Me aburro y para superar el aburrimiento, - me digo - , nada mejor que
empezar a aprender chino. Tal vez eso, el aprender chino, sea en los tiempos
que corren lo más sensato que uno puede hacer. Conocer el lenguaje en que se
expresa la armonía de los contrarios tiene su misterio por no decir magia ¿no
creen? Y en efecto, ni siquiera en la primera clase quedo defraudada: cuatro
tonalidades diferentes para pronunciar una gramática y sintaxis
sorprendentemente simples. Sin embargo, a decir verdad mi última intención no
es el dominio oral del idioma sino el de la escritura. Me gusta, en realidad me
encanta, hablar y justo por ello escribo. La única manera de ejercitar el don
de la palabra es escribiendo. Escuchar ¿quién tiene tiempo para ello? ¿A quién
le importa? Hoy en día la gente está interesada única y exclusivamente en una
cosa: el punto. Y tendrán que reconocer que entre “el punto” y el discurso
racional verbalmente expresado hay un largo trecho. De hecho, a la mayoría le
parece una distancia insalvable. Eso le pasa a la mayoría porque la mayoría
suele desplazarse en algún transporte ya sea privado o público. Yo en cambio no
conduzco salvo mi trasnochada o vetusta escoba, todo depende de quién y cómo la
mire, y el viajar en autobús me parece – al contrario de lo que piensa el
respetable resto del mundo- una gran pérdida de tiempo: hay que esperar, buscar
sitio o ir de pie, permanecer en silencio y observar cómo unos pasajeros (los
que se apean) son sustituidos por los nuevos que acaban de entrar. No. Para los
carácteres gascones como el mío, el autobús, el metro, el tranvía y similares
implican un engorroso deber del que no siempre podemos evadirnos pero del que intentamos
escabullirmos siempre que podemos. Dos horas caminando resultan, en general,
mucho más provechosas que veinte minutos pasados en cualquier medio de
locomoción y esto no sólo para el cuerpo, sino también para el intelecto: andando
se puede hablar más. Pero hoy en día ¿quién habla realmente? Palabras, aludes
de palabras. Imágenes, cataratas de imágenes. Pero ¿hablar? ¿ver? No sé yo...
Si no hay tiempo para deambular, imagínense ustedes para hablar. Hay tiempo,
sí, para intercambiar información, para transmitir puntos, para canjear frases
slogan; hay tiempo para criticar, para planear estrategias a corto ( o sea,
rápido) plazo, para culpar al colega, para declararse inocente, para estipular
un contrato... pero ¿para hablar? Para hablar, para elucubrar, para perder el
tiempo en definiciones conceptuales, para análizar la incongruencia de las
frases slogan, para estudiar la falacia, para eso no, no hay tiempo. Sólo hay
que ver en qué estado de miseria se encuentra la Filosofía, la Cultura y el
Arte. Sí. Antiguamente ambién los cuadros hablaban. Pero eso era antes. Ahora
permanecen callados y en silencio. ¿Cómo van a poder decir algo si, expuestos
como están en los museos, a la vista del público, apenas son registrados por
todos esos que tras haber guardado cola pacientemente, a veces durante horas, desfilan
desganadamente –con la entrada ya en la mano- sin tan apenas detenerse unos
minutos por el temor a no disponer de bastante tiempo porque tras el museo
todavía les aguardan otros planes, primero y porque, segundo, a partir del cuadro
cuarenta (cincuenta a lo más) el ojo humano es incapaz de seguir registrando tanta
estimulación pictórica y los espectadores empieza a comportarse como sonámbulos?
Los cuadros no tienen tiempo para abrir la boca y cuando al fin lo consiguen
con quienes se encuentran es con los “expertos”, con esos que a fuerza de
mirarlos, contemplarlos, diseccionarlos, analizarlos, compararlos, terminan
deformándolos y convirtiéndolos en algo que ellos, los cuadros, no eran al
principio. Da igual lo que decidan los “expertos”. La verdad es que sus
conclusiones rara vez tienen algo que ver con la intención primera del creador
y menos aún con la idea última de la obra.
