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Thursday, November 24, 2016

Horneando pastitas

El día es frio y moderadamente luminoso. Desde mi ventana un árbol sostiene en su copa las pocas hojas doradas que ni siquiera el viento ha conseguido arrancarle. Día de Acción de Gracias que yo he dedicado a la recapitulación de mis lecturas y de mis blogs además de al horneado de pastitas. Lo de las pastitas tiene su complicación, no crean. Como es una tradición anual y no una costumbre semanal, su confección exige cada año el re-aprendizaje, lo cual –pueden ustedes imaginarse- requiere unas cuantas “hornadas” en sacrificio. Una, además, espera el re-conocimiento en forma de escena de película. Algo así como: “Tus pastitas son las mejores pastitas del mundo” y “Hmm, la Navidad para mí es el olor a tus pastitas”... 
La realidad, sin embargo, se impone y he de confesar que me considero sumamente afortunada si lo único que al final me regalan mis invitados son caras y rostros de indiferencia hacia mis pastitas, ocupados como están en otros asuntos y temas, porque ello me libra de la obligación de escuchar observaciones del tipo: “las de mi madre sí que saben bien” - comentario ante el que únicamente cabe el silencio porque yo ni conozco a su madre ni he tenido el placer de saborear sus geniales pastitas- o, de atender a esos paréntesis provocados por un aterciopelado y sibilino tono de voz – casi serpentino - que serena y candenciosamente preguntan, interrumpiendo la conversación en el que los demás invitados están enfrascados: “Dime, ¿no crees que las has dejado un par de minutos de más en el horno” o “Dime ¿no crees que con un poco de ... estarían más sabrosas?” o “Dime ¿no crees que les sobra (o les falta) azúcar (mantequilla, harina, color)?” Y a partir de ese momento una sabe que tiene la noche culinaria perdida, porque se conteste lo que se conteste, tanto si se justifica como si no, los demás invitados centrarán su atención en las pastitas y cada uno de ellos propondrá una nueva receta, un nuevo ingrediente, un nuevo consejo. Todo, menos aquello que a una, que soy yo, le gustaría escuchar: “Hmm ¡Qué buenas están tus pastitas!” Y siempre, siempre son esas voces aterciopeladas y sibilinas las que, aburridas por la conversación agradable, enervadas por la armonía del ambiente, plantean preguntas capciosas tendentes a romper el sosiego de la reunión. 
Una de las veces intenté adelantarme a la escena y decidí alabar yo misma a mis pastitas afirmando, al tiempo que continuaba sirviendo a mis invitados: “Aquí os presento a mis pastitas. Las hago cada Navidad. Se han convertido en la especialidad de la casa.” Y esta vez la que se alzó no fue la voz aterciopelada y sibilina sino una voz chirriante y metálica, de esas que revientan las reuniones a base de gritos y voces airadas o de comentarios que pretenden ser graciosos pero que en realidad no son más que insultos que nadie se apresura a responder porque nadie quiere ser envuelto en una de esas guerras de nada por nada pero que destruye a todos y a todo: “¡Pues menuda especialidad! ¡Más que una especialidad parece un espeluzne!”

Por eso, como ya digo, lo mejor que me puede pasar es que los comensales inmersos en su conversación no presten demasiada atención a las pastitas, por muy deliciosas que éstas sean y por muy esmerada que haya sido su confección; y para conseguirlo nada mejor que situar en la mesa a las voces aterciopeladas y sibilinas al lado de las voces chirriantes y metálicas.

