélicos originan. Sólo al ver que el
hombre no aprende es cuando uno empieza a plantearse seriamente si no habrá en
efecto un Moriarty que, al igual que el Minotauro y tantos otros monstruos
mitológicos, requiera en sacrificio las vidas de unos cuantos inocentes para
autorizar la existencia del resto. Una – que soy yo- termina recurriendo a la
figura de Moriarty para no caer en mayores complejidades existenciales y
teológicas. Una –que soy yo- prefiere quedarse en el terreno de lo
problemático, que siempre tiene una solución (únicamente hay que encontrarla)
en vez de arrojarse al terreno de lo trágico (que no tiene remedio porque es un
espacio que pertenece a la voluntad de lo divino y no al esfuerzo de lo humano)
Por eso sigo buscando a Moriarty: porque Moriarty es uno y por uno, libre
de presiones corporativas y de disciplina de partido; es, además, un individuo,
y por individuo Moriarty es un problema y no una tragedia, y es además, una
figura literaria y por figura literaria, una simple ficción. Por eso es mejor
empeñarse en buscar a Moriarty que terminar aceptando que el hombre o es malo o
estúpido, o ambos, o que las circunstancias son más fuertes que el hombre mismo,
o que un grupo de hombres organiza la destrucción del Planeta sin más motivo
que su ambición destructiva. Todos estos argumentos me proporcionan un terrible
dolor de cabeza (al que ya estoy acostumbrada) además de un terrible dolor de
estómago (al que en absoluto estoy habituada)
Lo dicho: en estos momentos Moriarty está moviendo sus hilos con suma
habilidad, tanta que casi nadie parece darse cuenta realmente de lo desesperado
de la situación.
Obama aprovecha hasta el último instante para aconsejar a Trump que no se
acerque demasiado a Putin. Claro que como lo que al parecer ha recomendado al
nuevo Presidente americano es que no pacte ningún falso acuerdo con Putin, habrá que
preguntarse dónde se pone el acento: si en “falso acuerdo” o en Putin-Rusia. No es que
la cuestión tenga demasiada relevancia. A fin de cuentas, dicen los periódicos,
Obama y Putin no tienen mucho que decirse. No entiendo, francamente, lo que
esto puede tener de especial para ser publicado. En realidad, no tienen nada que decirse. En política pasa lo
que pasa siempre: “A Rey depuesto, rey puesto”. Obama es un hombre privado y ¿a quién le
interesa conversar de temas de Estado con un hombre privado? A Putin-Rusia no,
desde luego.
Lo interesante es que en este instante todo son o consejos o amenazas más o
menos encubiertas para Trump. El espectador de Occidente se levanta de su sillón
para hacer una recomendación tras otra a Trump o para advertirle de lo que le espera si no atiende
a razones: a las suyas, a las del espectador... Consejos que suenan a sermones;
recriminaciones que recuerdan a aquellas del abuelo Cebolleta. Discursos, en
general, construidos a base de palabras
que suenan y resuenan, como si de un eco se tratara, y que los próximos meses
se encargarán de demostrar si son palabras con contenido o huecas, palabras de
hombre o de aire. Y es que mientras las voces de Occidente se alzan unánimes
contra Trump y sus intenciones, las voces que se enfrentan a Erdogán están en inferioridad
tanto en lo que a cantidad como a decibelios se refiere. En la mayoría de los
periódicos españoles, por ejemplo, ha pasado desapercibido el incremento de “refugiados”
turcos que están empezando a salir de su país. Incluso en Alemania, país de
acogida de la mayoría de estos nuevos expatriados, no se sabe a ciencia cierta si se
trata de algunos militares o de algunos disidentes, o de ambos. Tampoco se
conoce el número de esos “algunos” y casi no se ha escrito –sólo se ha
apuntado- sobre el grave problema que se originará en el caso de que los
acuerdos entre Turquía y Europa se rompan debido, justamente, al ambiente
dictatorial-tiránico que está empezando –o al menos eso dicen- a emerger en
Turquía. Digo “al menos eso dicen” porque, en primer lugar, yo ni he estado en
Turquía ni sé hablar turco y, en segundo lugar, al parecer hay muchos turcos
que están sumamente contentos de su presidente elegido Erdogán. Lo que me
