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Monday, November 28, 2016

Conversando conmigo

Me aburro y para superar el aburrimiento, - me digo - , nada mejor que empezar a aprender chino. Tal vez eso, el aprender chino, sea en los tiempos que corren lo más sensato que uno puede hacer. Conocer el lenguaje en que se expresa la armonía de los contrarios tiene su misterio por no decir magia ¿no creen? Y en efecto, ni siquiera en la primera clase quedo defraudada: cuatro tonalidades diferentes para pronunciar una gramática y sintaxis sorprendentemente simples. Sin embargo, a decir verdad mi última intención no es el dominio oral del idioma sino el de la escritura. Me gusta, en realidad me encanta, hablar y justo por ello escribo. La única manera de ejercitar el don de la palabra es escribiendo. Escuchar ¿quién tiene tiempo para ello? ¿A quién le importa? Hoy en día la gente está interesada única y exclusivamente en una cosa: el punto. Y tendrán que reconocer que entre “el punto” y el discurso racional verbalmente expresado hay un largo trecho. De hecho, a la mayoría le parece una distancia insalvable. Eso le pasa a la mayoría porque la mayoría suele desplazarse en algún transporte ya sea privado o público. Yo en cambio no conduzco salvo mi trasnochada o vetusta escoba, todo depende de quién y cómo la mire, y el viajar en autobús me parece – al contrario de lo que piensa el respetable resto del mundo- una gran pérdida de tiempo: hay que esperar, buscar sitio o ir de pie, permanecer en silencio y observar cómo unos pasajeros (los que se apean) son sustituidos por los nuevos que acaban de entrar. No. Para los carácteres gascones como el mío, el autobús, el metro, el tranvía y similares implican un engorroso deber del que no siempre podemos evadirnos pero del que intentamos escabullirmos siempre que podemos. Dos horas caminando resultan, en general, mucho más provechosas que veinte minutos pasados en cualquier medio de locomoción y esto no sólo para el cuerpo, sino también para el intelecto: andando se puede hablar más. Pero hoy en día ¿quién habla realmente? Palabras, aludes de palabras. Imágenes, cataratas de imágenes. Pero ¿hablar? ¿ver? No sé yo... Si no hay tiempo para deambular, imagínense ustedes para hablar. Hay tiempo, sí, para intercambiar información, para transmitir puntos, para canjear frases slogan; hay tiempo para criticar, para planear estrategias a corto ( o sea, rápido) plazo, para culpar al colega, para declararse inocente, para estipular un contrato... pero ¿para hablar? Para hablar, para elucubrar, para perder el tiempo en definiciones conceptuales, para análizar la incongruencia de las frases slogan, para estudiar la falacia, para eso no, no hay tiempo. Sólo hay que ver en qué estado de miseria se encuentra la Filosofía, la Cultura y el Arte. Sí. Antiguamente ambién los cuadros hablaban. Pero eso era antes. Ahora permanecen callados y en silencio. ¿Cómo van a poder decir algo si, expuestos como están en los museos, a la vista del público, apenas son registrados por todos esos que tras haber guardado cola pacientemente, a veces durante horas, desfilan desganadamente –con la entrada ya en la mano- sin tan apenas detenerse unos minutos por el temor a no disponer de bastante tiempo porque tras el museo todavía les aguardan otros planes, primero y porque, segundo, a partir del cuadro cuarenta (cincuenta a lo más) el ojo humano es incapaz de seguir registrando tanta estimulación pictórica y los espectadores empieza a comportarse como sonámbulos? Los cuadros no tienen tiempo para abrir la boca y cuando al fin lo consiguen con quienes se encuentran es con los “expertos”, con esos que a fuerza de mirarlos, contemplarlos, diseccionarlos, analizarlos, compararlos, terminan deformándolos y convirtiéndolos en algo que ellos, los cuadros, no eran al principio. Da igual lo que decidan los “expertos”. La verdad es que sus conclusiones rara vez tienen algo que ver con la intención primera del creador y menos aún con la idea última de la obra.  En la fiesta del arte democratizado, popularizado, masificado, o como ustedes quieran denominar el encuentro entre pueblo y cultura, los cuadros de los museos saludan o a sonámbulos bienintencionados o a expertos de buenos propósitos y de mejor voluntad. El único ausente, sin embargo, es el amante, el admirador. Ese que ama y mira sin juzgar ni penetrar el esqueleto, los nervios y músculos de los que su amada está constituida. Ese que, sencillamente, mira y con la mirada llega al alma, porque la mirada amante es la única a la que le ha sido otorgada la potestad de acceder a lo infinito.