Pero ustedes, claro, no están interesados en mis pastitas. Es un problema; para mí, claro. Una se cansa, realmente se cansa, de hacer una y otra vez acciones por las que no sólo no es agradecida sino que justo porque las hace corre el peligro de ser acribillada. Y siempre por los mismos: por los inactivos. Sólo de pensarlo a una se le cargan las espaldas, le asoman un par de canas más, engorda o adelgaza, según el tiempo, la época y el organismo, y lo único que quiere poder hacer es no hacer nada; unirse al grupo de los inactivos, siempre tan contentos con lo poco que hacen porque como hacen tan poco se creen maestros en ese poco, por aquello –supongo- de que todo lo bueno requiere tiempo. De ser esto cierto, las obras de los inactivos son –en efecto- geniales. Y sin embargo nunca he podido llevarme bien con ellos del mismo modo que nunca he podido llevarme bien con esos que exteriorizan una bondad que daña a otros. Hace un par de días en un concurso de cocina de la televisión en el que rivalizaban personajes famosos, participó un matrimonio compitiendo en equipos distintos. Léase que escribo “equipos”. El marido era el capitán de su equipo e hizo todo lo posible para que su grupo (el suyo) perdiera en favor del equipo contrario; o sea, el de su mujer. Fue expulsado, claro, después de que las quejas de sus compañeros alcanzaran tonos desafinados hacia él. Bien. Muchos criticaron a las voces desafinantes que gritan la verdad, del mismo modo que se ridiculizan las protestas de los "ciudadanos indignados" y alabaron, en cambio, el amor que ese concursante sentía (y siente) por su mujer. Yo, lo lamento, no encuentro motivo para admirarlo. El Amor es sagrado, es cierto. Pero justamente por sagrado ha de ser el Amor, antes que nada, sincero y si a ese jugador el amor que siente por su mujer no le permite luchar por su equipo, si el sentimiento que experimenta hacia su esposa le impide lo que la ocasión exige: ser competitivo, entoces no le queda más alternativa que la de erguir la voz –en tono firme y sereno- y confesar: “Lo siento, me retiro. El amor que profeso a mi amada me impide competir con ella”. Eso es lo que dice y hace un hombre que ama honesta y sinceramente. Pero no. El amante, que tanto ama, calla cuando ha de hablar y en silencio lleva - o pretende llevar - a su equipo a la destrucción. Su Amor, ese Amor que él cree tan firme y profundo, lejos de ser sagrado es vil y destructivo porque implica la muerte de unos compañeros que han creido en su buen gobierno y en su sincero propósito de hacerse con el triunfo, porque para eso, al fin y al cabo, es para lo que están allí. Pero el concursante amante, en vez de conducirlos a la victoria, los envía a la muerte y a la derrota y todo ello por no tener ni la honestidad ni la fuerza de confesar su Amor en el momento en el que éste debía haber sido  testimoniado: antes de comenzar la competición y la lucha.
"¿Es esta clase de Amor realmente Amor?" Me pregunto. "¿O son ganas de darse a valer ante su amada?"

-  “Mira amada mía" creo estar oyéndole susurrar en la penumbra de la alcoba, "por tu Amor hundiré una flota de valientes soldados”

¿Alguien puede explicarme qué clase de Amor es ése y qué clase de amada es esa que necesita de tantas muestras de amor incluso en momentos en los que no el Amor sino el concurso, la competición, es lo que importa? ¿Es que el amor prohibe competir? ¿Es que el amor no es juguetón? ¿Es que el Amor no acepta desafíos entre los amantes para después de ese “que gane el mejor” terminar más abrazados que nunca?¿Es que la derrota consentida del amante y sus aliados, enaltece la victoria de la amada y los suyos? Más bien lo contrario, diría yo.

Pero sólo tras la protesta de sus dos compañeros indignados, de las quejas de esos “ciudadanos indignados”, escucha el público la confesión humilde de la falta. Confesión porque lo han “pillado”. Por Amor no, desde luego, porque confesar no ha confesado nada cuando debiera haberlo manifestado todo y hablar únicamente ha hablado cuando ha sido obligado a hacerlo.

Pero hete aquí que muchos espectadores entre el público se abalanzan a defender la actitud comprensible y loable del amante mientras reprochan a los camaradas que han protestado, su intolerancia y su frialdad, de modo que a esos camaradas, - encima de apaleados, condenados -,  no les queda más remedio que o aceptar el mal carácter que se les achaca y callar, o admitir la envidia que sienten por el amor que siente ese hombre por esa mujer - además de  reconocer en las redes públicas, - con la carga dramática que conlleva cualquier confesión pública y que siempre me recuerda a la pública confesión del hereje de ser, en efecto, un hereje; confesión que una, que soy yo, nunca puede dilucidar si ha sido una declaración sincera o la consecuencia de una tortura, que en nuestros días es, sobre todo, mediática - que dicha envidia en absoluto es una envidia sana, de donde puede deducirse que más que sentir la envidia, es la envidia la que les corroe a ellos. Autoinmolación, se le solía llamar antes a eso.