asombra es que el espectador occidental evite el enojo y practique el
comedimiento respecto a un país del que, primero, sabe – o debiera saber- que ya
ha sido más de una vez, y más de dos, gobernado tiránicamente; siendo, segundo,
consciente – o debiendo serlo- de que su
Presidente –democráticamente elegido- está atendiendo a las voces que desean
islamizar a la nación y, tercero, encontrándose geográficamente Turquía donde
se encuentra y con el fanatismo islámico a las puertas de su casa, como quien dice. Sin
embargo el espectador “no sabe no contesta”, y si lo sabe contesta que “las
consecuencias de las decisiones de Trump para Europa serán más serias que las
que puedan producir las de Erdogán”; así que el espectador prefiere ignorar a
Erdogan,- tal vez para no terminar como el bravo soldado Schwejk: delante de
los tribunales de justicia- y centra y
concentra sus embates en el presidente de una nación constituida desde sus orígenes
sobre principios y valores democráticos; nación –además- que ya ha dado, a
pesar de su juventud, varias lecciones de democracia a la vieja Europa. Nadie
niega los graves problemas raciales, violentos y salvajes que existen en Estados
Unidos y he dedicado varios artículos al respecto; pero dirigir la indignación
contra un presidente elegido democráticamente y contra los votantes que lo han
elegido me parece más dictatorial que las premisas autoritarias que ese
presidente defiende; más dictatorial y más peligrosa. Y esto por varias
razones: el presidente americano se debe a la Constitución y a las Leyes americanas y tanto la una
como las otras, defienden a los Estados Unidos de decisiones tendentes a destruir
la libertad del ciudadano; en segundo lugar, la actividad político-religioso-social
es allí constante. La asociación de los ciudadanos no es una premisa: es un hecho;
las televisiones locales se ocupan de los temas más nimios: desde la elección
del representante X al socavón del camino vecinal; en tercer lugar, porque una –
que soy yo – piensa lo mismo que dice Obama: que las circunstancias reales
obligarán a Trump a limar muchos de sus propósitos.
Esto que ya he dicho, que ya he repetido, que de un modo u otro y que
también algunos más han afirmado, al principio a media voz y ahora con un poco
más de brío en el tono, ha de ser–nuevamente- recordado porque hay una cuestión
que sigue pasando desapercibida por la mayoría y poco profundizada por aquellos
que la intuyen.
La cuestión es la de la diferencia existente entre “el ciudadano indignado”
y “el populismo”.
La respuesta a la que fácilmente se llega, y de hecho es la que
habitualmente se encuentra en las publicaciones, es la de que la unión de
ciudadanos indignados da origen al movimiento populista; en donde el
término “populista” es el eufemismo, políticamente correcto, que hoy se emplea
para designar, o encubrir, ya ni lo sé, a una acepción mucho más dura, por
terrible: “el fascismo”. Pero claro, hay que guardar las formas. No sé
francamente, por qué en determinadas situaciones, situaciones extremas, hay que
guardar las formas; sobre todo cuando el fondo ha desaparecido. Y no me refiero
a las formalidades corteses, no me refiero a la hipocresía que exige la relación
entre individuos distintos y diferentes, porque esas hace tiempo que están en
peligro de extinción. A lo que me refiero es por qué esa manía de otorgar
nombres distintos, a lo que es lo mismo, para enmascar su verdadera naturaleza.
Y así, el término “populista” sugiere
sin nombrarlo al fascismo y, más concretamente, al nazismo - sobre todo
teniendo en cuenta que Hitler llegó al poder de forma democrática. Pero como no
pretenden ser descorteses ni tampoco desean ser tildados de retrógados u
obsoletos, buscan un nuevo término para el mismo fenómeno, sin detenerse a
reflexionar acerca de los problemas que ese nuevo vocablo entraña. El más
importante: el de que todas las democracias se caracterizan por ser populistas
y que es esto, justamente, lo que las diferencia de las monarquías y de la
aristocracia. Eso, sin olvidar, que cualquier gobernante demócrata se esfuerza
en agradar a sus electores; o sea: al pueblo.