En fin, supongo que por eso que no puedo hablar con nadie me divierto tanto “hablando-escribiendo” conmigo misma. De algún modo es como cuando uno juega al ajedrez sin más contrincante que él mismo. Lo único que puede esperarse es una partida emocionante. El competidor es su opuesto al tiempo que juez. Todo ello a la vez. Una tríada perfecta sólo y sólo si el competidor-contrincante-juez es perfectamente neutral al tiempo que perfectamente competitivo. La armonía de los contrarios. Por el contrario si ese equilibrio no se mantiene hasta el final y el jugador-juez toma partido por uno de los bandos, nos encontramos ante la tensión del arco y la lira y la posibilidad de ruptura es siempre inminente.
Un  juez que se juzga y se controla a sí mismo, siendo, simultáneamente, un sí mismo escindido en dos.  ¿No lo encuentran ustedes excitante?

Y es justamente China, el país de la armonía de los contrarios, el país que más quebraderos da a las religiones de este mundo y consecuentemente a la religión más universal de todas las religiones: la católica. Eso de que el gobierno nombre a los obispos no es algo que agrade al Vaticano mucho menos cuando se trata de sus obispos. Y a mí, curiosamente, esta actitud del gobierno chino me parece algo muy hobbesiano. ¿Para qué andar teniendo en casa tantos amos si con uno es más que suficiente? Eso dice Hobbes y a continuación le da al Estado, al Estado y no al Clero, la potestad política y religiosa. Demasiados señores no crean más que confusión, dice Hobbes. Lo que une China con Hobbes, es lo mismo que le separa de los mundos en los que gobiernan las élites religiosas. Porque en este los dos poderes -el estatal y el eclesiástico- se hacen uno, pero no, como en el caso anterior,  para ser ejercido por el Poder Político sino para ser regulado por la autoridad sacerdotal; lo cual, en mi modesta opinión, complica innecesariamente el mundo terreno por la simple razón de que la religión tiene que ver con lo eterno. Si es el poder político el encargado de regular las relaciones humanas lo hará en forma de leyes civiles y lo más inmutable que llegará a promulgar será una Constitución, pero si es el poder religioso el que gobierna, éste no puede dictar para gobernar a los hombres más Ley que la Ley eterna que le ha sido revelada, no podrá decretar más leyes que aquéllas previstas por la Ley Inmortal y al final ,a la Ley eterna le acabará pasando como le pasa a los cuadros del museo: que de tanto ser analizada, interpretada y diseccionada por los expertos, no puede ser contemplada por quien verdaderamente la ama, o sea: por la Fe.