En la fiesta del arte democratizado, popularizado, masificado, o como
ustedes quieran denominar el encuentro entre pueblo y cultura, los cuadros de
los museos saludan o a sonámbulos bienintencionados o a expertos de buenos
propósitos y de mejor voluntad. El único ausente, sin embargo, es el amante, el
admirador. Ese que ama y mira sin juzgar ni penetrar el esqueleto, los nervios
y músculos de los que su amada está constituida. Ese que, sencillamente, mira y
con la mirada llega al alma, porque la mirada amante es la única a la que le ha
sido otorgada la potestad de acceder a lo infinito.
En fin, supongo que por eso
que no puedo hablar con nadie me divierto tanto “hablando-escribiendo” conmigo
misma. De algún modo es como cuando uno juega al ajedrez sin más contrincante
que él mismo. Lo único que puede esperarse es una partida emocionante. El
competidor es su opuesto al tiempo que juez. Todo ello a la vez. Una tríada
perfecta sólo y sólo si el competidor-contrincante-juez es perfectamente
neutral al tiempo que perfectamente competitivo. La armonía de los contrarios.
Por el contrario si ese equilibrio no se mantiene hasta el final y el
jugador-juez toma partido por uno de los bandos, nos encontramos ante la
tensión del arco y la lira y la posibilidad de ruptura es siempre inminente.
Un juez que se juzga y se controla a
sí mismo, siendo, simultáneamente, un sí mismo escindido en dos. ¿No lo encuentran ustedes excitante?
Y es justamente China, el país de la armonía de los contrarios, el país que
más quebraderos da a las religiones de este mundo y consecuentemente a la religión más universal de todas las religiones: la
católica. Eso de que el gobierno nombre a los obispos no es algo que agrade al
Vaticano mucho menos cuando se trata de sus
obispos. Y a mí, curiosamente, esta actitud del gobierno chino me parece algo
muy hobbesiano. ¿Para qué andar teniendo en casa tantos amos si con uno es más
que suficiente? Eso dice Hobbes y a continuación le da al Estado, al Estado y
no al Clero, la potestad política y religiosa. Demasiados señores no crean más
que confusión, dice Hobbes. Lo que une China con Hobbes, es lo mismo que le
separa de los mundos en los que gobiernan las élites religiosas. Porque en este
los dos poderes -el estatal y el eclesiástico- se hacen uno, pero no, como en
el caso anterior, para ser ejercido por
el Poder Político sino para ser regulado por la autoridad sacerdotal; lo cual,
en mi modesta opinión, complica innecesariamente el mundo terreno por la simple
razón de que la religión tiene que ver con lo eterno. Si es el poder político el
encargado de regular las relaciones humanas lo hará en forma de leyes civiles y
lo más inmutable que llegará a promulgar será una Constitución, pero si es el
poder religioso el que gobierna, éste no puede dictar para gobernar a los
hombres más Ley que la Ley eterna que le ha sido revelada, no podrá decretar
más leyes que aquéllas previstas por la Ley Inmortal y al final ,a la Ley
eterna le acabará pasando como le pasa a los cuadros del museo: que de tanto
ser analizada, interpretada y diseccionada por los expertos, no puede ser
contemplada por quien verdaderamente la ama, o sea: por la Fe.