Por tanto hay que analizar por qué ganan determinados candidatos y no
otros. Y por qué no ganan esos otros candidatos que, a diferencia de los
ganadores en las elecciones, se caracterizan por una impoluta corrección
política. Pero no. No se hace nada de eso. Los mismos periódicos que con tanta
virulencia se lanzan a criticar al populismo, son ellos mismos víctimas de su
indignación y publican artículos a cual más terrorífico acerca del futuro que
nos aguarda. Si eso no es populismo, me pregunto.
En algunos casos es así y en otros tantos existe, en efecto, una
intersección entre ciudadano indignado y populismo; pero hay un par de consideraciones que han quedado sueltas y que
es necesario atar para comprender adónde quiere ir a parar Moriarty. Mi Moriarty.
La más importante: la de que “ciudadano indignado” y “populismo-fascismo-neofascismo”
son dos fenómenos separados y distintos. El ciudadano indignado es siempre un
individuo y aun en el caso de que proteste junto a otros ciudadanos indignados,
no pierde su individualidad. Ese “protesto” del ciudadano indignado tiene que
ver con sus convicciones más profundas y la convicción más profunda del
ciudadano indignado es la de su indignación crónica. En cambio, el movimiento “populista-fascista-neofascista”
( o como ustedes prefieran llamarlo) está compuesto por ciudadanos
anti-sistema, que obedecen a otro tipo de patrones; el más característico: el
de la masa.
El ciudadano indignado es el ciudadano que acude normalmente a su taberna a
conversar de sus temas, a soltar sus chistes y a escuchar algunos nuevos. El
ciudadano indignado es el ciudadano que se sabe no-élite, que además no tiene
ningún interés en serlo y que le basta con poder llegar “tirando” y “estirando”
a final de mes. El ciudadano indignado se indigna contra los políticos, sea
cuales sean los políticos, igual que se indigna con el tiempo –haga el tiempo
que haga. En resumidas cuentas: “el ciudadano indignado” es una figura que
existe en cualquier época y en cualquier sociedad y no tiene nada que ver con
el bravo soldado swejk, que no se indigna por nada porque de lo único que se
preocupa es de vivir su vida con la máxima paz y justo por ello es molestado por
todos aquellos conciudadanos que creyéndose ciudadanos honorables y respetables
únicamente son ciudadanos indignados y tampoco con el ciudadano trabajador, que
va a lo suyo y tan sólo se preocupa de su trabajo y los suyos. Ni siquiera
tiene que ver con aquel magistral Mr. Doolittle que el genial Bernard Shaw
describió en “Pigmalión” y que finge por un lado ser un amantísimo padre,
mientras por el otro es un auténtico, aunque adorable, bribón. El ciudadano
indignado es uno de esos que indignado se levanta e indignado se acuesta, sin
que él mismo pueda explicar muy bien por qué. Uno de esos que gritan “Protesto”,
a la manera del Pitufo protestón: sin un motivo real. Esto que podríamos
denominar “debilidad de carácter” o simplemente “carácter”, no suele tener
graves consecuencias para la sociedad. Quizás un par de trifulcas con el vecino
y un par de airados argumentos en la taberna ante un público que, indignado como
él, se apresura a darle la razón. Sin embargo, como digo, el ciudadano
indignado –una vez expresado su descontento vuelve a su casa a seguir
recopilando argumentos para el día siguiente. Si el ciudadano indignado no
supone grandes quebraderos para la sociedad, ello se debe sobre todo a la existencia
de niveles que amortiguan y limitan los efectos de dicha indignación. Un primer