Pero en fin, el tema que hoy me preocupa no es ni el de la Fe ni el de la armonía de los contrarios, sino la cuestión de la lucha de los opuestos que justamente por ser una lucha de los opuestos termina convirtiéndose en una lucha-no lucha, o sea en baile. Baile en el que están ocupados todos aquellos periodistas que desde hace dos meses no han dejado de escribir ríos, mares y océanos de palabras contra un hombre, Trump, que primero era un simple candidato demócrata y ahora es el recién estrenado presidente de un país fundado y guiado por los principios democráticos nunca perfectos, es cierto, pero desde luego mucho más perfectos de los que otros están dispuestos a aceptar. Que la historia del muro de Trump enojara a una Europa vallada por miles de diferentes modos y maneras: desde la material a la burocrática pasando por la actitud política y ciudadana de más de un político y más de un ciudadano; que el tema enojara a una Europa que tanto había discutido sobre el reparto de refugiados más que para acogerlos para deshacerse de ellos de la forma más elegante y menos conflictiva posible, me asombró; me impresionó que una Europa que no cesa de deportar a recién llegados que es verdad que a veces llegan con más pretensiones que la de la mera y simple supervivencia, se indignara por un presidente americano que prometía a sus ciudadanos deportar a extranjeros ilegales, sin papeles, que hubieran cometido delitos en Estados Unidos. Me asombra porque los mismos que hoy se indignan por las intenciones de Trump son los mismos que mañana reclaman indignados la seguridad en las calles. En cuanto a las relaciones de Estados Unidos con el Islam, repito lo ya dicho: en una guerra de guerrillas, los fantasmas son hombres de carne y hueso, los combatientes son fieles esposos y padres amantes. Más que dentro de los cánones de una armonía de los contrarios, la guerra de guerrillas se desarrolla enclaustrada en una sala de espejos deformados y deformantes: nada es lo que parece... o tal vez sí. Y en este instante, es mi impresión, cada vez hay más jugadores deseando entrar en esa sala. Nada que ver con la elegancia suprema con la que se comporta el país de la Armonía de los contrarios que cuando quiere hacerse con algo o lo compra o lo conquista. Lo compra con la sagacidad necesaria para no dejarse engañar y con la entereza suficiente como para llevar sus barcos de guerra adonde le plazca. La debilidad los otros es su fuerza. Eso es la armonía de los contrarios: tan bella como peligrosa; tan discreta como inamovible. Una gramática simple que exige largas horas de conversación para aclarar las posibles falsas interpretaciones y esto a su vez una gran paciencia y una gran dominio de las pasiones. ¿No lo consideran ustedes brillante en su brillantez? Para los caracteres como el mío, forjados a base de pura energía, es un reto que doy de antemano por perdido, lo confieso. En cambio para Carlota, el Espíritu, es justamente el centro donde reponerse y recuperarse de tantas luchas.  A Carlota la dinámica del arco y la lira, que a mí me resulta apasionante, la agota; sencillamente la agota.

En cualquier caso y volviendo al tema que nos ocupa: el de mi asombro ante la ruptura entre lo que se dice y lo que se hace, - ruptura que ni siquiera es tomada en cuenta por los que viven en la ruptura porque no suele ser frecuente que los esquizofrénicos noten su esquizofrenia -, hay que reconocer que en determinados momentos establecer las diferencias entre dónde empiezan y dónde acaban las fronteras de lo políticamente correcto, la hipocresía y el cinismo, resulta una tarea sumamente complicada. Es entonces cuando yo, francamente, no distingo entre Pueblo y Fuenteovejuna y cuando he de plantearme lo que también se interrogó Einstein en su momento si una de dos: o él era el loco y todos los demás estaban cuerdos, o todos estaban locos y él era el único cuerdo. Y esto, no crean, no es pregunta fácil de contestar pero mucho menos aún de preguntar . Porque no sé yo qué resulta más fácil aceptar: estar loco rodeado de cuerdos o estar cuerdo sitiado por locos, al estilo de lo que acontece en “El rinoceronte” de Ionesco. Ionesco a caballo entre dos países europeos galopando por entre medio de dictaduras, guerras, nacionalismos, amén de tragedias privadas, tampoco tuvo que tenerlo absolutamente claro. ¿Quién en determinadas circunstancias puede? Pero supongo que viviendo en Francia mucho menos. Francia, mi querida y entrañable pero siempre paradójica y polémica Francia. Si China es pitagórica, Francia sigue más bien las teorías de Empédocles del Amor-Odio como motor del mundo. Si China promueve la armonía de los opuestos, Francia no tiene ningún pudor en declarar el Devenir en función de la unidad y de la separación. El Amor en Francia se llama “Razón de Estado” y todo lo demás es Odio. El “Amor-Razón de Estado” en Francia une, todo lo demás  desune. Por ese Amor-Razón de Estado, Francia es también Hobbesiana. Es la Razón de Estado la que gobierna, no la Razón de la Iglesia. Esto es algo que el Vaticano sabe perfectamente. Los cátaros subsistieron, pese a las presiones de Roma, hasta la llegada al pontificado de Gregorio IX y la implantación de la Inquisición, los Templarios fueron víctimas históricas del Vaticano pero reales del real Rey que necesitaba – es cosa que ni la tecnología ha solucionado- dinero; a Richeliu, el cardenal católico francés, no le tembló la mano a la hora de tendérsela a los protestantes en la cruenta guerra de los 30 años y todo por la Razón de Estado de asegurar la hegemonía francesa. Y en nuestros días, al conciliador Concilio Vaticano II, le sale un rival casi invencible: el cardenal Lefebvre. Lo excomulgaron en 1988, pero la Orden que él fundó, la de Pio X, continúa viva y actualmente se encuentra en la zona intermedia existente entre el Ser y el No Ser de la gran familia Vaticana. Sea como fuere, lo importante es que un cardenal francés no acepta al Vaticano así como así. Antes de eso tiene que considerar la Razón de Estado que es, en Francia, sinónimo del Orden Eterno de las Cosas, Sentido de Ser, o algo así.

