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Tuesday, November 1, 2016

Kissinger, “World Order”

Y bien. Sí. Lo confieso. Me aburro. Me aburro terriblemente. Si no fuera por Kissinger y su „World Order“ mi vida en estos momentos estaría consumiéndose en el más angustioso de los tedios políticos. ¿Han leído ustedes los periódicos? Nada. Nada salvo un poco de “small talk” por aquí y un poco de “small talk” por allá. Tanto mundo global e interrelacionado para acabar dedicando nuestra atención al hombre que sufre un cólico nefrítico en algún lugar del planeta, y la mujer que ha aparecido muerta en la habitación de su casa en extrañas circunstancias, por poner un par de ejemplos. No digo que tales sucesos carezcan de importancia para sus allegados y amigos, pero díganme ¿supone un imperdonable acto de impiedad no sentirme en absoluto impresionada por tales noticias? ¿es totalmente insolidaria mi actitud? Mi absoluta indiferencia hacia los accidentes que se suceden en el Everest ¿es signo de apatía moral? ¿es mi actitud condenable? Bien. Lo confieso. Si fuera yo la que se encontrara en semejante tesitura, preferiría –reclamaría incluso- la más absoluta de las discreciones. A decir verdad me bastaría con que las autoridades locales se ocuparan profunda pero extensamente de mi caso y encontraran al responsable de mi muerte o la explicación y el remedio a mi sufrimiento (realmente con el remedio sería suficiente) y poco más.

En cuanto a los sucesos curiosos con videos incluidos, a mí, más que curiosos, me parecen morbosos y el morbo, francamente, no es algo que me haya interesado jamás, seguramente porque tampoco he entendido en qué consiste su atracción. Lo morboso es algo de lo que quieren huir todos los que se encuentran en él. Si los que están dentro luchan por salir, no entiendo el placer que encuentran en mirar la situación los que están fuera. Llamemos a las cosas por su nombre: esto no es periodismo ni información. Es, simplemente, una nueva forma de voyeurismo. Y el problema del voyeurismo no es tanto el voyeurismo en sí, sino que el voyeur “mira” al otro porque no tiene otra cosa mejor que hacer. Alguien que observa lo que hace su maestro y cómo lo hace, para a continuación intentar llevarlo a la práctica él mismo, es un aprendiz, no un voyeur. Un voyeur mira y mira y mira y mira y al final del día se va a acostar con la única intención de levantarse al día siguiente para seguir mirando. Aburrido, sí. Aburrido. El mundo está repleto de aburridos voyeurs que aburren a los que no paran de trabajar las veinticuatro horas del día con las cortinas cerradas, los móviles desconectados y los ordenadores apagados para que los voyeurs, cotillas y pesados varios no les molesten. Y luego están esos que con tono indignado se quejan de que llaman a fulanito y a menganito y de que no les cogen el teléfono. Crueldad mental, quieren dar a entender. ¿Crueldad mental? ¿Saben ustedes cuántas formas de “crueldad mental” escenifican esos que se dedican a llamar por teléfono a los hombres y mujeres ocupados de este mundo? Conversaciones surrealistas en las que el pesado de turno pone en acción diálogos que no están teniendo lugar más que a un lado del teléfono: el suyo. Gentes que empiezan a gritar “¡soy un monstruo!”, “¡soy un monstruo!”, como si la otra persona las estuviera convirtiendo en las culpables de las miserias de su vida, cuando la realidad es que al otro lado únicamente se encuentra una persona que paralizada por la sorpresa, impávida por la inexplicable reacción del que le acaba de llamar, únicamente se atreve a intentar consolarla y a repetirle una y otra vez que no es un monstruo, que es una persona encantadora. Pero no. La persona que ha llamado es realmente un montruo que quiere mostrar a los oyentes de su obra de teatro lo terrible que es la persona al otro lado del teléfono; esa que se esfuerza en consolar a alguien que no necesita consuelo porque no está en absoluto siendo insultado ni nada por el estilo. En cuanto a los oyentes ¿a quién le interesa realmente la verdadera verdad? El teatro es el teatro. El espectador asiste a la escenificación y punto. Así que cuando la otra persona al lado del teléfono ya no coge el auricular cuando el aparato suena, los asistentes se sienten traicionados porque ya no hay función. Y sin función, el hastío vuelve a llenar sus vidas.

Algo así explicó una “linda ancianita” cuando fue detenida por tráfico de drogas. Su vida –dijo- había sido sumamente anodina hasta esos momentos. Ya lo vió el genial e inigualable Dürrenmatt en su obra “La Avería”. No los jóvenes son los malvados, sino los viejos aburridos y cuanto más inteligentes, peor. A los viejos habría que mantenerlos ocupados, pero no como se ha hecho hasta ahora, a base de viajes y juergas, sino a base de terapias que sirvieran a la comunidad. Estoy segura de que esa “linda ancianita” hubiera sido una estupenda representante de ventas a poco que se le hubiera permitido. Pero la única oferta que le llegó fue la de la venta de drogas y claro, la pobre, no tenía otra cosa mejor que hacer que venderlas. Pueden figurarse qué nivel de aburrimiento sería el suyo que olvidó que con su acción estaba matando a todo un colectivo de jóvenes. No. No lo pensó. En realidad tampoco era su deseo el ir matando a muchachos a diestro y siniestro; a lo único a lo que ella pretendía asesinar era a su aburrimiento. Quién sabe. Quizás después de su paso por los tribunales se decida a escribir un libro en forma de novela-reality con el título de “Memorias de una camello aburrida” o algo por el estilo. Puede que haciéndolo no sólo se divierta sino que incluso cobre un poco de dinero. Al paso en que van las pensiones, falta le hará.

