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Sunday, July 31, 2016

Un asunto personal

Me había propuesto escribir acerca de Kierkegaard e incluso había ya empezado, pero abandono la tarea. El vampiro acaba de entrar en la estancia. Hace unos minutos que aguarda paciente a que me detenga. Supongo que su visita significa que ha llegado la hora de hablar de mi amiga Carlota porque presiento que es de ella de quién quiere hablar. 

La energía tiene cortocircuitos. El espíritu dormía. Yo sabía que Carlota dormía pero no sabía por qué dormía. Verónica su hija pensaba que era depresión. ¡Depresión! ¡Qué extraña palabra para designar a lo que no es más que desesperación! Pero no. Carlota no estaba desesperada. Carlota dormía y ninguno de sus amigos podíamos explicarnos qué es lo que le sucedía. Así que aguardábamos a su despertar. Aguardábamos como aguarda la noche a la mañana, como espera Deméter a Perséfone: con el alma cubierta de nieve y oscuridad esperando a que aquélla que con tanto desconsuelo esperamos, regrese de nuevo a nosotros.


Y de repente... Es extraño que el vampiro se empeñe en que sea hoy, precisamente hoy que yo quería hablar de Kierkegaard, cuando explique los acontecimientos pasados y ya casi olvidados. Recuerdo ese día entre nieblas dispuestas a borrar cualquier vestigio. De repente Carlota se despierta a gritos, descompuesta, aúllando en medio de su sueño, como si estuviera sumergida en la pesadilla más terrible de cuántas se pueda uno imaginar y es llevada inmediatamente al hospital. Su marido que, como de costumbre, se encuentra de viaje, es inmediatamente informado, no sé por quién, la verdad; quizás por su hija Verónica o alguno de sus otros cuatro hijos. No sé. Y Carlos, nuestro misántropo Carlos, Carlos el médico, el dueño de una de esas clínicas privadas, se entera sin que nadie se lo comunique. Es el primero, no sé ni cómo, en enterarse y en volar a los Estados Unidos antes que cualquiera de nosotros. Vuela, maldiciendo seguramente al marido de Carlota que ha decidido llevársela a los Estados Unidos porque allí los negocios marchan viento en popa, maldiciendo al marido de Carlota, que nunca está cuando se le necesita porque su hobby, su amante, su Axioma Primero, es la actividad empresarial. Vuela temblando por la vida de nuestra amiga Carlota: la única que le mantiene unido al mundo de los mortales. Pero ¿por qué el vampiro quiere que cuente todo esto ahora, precisamente ahora? Ya les dije en otra ocasión que los vampiros no pueden ordenar nada a las brujas; las brujas “vemos” sus almas negras y sin fondo y sabemos cuán poca galantería se esconde detrás de su seducción; por eso que el vampiro es consciente igualmente de que resulta imposible engañarme entraña su deseo unas gotas de súplica y es justamente esta carencia de orgullo lo que me lleva a concedérselo. ¿Por qué ahora? Pero por más que indago no veo más que oscuridad y silencio.

Carlos, igual que su marido, llega poco antes de que introduzcan a Carlota en el quirófano. ¿Quién es aquí el tercero en discordia? ¿Quién es aquí el yo desesperado? Miro al vampiro. Contrario a su costumbre se mantiene en silencio. No hace falta que hable. Quizás ni siquiera hace falta decirlo. Dos hombres frente a frente. El marido a un lado, Carlos al otro. Padre de sus cinco hijos, el uno; guardián del Espíritu, el otro. Carlota luchando a muerte contra un basilisco que se la está comiendo viva, que la está devorando. Y en esos momentos, ni el Padre ni el Guardián sirven de mucho. En esos momentos es la Energía, la única que puede infundirle el aliento que el Espíritu necesita. Es Deméter la que lucha porque Perséfone le sea devuelta. Es la Energía la que combate con el Inframundo para que el Espíritu regrese. ¡Ah! Pero el Inframundo exige su parte. El Inframundo, dueño y padre del basilisco que devora al Espíritu, no quiere dejar partir al Espíritu. Ahora que el Inframundo ha compartido la vida con el Espíritu, no permite que el Espíritu le abandone. Y Carlota ha de pelear a vida y muerte. Y la vida triunfa pero dejándole una parte de vida, de su vida, a la muerte. El basilisco se ha ido llevándose una parte de Carlota. Y el vampiro está aquí, contemplándome en silencio. Él que no deja nunca de hablar, está a mi lado en silencio. Y no sé, por primera vez no acierto a distinguir, si está triste o furioso porque el Espíritu haya triunfado, aunque una parte de él le haya sido arrebatada. “Vampiro”, le digo, “Has de temerme sí. Has de temerme. Si piensas que voy a dejar al Espíritu sin resguardo, pensando que ya todo ha pasado, te equivocas. Si piensas que voy a dejar que el Espíritu siga dormido temiendo que suban desde el Inframundo nuevos basiliscos dispuestos a devorarlo, vuelves a fallar. Su marido es el Padre de sus hijos y Carlos es su guardián pero yo, yo querido vampiro, soy su Energía y para matarla a ella, antes tendréis que destruirme a mí y para cuando lo hayáis conseguido, el Espíritu habrá conseguido imponerse en este mundo, en el Inframundo y en el Supramundo.”