nivel son los Mr. Doolittle de este mundo, que todo lo dicen en serio pero todo
se lo toman a broma. Un segundo nivel son los bravos soldados Swejk que terminan
consternando y confundiendo a cualquiera que se digna a hablar con ellos,
ciudadano indignado incluido. El último nivel lo constituye la élite. Una élite
que ha de esforzarse día a día por seguir siendo élite, poco importa que sea
económica, social, política, culturalmente o todo ello junto. Y es justamente
ese “esforzarse día a día por seguir
siendo élite”, lo que hace de una élite, élite. Es también por eso por lo que
conductas tales como el “amiguismo”, el “nepotismo”,
el “clasismo” (que no es más que el fingimiento de un grupo de personas de ser élite, aunque ya no lo son),
han provocado tantos terremotos en las sociedades. Lo que unos han denominado “Revolución”,
ha sido denominado por otros “Justicia”. Lo que ha sido llamado “políticamente
correcto” por unos, ha sido calificado como “corrupción” por otros. Una de dos:
o la élite se esfuerza en ser élite, en el sentido platónico del término - o
sea: disciplinados aristos que no se dejan subvertir ni por la música ni por la
taberna, por muy divertido y recalcitrante que sea el ambiente que allí se
respira – o la élite es despojada de su rango de élite. Y es aquí, precisamente
aquí, donde entra en acción el ciudadano indignado y donde juega el papel fundamental
que le corresponde en la sociedad. En efecto: en aquellas sociedades donde la
élite sigue siendo élite, el ciudadano indignado no supone un grave problema.
Tal vez, eso sí, un incordio, pero no un grave problema. Sin embargo, cuando la
élite ha dejado de ser élite, la voz del ciudadano indignado es la primera en
oirse porque es a él a quien justamente le corresponde ese papel. Al principio,
claro, nadie le escucha. “Ese pesado”, dicen los que le conocen. “Otra vez a
vueltas con lo mismo”, suspiran un tanto enervados. Al principio, como digo,
nadie le escucha. ¿Cómo le van a escuchar si es de los que protesta por una
nubecilla cuando luce radiante el sol? Es cierto que hay una nubecilla, pero no es menos cierto que el sol luce radiante. Hasta que lenta pero inexorablemente el
cielo se va cubriendo de nubes cada vez más negras. Es entonces cuando ese
ciudadano indignado se siente fuerte. Pero no por la existencia de otros
ciudadanos indignados, cosa que al ciudadano indignado le trae sin cuidado,
sino porque finalmente los hechos le dan la razón.
Esto es, en resumidas cuentas, lo que sucede al principio del principio.
Sin embargo la élite que ha dejado de ser élite se obstina en seguir
llamándose “élite” y en ser tratada como tal; por eso en vez de considerar ese
grito como una voz de alerta respecto a su propio comportamiento de élite, se
conforma con negar al ciudadano indignado cualquier credibilidad, recordando la
insulsa, casi infantil, indignación que suele caracterizarlo, de modo que aquellos respetables
conciudadanos –que en ningún modo quieren ser señalados como asiduos clientes
de la taberna de los indignados, aunque de vez en cuando se dejen caer por
allí, -pero no es lo mismo –piensan esos respetables conciudadanos- dejar
caerse por allí que estar tirado allí mismo, que es como normalmente están los
ciudadanos indignados – apoyan a la élite, que ya no es élite, pero que se empeña
en seguir siendo vista y tratada como élite.
Es cierto, en efecto, que el ciudadano indignado es un pesado; es cierto
que la figura del ciudadano indignado existe siempre y en cualquier sociedad.