Pero en fin, el tema que hoy me preocupa no es ni el de la Fe ni el de la
armonía de los contrarios, sino la cuestión de la lucha de los opuestos que
justamente por ser una lucha de los opuestos termina convirtiéndose en una
lucha-no lucha, o sea en baile. Baile en el que están ocupados todos aquellos
periodistas que desde hace dos meses no han dejado de escribir ríos, mares y
océanos de palabras contra un hombre, Trump, que primero era un simple
candidato demócrata y ahora es el recién estrenado presidente de un país
fundado y guiado por los principios democráticos nunca perfectos, es cierto,
pero desde luego mucho más perfectos de los que otros están dispuestos a
aceptar. Que la historia del muro de Trump enojara a una Europa vallada por
miles de diferentes modos y maneras: desde la material a la burocrática pasando
por la actitud política y ciudadana de más de un político y más de un ciudadano;
que el tema enojara a una Europa que tanto había discutido sobre el reparto de
refugiados más que para acogerlos para deshacerse de ellos de la forma más
elegante y menos conflictiva posible, me asombró; me impresionó que una Europa
que no cesa de deportar a recién llegados que es verdad que a veces llegan con
más pretensiones que la de la mera y simple supervivencia, se indignara por un
presidente americano que prometía a sus ciudadanos deportar a extranjeros
ilegales, sin papeles, que hubieran cometido delitos en Estados Unidos. Me
asombra porque los mismos que hoy se indignan por las intenciones de Trump son
los mismos que mañana reclaman indignados la seguridad en las calles. En cuanto
a las relaciones de Estados Unidos con el Islam, repito lo ya dicho: en una
guerra de guerrillas, los fantasmas son hombres de carne y hueso, los
combatientes son fieles esposos y padres amantes. Más que dentro de los cánones
de una armonía de los contrarios, la guerra de guerrillas se desarrolla
enclaustrada en una sala de espejos deformados y deformantes: nada es lo que
parece... o tal vez sí. Y en este instante, es mi impresión, cada vez hay más
jugadores deseando entrar en esa sala. Nada que ver con la elegancia suprema
con la que se comporta el país de la Armonía de los contrarios que cuando
quiere hacerse con algo o lo compra o lo conquista. Lo compra con la sagacidad
necesaria para no dejarse engañar y con la entereza suficiente como para llevar
sus barcos de guerra adonde le plazca. La debilidad los otros es su fuerza. Eso
es la armonía de los contrarios: tan bella como peligrosa; tan discreta como
inamovible. Una gramática simple que exige largas horas de conversación para
aclarar las posibles falsas interpretaciones y esto a su vez una gran paciencia
y una gran dominio de las pasiones. ¿No lo consideran ustedes brillante en su
brillantez? Para los caracteres como el mío, forjados a base de pura energía,
es un reto que doy de antemano por perdido, lo confieso. En cambio para
Carlota, el Espíritu, es justamente el centro donde reponerse y recuperarse de
tantas luchas. A Carlota la dinámica del
arco y la lira, que a mí me resulta apasionante, la agota; sencillamente la
agota.
En cualquier caso y volviendo al tema que nos ocupa: el de mi asombro ante
la ruptura entre lo que se dice y lo que se hace, - ruptura que ni siquiera es tomada en cuenta por los que viven en la ruptura porque no suele ser frecuente que los esquizofrénicos noten su esquizofrenia -, hay que reconocer que en
determinados momentos establecer las diferencias entre dónde empiezan y dónde
acaban las fronteras de lo políticamente correcto, la hipocresía y el cinismo,
resulta una tarea sumamente complicada. Es entonces cuando yo, francamente, no
distingo entre Pueblo y Fuenteovejuna y cuando he de plantearme lo que también
se interrogó Einstein en su momento si una de dos: o él era el loco y todos los
demás estaban cuerdos, o todos estaban locos y él era el único cuerdo. Y esto,
no crean, no es pregunta fácil de contestar pero mucho menos aún de preguntar .
Porque no sé yo qué resulta más fácil aceptar: estar loco rodeado de cuerdos o
estar cuerdo sitiado por locos, al estilo de lo que acontece en “El
rinoceronte” de Ionesco. Ionesco a caballo entre dos países europeos galopando
por entre medio de dictaduras, guerras, nacionalismos, amén de tragedias
privadas, tampoco tuvo que tenerlo absolutamente claro. ¿Quién en determinadas
circunstancias puede? Pero supongo que viviendo en Francia mucho menos.