El Amor-Razón de Estado consigue unificar y reforzar la influencia francesa de cara al exterior. En el Interior, Francia es hoy como ayer, un polvorín que puede explotar en el momento más inesperado. En estos instantes Francia es un arsenal en el que hay pólvora y munición en cantidades suficientes para satisfacer a todos los bandos, sean los que sean. Y el problema: el detonante puede activarse en cualquier momento. Si gana Fillon, dicen, será para que su victoria detenga, hasta donde sea posible, la llegada de LePen a la presidencia. O sea que tal y como lo exponen, la victoria de Fillon, de producirse, servirá, (o tendría que servir), como dique. No obstante y a fin de evitar futuras sorpresas se hace indispensable observar que Fillon es algo más que un simple muro de contención a LePen. Fillon se presenta como un hombre conservador y sin embargo, leyendo su biografía, se me antoja de lo más revolucionario. Es señalado como un hombre que cree y no seré yo quien dude de la sinceridad de sus creencias ni quien las ponga en tela de juicio pero esas creencias no incluyen obediencia ciega al Vaticano, porque si en edad muy joven no tuvo ningún problema en plantarle cara a los jesuitas de su colegio, imagínenese ahora, entrado ya en su madurez.
Un hombre así hace una política a lo Richeliu y a lo Lefebvre, o sea: a lo Amor-Razón de Estado, en donde ese Amor-Razón de Estado no tiene nada que ver ni con el Vaticano ni con nada que no sea ella misma: Amor-Razón de Estado. Si el Vaticano está esperando un aliado en un gobierno conservador francés, tengo la impresión de que puede esperar sentado. El catolicismo francés primero es francés y luego vaticanista. Nada que ver con el catolicismo español, que ha sido más papista que el Papa. Tal vez por eso, después de todo, las iglesias francesas rebosen espiritualidad y espíritu y el resto de las iglesias europeas, con perdón de los que se sientan ofendidos, sólo religiosidad.

Incluso el laicismo francés ha sido tolerante con la iglesia católica y con las otras iglesias religiosas mientras éstas han permanecido unidas al motor de impulso “Amor-Razón de Estado”, pero en el momento en que alguna de esas confesiones ha sido sospechosa de no pertenecer al “Amor-Razón de Estado” de Francia, el laicismo ha dejado de ser tolerante.

La mayor traición a Francia es no amar a Francia, justamente porque Francia es la Razón de Estado.

Comprender esto resulta esencial a fin de entender los motivos que pueden encender la mecha que lleve a ese polvorín de ideas contrapuestas, de corrientes antagónicas, de filosofía posmoderna y de religión preconciliar, que en estos momentos es el país galo, y hacerlo estallar.

Y entonces, como dice esa amiga mía que nunca va a misa, que "Dios nos coja confesados".

Mientras tanto disfruten de su día. Hagan lo que hagan y estén donde estén disfruten de sí mismos.

Eso sí: a solas y a ser posible en silencio.

Lo siento. Mi humor surrealista otra vez.

La bruja ciega.


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