Es cierto. Igual que es cierto que dicho carácter sólo cobra importancia cuando
los problemas empiezan a aflorar y alguien ha de ser el primero en atreverse a
denunciarlos. La mayoría de los ciudadanos son conformistas. La mayoría va de
su casa a trabajo y del trabajo a su casa y rompe el esquema en vacaciones, si
es que su economía se lo permite. El ciudadano indignado es el ciudadano
vigilante. El ciudadano que está más pendiente de los problemas que le rodean
que de él mismo, el ciudadano que ve los árboles pero no el bosque. Y lo que ve
cuando mira a un árbol no es ni siquiera el árbol, sino el asta que está a
punto de desprenderse del tronco y por eso el ciudadano indignado grita que ese bosque es sumamente
peligroso. Quizás el bosque no lo sea, pero desde luego el peligro que el
ciudadano indignado denuncia es real. Y una sociedad sana es la que mantiene el
bosque accesible a los caminantes a pesar de que no pueda asegurar todas las
astas. Y pese a todo: si el bosque está amenazado, no lo duden: el ciudadano
indignado será el primero en saberlo. La mayoría de sus conciudadanos seguirá caminando tranquilamente
ajena a los peligros que le acechan.
¿Cuál es el mayor el mayor riesgo para una
–cualquier- sociedad? El de que la élite deje de ser realmente élite. Sucedió
en los tiempos previos a la Revolución Francesa y siguió sucediendo en los
tiempos previos a las Guerras Mundiales. La élite diplomática que se
había reunido en el Congreso de Viena en 1815 para restablecer las fronteras
tras la embestida napoleónica, fue la misma élite que un siglo después condujo
a Europa a la guerra tras haber convertido la diplomacia en un formalismo sin
fondo, de modo que las palabras no significaban nada y los gestos pertenecían a
la escenificación teatral, más que a otra cosa. Ni siquiera los intentos
democráticos de la élite durante la República de Weimar lograron calmar los
ánimos. Y eso por el terrible hecho de que llegados a ese nivel el ciudadano
indignado había desaparecido para dejar paso a los ciudadanos anti-sistema.
Los ciudadanos anti-sistema quizás estén indignados, pero esto –francamente-
no es “el punto” de la cuestión. Utilizando la biología, si el ciudadano
indignado es el grito de dolor (y el dolor es lo más individual que existe porque a uno
le puede doler algún miembro de su cuerpo aunque esté perfectamente sano y no
haya sufrido accidente alguno – los dolores psicosomáticos-, el ciudadano
anti-sistema son los leucocitos que actúan unidos y en conjunto para
contrarrestar el peligro de una enfermedad. Repito: el dolor es personal e
intransferible aunque sea psicosomático e incluso “sugerido”, pero para
calmarlo necesita un calmante o una terapia. El dolor para ser combatido
necesita una acción desde el exterior (llegados a un punto de dolor ni siquiera una personalidad místico-meditativa consigue apaciguarlo).
La enfermedad, en cambio, precisa de un ejército disciplinado, coherente,
animoso: victoria o muerte. Eso son los leucocitos. Esos son los ciudadanos
antisistema. A veces ayudan a paliar una enfemedad. Se les llama entonces reformadores, o formadores de conciencia ciudadana.
A veces, sin embargo, un
exceso de leucocitos lejos de resolver los problemas orgánicos de un cuerpo,
denuncian la grave enfermedad que ese cuerpo padece (leucemia, por ejemplo). Es
decir, el excesivo número de leucocitos lejos de significar la esperanza para
el cuerpo enfermo, indican justamente lo contrario: el grave deterioro del
mismo. El aumento desproporcionado de leucocitos lejos de ser un ejército
victorioso se presenta como un ejército derrotado. Lo mismo puede afirmarse –a
pesar de las diferencias- respecto de los ciudadanos anti-sistema.
Y bien, hechas todas estas apreciaciones habremos de determinar en
qué estadio nos encontramos: si aquel en el que el ciudadano indignado sale de
su taberna habitual y empieza a gritar que el bosque arde, o aquel en el que
los ciudadanos anti-sistema se echan al monte para intentar, todos a una,
extinguir el fuego (en una primera fase) o en avivarlo (aumento desmedido de ciudadanos anti-sistema)
Sí. Tienen ustedes razón. Mi principal objetivo no es criticar ni al ciudadano indignado ni
al ciudadano anti-sistema, sino en mostrar las grandes diferencias que los separan. La mayoría de los que se ocupan del tema está tan ocupada en criticarlos que o
bien no explica al lector las distinciones entre ambos o ni siquiera se ha detenido a reflexionar sobre ella y por eso al final se utilizan ambos términos de forma indistinta e
indiscriminada como si de sinónimos se tratara.