Francia, mi querida y entrañable pero siempre paradójica y polémica Francia. Si
China es pitagórica, Francia sigue más bien las teorías de Empédocles del
Amor-Odio como motor del mundo. Si China promueve la armonía de los opuestos,
Francia no tiene ningún pudor en declarar el Devenir en función de la unidad y
de la separación. El Amor en Francia se llama “Razón de Estado” y todo lo demás
es Odio. El “Amor-Razón de Estado” en Francia une, todo lo demás desune. Por ese Amor-Razón de Estado, Francia
es también Hobbesiana. Es la Razón de Estado la que gobierna, no la Razón de la
Iglesia. Esto es algo que el Vaticano sabe perfectamente. Los cátaros
subsistieron, pese a las presiones de Roma, hasta la llegada al pontificado de
Gregorio IX y la implantación de la Inquisición, los Templarios fueron víctimas
históricas del Vaticano pero reales del real Rey que necesitaba – es cosa que
ni la tecnología ha solucionado- dinero; a Richeliu, el cardenal católico
francés, no le tembló la mano a la hora de tendérsela a los protestantes en la
cruenta guerra de los 30 años y todo por la Razón de Estado de asegurar la
hegemonía francesa. Y en nuestros días, al conciliador Concilio Vaticano II, le
sale un rival casi invencible: el cardenal Lefebvre. Lo excomulgaron en 1988,
pero la Orden que él fundó, la de Pio X, continúa viva y actualmente se
encuentra en la zona intermedia existente entre el Ser y el No Ser de la gran
familia Vaticana. Sea como fuere, lo importante es que un cardenal francés no
acepta al Vaticano así como así. Antes de eso tiene que considerar la Razón de
Estado que es, en Francia, sinónimo del Orden Eterno de las Cosas, Sentido de
Ser, o algo así.
El Amor-Razón de Estado
consigue unificar y reforzar la influencia francesa de cara al exterior. En el
Interior, Francia es hoy como ayer, un polvorín que puede explotar en el
momento más inesperado. En estos instantes Francia es un arsenal en el que hay
pólvora y munición en cantidades suficientes para satisfacer a todos los
bandos, sean los que sean. Y el problema: el detonante puede activarse en
cualquier momento. Si gana Fillon, dicen, será para que su victoria detenga,
hasta donde sea posible, la llegada de LePen a la presidencia. O sea que tal y
como lo exponen, la victoria de Fillon, de producirse, servirá, (o tendría que
servir), como dique. No obstante y a fin de evitar futuras sorpresas se hace
indispensable observar que Fillon es algo más que un simple muro de contención
a LePen. Fillon se presenta como un hombre conservador y sin embargo, leyendo
su biografía, se me antoja de lo más revolucionario. Es señalado como un hombre
que cree y no seré yo quien dude de la sinceridad de sus creencias ni quien las
ponga en tela de juicio pero esas creencias no incluyen obediencia ciega al
Vaticano, porque si en edad muy joven no tuvo ningún problema en plantarle cara
a los jesuitas de su colegio, imagínenese ahora, entrado ya en su madurez.
Un hombre así hace una
política a lo Richeliu y a lo Lefebvre, o sea: a lo Amor-Razón de Estado, en
donde ese Amor-Razón de Estado no tiene nada que ver ni con el Vaticano ni con
nada que no sea ella misma: Amor-Razón de Estado. Si el Vaticano está esperando
un aliado en un gobierno conservador francés, tengo la impresión de que puede
esperar sentado. El catolicismo francés primero es francés y luego vaticanista.
Nada que ver con el catolicismo español, que ha sido más papista que el Papa.
Tal vez por eso, después de todo, las iglesias francesas rebosen espiritualidad
y espíritu y el resto de las iglesias europeas, con perdón de los que se
sientan ofendidos, sólo religiosidad.
Incluso el laicismo francés ha sido tolerante con la iglesia católica y con
las otras iglesias religiosas mientras éstas han permanecido unidas al motor de
impulso “Amor-Razón de Estado”, pero en el momento en que alguna de esas
confesiones ha sido sospechosa de no pertenecer al “Amor-Razón de Estado” de
Francia, el laicismo ha dejado de ser tolerante.
La mayor traición a Francia es no amar a Francia, justamente porque Francia
es la Razón de Estado.
Comprender esto resulta esencial a fin de entender los motivos que pueden
encender la mecha que lleve a ese polvorín de ideas contrapuestas, de
corrientes antagónicas, de filosofía posmoderna y de religión preconciliar, que
en estos momentos es el país galo, y hacerlo estallar.
Y entonces, como dice esa amiga mía que nunca va a misa, que "Dios nos coja confesados".
Mientras tanto disfruten de su día. Hagan lo que hagan y estén donde estén disfruten de sí mismos.
Eso sí: a solas y a ser posible en silencio.
Lo siento. Mi humor surrealista otra vez.
La bruja ciega.
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