En cualquier caso una cosa hay que admitir: ni las viejecitas empeñadas en escenificar sus propios guiones por teléfono ni las viejecitas dedicadas a ventas ilícitas pueden ser consideradas voyeuristas. Son, eso sí, un grave incordio para las personas ocupadas y por eso los que se dedican a trabajar a las unas no les cogen el teléfono por más que protesten los espectadores de turno y a las otras las apartan de su, no cabe duda, emocionante actividad para intentar –al menos eso- que cuando se presenten ante el Juez Supremo no lleguen más cargadas de pecados de los que por el simple hecho de vivir y de haber sobrevivido a unas cuantas batallas tan cotidianas como humanas, les corresponde llegar.

El resto de desocupados son voyeuristas por más que estén absolutamente convencidos de que por el hecho de leer periódicos están informados y sumergidos en los ambientes intelectuales. Los periódicos hoy en día no informan ni poco ni mucho. Copian lo que les dicen las agencias-empresas de información y éstas, a su vez, copian lo que les dicen el equipo de prensa de la institución, empresa o asunto correspondiente. Entre lo que dice una agencia-empresa de información y lo que dice otra, no existe una gran diferencia. ¿Mueren muchos periodistas al año? Claro. Los que intentan hacerse un hueco relevante en el mundo de la prensa y se saltan los “protocolos” yendo ellos mismos al centro del conflicto. Allí, si no los matan unos, los matan los otros, o quizás reciban unas cuantas balas por delante y otras cuantas por detrás. En cuanto al cyber-ataque en tanto que cyber-ataque no puede ser periodismo. Quiero decir que el principal objetivo del cyber-ataque no es el de informar, sino el de hacerse con información, que es muy distinto, para después servirse de la que convenga y deshacerse de la que no interese, con fines de espionaje industrial, militar, político o, simplemente, propagandístico. Y en cuanto a las teorías de las conspiraciones, se han puesto tan de moda que por cada una sumamente valiosa hay un millón que no son más que guiones de película surrealista para los que quieren enterarse de las últimas vanguardias y corrientes artísticas y otro millón que ni eso.

El periodismo ha muerto por la sencilla razón de que el periodismo fue un producto de la Ilustración y la Ilustración ha muerto. Y con ella la palabra. Lo que queda hoy en día es la emoción, el espectáculo y por tanto la palabra ha sido sustituida por la palabrería, la charlatanería, el cacareo, el repite-monos, la frase slogan o fraseología en castellano, la verborrea, el donde dije digo digo Diego, y todas esas insensateces que son necesarias en un mundo que ya no lee o que lee en diagonal o que se interesa en cuántos libros lee alguien al año e insensateces parecidas.

Yo, esa es mi suerte, he encontrado a Kissinger para librarme de la monotonía y el aburrimiento. “World Order” es un gran libro. No sé, sin embargo, si alguien que no tenga unos previos conocimientos de la historia podrá comprenderlo en toda su profundidad y en toda su ironía, porque lo cierto es que –quizás me equivoque- pero de vez en cuando me asalta la sospecha de que en más de un párrafo y en más de dos –por ejemplo cuando habla del papel de Richelieu en la guerra de los treinta años y del papel, en general, de Francia, en el transcurso de la historia europea, se esconde una cierta ironía: la del que se divierte contemplando las triquiñuelas de los hombres de Estado, triquiñuelas que no siempre dan buenos resultados pero que no dejan de tener “su no se qué de gracia” en el momento de su incubación y nacimiento. A veces creo que Kissinger piensa de Richelieu lo mismo que yo de aquélla linda ancianita que se dedicaba a vender drogas para no aburrirse: que hubiera hecho mejor en aplicar su inteligencia a otros asuntos más “sanos”, porque mira que siendo católico y cardenal dedicarse a apoyar la causa protestante sólo para conseguir la preeminencia francesa en Europa... Desde luego, unos cuantos muertos más de los necesarios costó el lograrlo. Pero cómo cantaba Franco Battiato hace décadas: ¿quién puede quedarse quieto cuándo todo a nuestro alrededor hace ruido?

En fin. Me divierto leyendo a Kissinger. Me divierte saber que manejamos libros y autores comunes, me divierten sus reflexiones y sus análisis; reflexiones y análisis que no esconden sus reticencias hacia determinadas situaciones, políticas y países pero reflexiones y análisis que reconocen, igualmente, la capacidad, la fuerza y la inteligencia de sus contrarios. En este sentido, Kissinger no es simplemente admirable por ser un buen escritor sino por ser un magnífico estadista; característica que se vislumbra en el hecho de que, sin abandonar su posición, es capaz –no obstante- de reconocer las virtudes del contrario. Y es que, en efecto, sólo reconociendo sus virtudes puede uno llegar a descubrir sus debilidades.

Sí. A qué negarlo. Este Otoño hubiera sido realmente banal y soporífero por absurdo e irrelevante de no haber sido por Kissinger y por Hobbes.

Mi agradecimiento a ambos.

La bruja ciega.

Y no. Todavía no he terminado de leer el libro de Kissinger.

Y no. No sé cuánto tiempo me llevará o si me decidiré a leerlo una segunda vez.

Y sí: para gran desesperación de Jorge subrayo el libro, escribo notas en los márgenes. Es lo bueno que tiene el manejar una edición de tapa blanda y hojas recicladas. El lector deja de tratar al libro como a un respetable y distinguido invitado para considerarlo uno más de la casa delante del cual no siente el temor a quitarse los zapatos, tumbarse tranquilamente en el sofá y dialogar sincera y minuciosamente con él.

Y sí. Los libros en Washington son caros. La relación precio/calidad de la encuadernación es sumamente dispar.

Pero allí los Museos son gratis. Así que lo uno por lo otro.




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