El bosque de nuestra sociedad occidental está ardiendo. Negarlo es
ridículo. La deuda sigue imparable su crecimiento; la supervivencia de las
industrias está en peligro y muchas cierran porque – lo diga quien lo diga -
sin beneficios poco pueden pagar a los trabajadores y menos aún pueden exigir
los sindicatos. Esto, justamente, ha sido otro de los motivos de la
desaparición de las asociaciones de trabajadores. ¿Cómo se van a asociar para
reclamar lo único que en estos momentos les preocupa, esto es: el puesto de
trabajo, si la lucha por el puesto de trabajo es en estos instantes un “sálvese quien pueda”? Y
eso que los trabajadores intentaron mantenerse unidos: hasta que observaron que los
últimos en perder el suyo eran los representantes sindicales. Hasta allí llegó
el deseo de asociacionismo, dicen los que dicen conocer el asunto.
La deuda, como digo, y la crisis económica, representan dos graves
problemas pero el mayor de todos es el de la desaparición de la élite.
Compréndanme: hay hombres sabios, hombres activos, hombres que trabajan sin
esperar grandes beneficios para y por la Humanidad, la Ciencia y todas esas
grandes palabras. Pero lamentablemente no son los más representativos. La
mayoría de ellos va de aquí para allá vagando entre las sombras y se contenta
cuando encuentra un grupo en el que seguir trabajando sin ser apaleado, y
encima de apaleado, condenado. Los programas del pueblo para el pueblo se ven
imitados peligrosamente por los programas que debieran ser para los pensadores.
No. No todos somos iguales. Al Pueblo –que tiene un espíritu completamente
distinto del de Fuenteovejuna- le gusta disponer de (Libres) pensadores y de sabios
tanto como de Mitos y Leyendas sobre héroes y hazañas que esos semidioses
llevaron a cabo con ayuda de él: el Pueblo y que contribuyeron a su supervivencia y a su esplendor. El Pueblo sabe que esos (Libre)
Pensadores y esos sabios y esos hombres políticos de bien, forman parte de él:
el Pueblo, y justamente por su naturaleza superior logran que el Pueblo sea
también mejor.
Pero hete aquí que el Pueblo observa asombrado que la considerada élite, se
comporta como se comporta el Pueblo cuando va a la taberna o a la fiesta y deja
de ser Pueblo para convertirse en Fuenteovejuna. El Pueblo asiste con los ojos
abiertos por la sorpresa y los labios callados por la consternación, que la
élite habla el idioma, no del Pueblo sino – y he aquí lo grotesco- ¡de
Fuenteovejuna!. La élite cuenta los mismos chistes que Fuenteovejuna, comete
sus mismas faltas de ortografía y de sintaxis, piensa y utiliza las mismas
frases slogan, actúa con las mismas astucias de los pillos, usa de la misma
extrema flexibilidad de la que abusan los charlatanes a la hora de vender sus
remedios contra las muelas y de las mismas justificaciones a la hora de
defender la validez de un producto que estaba, desde antes ya de la venta,
defectuoso.
¿Y qué es lo que sucede?
Que los ciudadanos indignados levantan la voz. El Pueblo levanta la voz. Y
la élite no reacciona. Reaccionó en Alemania, cuando Merkel apeló a la élite a
esforzarse, aunque no se dirigiera a la élite sino al Pueblo Alemán en su
conjunto, para que siguiera siendo intelectualmente brillante. Esto obligó al
Pueblo a mejorarse y justamente por eso y porque “a buen entendedor, con pocas
palabras sobra”, llevó a las élites a re-activarse aún más de lo que ya lo
estaban. El Pueblo Alemán y sus representantes políticos saben mejor que nadie
lo que significa un adormecimiento o un estancamiento de las élites. Las
reformas educativas al respecto fueron acompañadas de una re-visión de los
títulos de Doctor y de una re-visión y calificación de las Universidades. Hoy
como hace veinte años este país sigue siendo el país de “pide y se te dará”
seguido del inevitable “nadie da duros a pesetas”, que algunos parecen haber
olvidado. Por eso uno ha de tener cuidado con aquello que pide: porque lo que
se pide exige un esfuerzo proporcional a aquello que se pretende obtener.