Pues bien. Ni admito, ni confieso, ni me autoinmolo. Amores así no quiero yo. Amores así no ofrecería yo. De hecho me encolerizaría que un hombre hundiera una flota únicamente para demostrarme su amor permitiéndome llegar a la menta antes que él; sin más motivo que ése. No. No me gustaría ser la inspiradora de semejante conducta, pero mucho menos aún toleraría que me cediera de ese modo tan mezquino la victoria. ¡Como si yo no pudiera conseguirla por mis propios méritos!

Soy consciente de que mi forma de pensar, en efecto, me condena a estar en conflicto con media humanidad; con quien no lo estoy en absoluto es conmigo misma. Cuando se lo digo al tranquilo Jorge, lejos de llevarme la contraria que es, en el fondo, lo que yo esperaba, me da tranquilamente la razón y tranquilamente añade: “Tú estás en conflicto con media humanidad pero de acuerdo contigo;. En cambio otros están de acuerdo con más de la mitad del mundo pero tienen grandes problemas consigo mismos.” Emocionada llamo a Carlota y se lo cuento. Carlota suspira contenta : “¡Qué suerte tenéis todos! Yo tengo problemas con media humanidad y conmigo misma".

Así es el Espíritu: siempre tan crítico y tan etéreo.

Ustedes, lo sé, esperaban algo político pero estos días han sido demasiado políticos y hay que ocuparse de temas diversos. Ayer apunté fugazmente a la cuestión de la manipulación: a esa de la que están siendo objeto los ciudadanos. Es verdad que éste es un tema demasiado complejo y exige un análisis detallado. Sirvan hoy, sin embargo, estos dos ejemplos: el ejemplo de las pastitas, en primer lugar, –que revela que en ciertas ocasiones al anfitrión no le queda más opción que la de manipular a sus huéspedes acomodándolos en determinados sitios y encaminando las conversaciones por diferentes derroteros, derroteros distintos de los que a él en el fondo le gustaría pero que resultan imprescindibles a la hora de proteger su ya de por sí débil y delicado narcisismo así como el armónico discurrir de la velada. Si el anfitrión no practicara la manipulación se encontraría con la desagradable sorpresa que lo que prometía ser una amena y grata reunión se ha convertido en una competición por el liderazgo personal que no admite sombras, en una lucha de poderes, en una exteriorización de la rivalidad sin otro objetivo que el del poder por el poder mismo), y el ejemplo del Amor, en segundo lugar. 
El Amor lo sabemos todos, especialmente los vendedores, es uno de los manipuladores más eficaces y poderosos de la sociedad, de cualquier sociedad. El Amor es Sagrado, sí, y no ha de tener límites, cierto; pero no lo es menos que el amante ha de poseer la suficiente valentía para atreverse a confesar las fronteras que ese Amor ilimitado le impone y que difieren según cada individuo. En otro caso estamos ante la corrupción del Amor. O sea: ante el Amiguismo (porque el amor al amigo, obliga al amigo, y es fuerza recordar que muchos amigos exigen necias lealtades del mismo modo que hay amantes que ofrecen amores majaderos), el Nepotismo, (porque lo primero es el Amor a la Familia porque la Familia es siempre lo primero ante todo y todos), el Clasismo (por el Amor que uno tiene y debe al grupo social en el que ese uno se ha educado y que le ha permitido ser como es y lo que es) y en definitiva, ante todos esos sistemas que terminan corrompiendo a la sociedad por no saber qué significa el verdadero Amor.

Se acercan las Navidades, tiempo de Paz y de Amor...

Nunca, tanto como en estas fechas, debe uno esforzarse por permanecer sobrio y alerta a fin de lograr hacer frente y esquivar las manipulaciones más surrealistas y originales que muchos construyen con el ánimo de vender, que otros sin pensar compran, y dedicarse a practicar, en cambio, aquellas manipulaciones que permiten sentarse a la misma mesa y conversar armoniosamente a gentes tan diversas en sus caracteres como distintas en sus opiniones.

Como ustedes ven las estructuras sociales empiezan horneando pastitas...

La bruja ciega



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