Hasta ahora, en Alemania, en Estados Unidos, en Francia, lo que se observa
no son los ciudadanos anti-sistema sino los ciudadanos indignados cuyo número
crece a día. Y es por eso por lo que las élites, y no me refiero únicamente a
las políticas, han de esforzarse en seguir siendo élites y no sólo clases bien
acomodadas.
Llegados a este punto ¿qué papel juegan los llamados “Movimientos
anti-sistema” y qué papel juega Moriarty?
Estoy cansada de escribir y ustedes seguramente hartos de leerme
(suponiendo que su paciencia todavía no se haya extinguido). Dejémonos, pues de
disquisiciones, y volvamos a Moriarty.
Moriarty.
Mientras el espectador europeo arrambla contra Trump y sus salidas de tono
xenófobas, llegan a casa del espectador europeo visitas inesperadas. Las
palabras que ahora tan correctamente profiere el espectador no tardarán en ser puestas a prueba y, viendo como vimos, cómo había sido la solidaridad
europea entre los europeos con respecto a la solidaridad que los europeos
debían mostrar a los refugiados, mucho me temo que la diversión de Moriarty va
a seguir un buen rato. Sobre todo teniendo en cuenta la cantidad de voces que
distinguieron entre refugiados cristianos y refugiados no cristianos y todas
esas cosas. Los ciudadanos indignados estaban sumamente preocupados por sus
puestos de trabajo, por sus prestaciones, por las ayudas
sociales que recibían. Los ciudadanos indignados fueron, como siempre sucede,
escuchados por los únicos prestos a escuchar al dolor: por los leucocitos; esto
es: por los ciudadanos anti-sistema. Y estos, los ciudadanos anti-sistema, sí
que son peligrosos. No en las dosis adecuadas, porque entonces los ciudadanos antisistema provocan reformas tendentes a solucionar los problemas y por eso son parte esencialmente necesaria de cualquier sociedad que se precie. Pero en cantidades desmesuradas se convierten en lo que Przbyszewski denominó "Hijos de Satán" en la obra del mismo título. Los ciudadanos anti-sistemas en medidas desproporcionadas lejos de querer apagar el fuego, que es lo que en el fondo
persiguen los ciudadanos indignados, se esfuerzan por intensificarlo. Llegados a esa abundancia descomunal los ciudadanos anti-sistema están
convencidos de que la enfermedad del cuerpo es incurable y que no se puede
hacer nada excepto destruir el cuerpo social al completo.
A partir de entonces se haga lo que se haga, los ciudadanos anti-sistema no admitirán más
justificación que la negatividad, el caos, la destrucción. Su acción no será una simple protesta, no será un “todo
está mal”, que es la cantinela del ciudadano indignado. No. La idea fija de los ciudadanos antisistema cuando su número se ha desbordado es la de que “todo tiene que ser destruido”. No es que el bosque
no les guste, que es lo que les pasa a los ciudadanos indignados porque además
sólo lo ven cuando está en llamas porque antes únicamente distinguen las astas
medio sueltas; es que los ciudadanos anti-sistema en su desbordamiento deciden que el bosque está enfermo sin remedio y que no hay más solución que acabar con él. Ese es el problema.
Y mientras tanto, los periódicos, no sé si por vender más ejemplares –por aquello
de que la prensa está en crisis- o porque disfrutan siendo el centro de interés
o...-, no sé, francamente, no lo sé-, se dedican a propagar el miedo por el populismo
donde solo y simplemente ha habido unos resultados electorales democráticos, se
dedica a excitar la cólera de los ciudadanos indignados en situaciones en las que no sucede nada que los
ciudadanos mismos no hayan querido. Que un grupo de ciudadanos elige lo que otros grupos desprecian es normal. La democracia es así. Y si esto no gusta a los periodistas, es que los periodistas - o sus jefe s- anhelan una aristocracia, o una monarquía ¿universal?. Es hora de
que los articulistas piensen y reflexionen adónde quieren llegar con los
titulares que advierten de fantasmagorías mientras callan la existencia de los
auténticos peligros. ¿Quieren ustedes auténticos peligros? Investiguen el por
qué de las constantes agresiones entre niños en los colegios y por qué los profesores no se enteran de nada, de las rupturas en las familias,
de la restauración de los “clanes”, de la demagogia, del uso y abuso de las
frases slogan, de que nadie hoy en día se considere inculto por el simple motivo de que sabe leer,
escribir y las cuatro reglas y de que nadie se avergüence de sus faltas de
ortografía, al tiempo que todos se consideran con derecho a hablar y a expresar no
sólo “su” opinión sino incluso “su” verdad; pregúntense por qué las percepciones
y explicaciones de un mismo hecho son distintas según las personas incluso
cuando esas personas son conscientes de que las están filmando y grabando; pregúntense por
qué las encuestas se ocupan de cuántos libros uno lee al año en vez de qué
libros son los que lee y por qué los jóvenes de veinte a treinta años que se
dedican a aconsejar lecturas para los de su edad, recomiendan libros que a mí
me parecen –lo digo sinceramente- para chicos de diez a quince años, pero no
más; y por qué, en cambio, aquellos que leen lecturas apropiadas han de
ocultarlas o mantenerlas si no en secreto, sí en la penumbra, para no ser
tildados de raros y freaks y qué se yo.
En vez de dedicar grandes titulares a Trump, dediquen grandes –enormes-
titulares al problema Erdogán en Turquía. Es cierto: algunos actores de
Hollywood expresaron su voluntad de marcharse, caso de que ganara Trump pero es
que de Turquía están realmente saliendo y no precisamente actores. Y dediquen enormes,
grandes titulares, al imperio chino que tiene un contingente humano,
empresarial, político e intelectual cargado de grandes sueños.
Piensen en todo ello y contesten sinceramente:
¿De verdad siguen pensando que las relaciones entre Estados Unidos y Rusia
han de continuar siendo tan tensas como algunos se empeñan en mantener? ¿A
quién beneficiaria?
Cuando dos se pelean, un tercero gana.
Si ese tercero no es ni el Islam, ni China, ni el Vaticano, ni Latinoamérica, convendrán conmigo en que ese tercero únicamente puede ser uno.
Moriarty
Cuando los anti-sistema de todos los grupos políticos-ideológicos-culturales del Planeta se hayan reunido, no quedará
demasiado juego que jugar.
Humildemente, y lo digo en serio porque estar segura no estoy, la única
(por última) esperanza que queda para librarnos de los anti-sistema es la
recuperación de la élite (aunque para ello haga falta una transfusión o una operación) y esto sólo se logra convirtiendo al individuo en
individuo responsable. Atrás tienen que quedar los victimismos que encubren a
los verdugos, los igualitarismos que desprecian a los meritorios, las frases
slogan que ocultan la verdad y la reflexión.
Por Dios y por la Libertad o simplemente por la Sociedad Occidental:
¡Sapere Aude y muera Moriarty!
La bruja ciega.
Suena cursi, lo sé. Casi patético pero es que hasta el momento no se me ocurre otra cosa
mejor.
Estoy sumamente cansada.
El artículo ha sido muy extenso. Soy consciente de ello. Sin embargo me interesaba sobremanera aclarar las diferencias entre la naturaleza de ciudadano indignado y ciudadano anti-sistema a fin de que no se dejen ustedes manipular ni por determinadas tendencias políticas ni por determinados medios de comunicación que bien por ingenuidad, por desconocimiento o por colaboración, sirven a dichas tendencias ideológicas.