Pero el Vampiro continúa de pie en silencio. Su única intención es que termine de contar la historia de Carlota. ¿Qué historia? El Padre a un lado, el guardián al otro. El Padre tiene que atender a los preocupados retoños, tanto como a los preocupantes negocios. El guardián se queda a su lado día y noche sin que nadie se atreva a contrariarlo. El guardián permanece en silencio, como si de una sombra inmóvil se tratara, igual que calla el sombrío vampiro hoy a mi lado. Carlos y el vampiro... Nada en común y sin embargo, a veces, tan semejantes en su proceder.... ¿Qué querrá decirme hoy el vampiro que todavía no ha despegado sus labios; él, que nunca los cierra? Pero prosigo. El guardián observa cada uno de sus movimientos, cada uno de sus gestos. Y el Espíritu apenas es capaz de balbucir unas palabras para pronunciar mi nombre. Y a pesar de que me he quedado en Europa, Carlos se las ingenia para ponernos en contacto a través de una video conferencia. “Mi Carlota, mi querida Carlota. Ya todo ha terminado. Estás a salvo”. Y Carlota me contempla sin apenas verme, sin fuerzas. “Ven”, me dice. “Ya sabes que eso no es posible” – le digo. Y mis lágrimas empañan mis ojos. ¡Ah! Si a Deméter le hubiera sido dado el ir a buscar a su adorada Perséfone... Pero ella, como yo, hubo de aguardar a que le fuera devuelto el Espíritu. El Espíritu iluminó el Hades con su sueño y la Energía de Deméter quedó inservible, apagada. Deméter hubo de esperar, esperar el regreso de su Perséfone desde el Hades, igual que yo espero el regreso de mi preciosa amiga Carlota. Y es Carlos, Carlos el guardián, Carlos el misántropo, Carlos el Orfeo que ha ido a buscarla y ha estado velándola día y noche, sin permitir que ningún otro, ni siquiera sus hijos, se acercaran a ella pero que al final tendrá que resignarse a que le sea nuevamente arrebatada. “¿Qué derecho le respalda a quedarse a su lado?”, ha preguntado alguien. Y es entonces cuando han hecho acto de presencia, anunciándose con una sonrisa en el rostro y una tarjeta de abogados en la mano, Jorge y Paula que no han dudado en dejar sus retoños para ir a visitar a su amiga. Y el preguntón se ha ido con un cierto mohín en la boca. “¿Qué derecho les avala a todos ellos?” Nuestra amistad de décadas, nuestros sueños de juventud, nuestras aventuras de universidad, nuestras andanzas por Sevilla, nuestras conversaciones, nuestras discusiones... La unión que ni siquiera ha conseguido romper el transcurso de los años y el discurrir de cada una de nuestras vidas. El marido de Carlota nunca llegó a estar dentro, aunque hubiera podido estarlo. En aquél tiempo, el tranquilo Jorge que tranquilamente se ocupaba de las cosas importantes ya nos avisó de que en comparación con el novio de Carlota, él era un aficionado. La única pausa que el marido de Carlota ha hecho en sus negocios ha sido para enamorar a Carlota, casarse con ella y tener cinco preciosos hijos. “Los hay con suerte”, dicen algunos. Y todos callamos. Callamos porque sabemos de la soledad silenciosa de nuestra amiga, de su paciente espera, cual Penélope ocupada en la educación de Telémaco y cuatro más. Callamos porque él tiene la suerte de tener a Carlota pero nosotros de disfrutarla. Y he aquí que Carlota, Carlota, ha despertado. El Espíritu ha despertado.

Y es entonces cuando el vampiro con los ojos inflamados en fuego me pregunta.

“¿Y qué sabes del basilisco vieja bruja ciega?”

“El basilisco ha muerto”, le digo tranquila.

“¿Muerto? ¿Muerto dices?” Y ahora el vampiro parece que ríe. “!Qué poco conoces al Inframundo, vieja bruja ciega! La vida y la muerte que tú tan neciamente separas están unidas inseparablemente como si de dos gemelos se tratara. El basilisco, bruja ciega, no ha muerto. El basilisco, espera durmiendo. Cuando despierte, tu amiga volverá a dormir. El Espíritu, vieja bruja, es arriba como abajo; por eso el Inframundo ha de ceder mal que le pese a Perséfone a Deméter y Deméter ha de conceder, aunque le duela, a Perséfone al Hades.”

El vampiro desaparece.

Y yo estoy tan cansada, tan terriblemente cansada, que no puedo pensar en otra cosa que en irme a dormir. La energía sufre en este momento grandes cortocircuitos.

Ustedes seguramente estarían esperando a que hoy les hablara de la desesperación...


La bruja ciega

Monday, July 25, 2016

Un artículo más

Un artículo más, una muerte más, un asesinato más. Desde hace una semana la pregunta que el lector de periódicos se hace a la hora de adentrarse en las noticias es dónde y cuántos muertos. Curiosamente el motivo importa cada vez menos. Que el culpable sea un terrorista islamista, un racista o un loco es más una curiosidad que un elemento esencial. Y sin embargo, importa y mucho. Y ello porque no es lo mismo un Jack el destripador que un Conde de Montecristo que un Mr.Hyde y Mr Jeckill que un Moriarty. No es lo mismo el hombre que mata por un motivo privado, llevado de una convicción personal e intransferible, sea esta la que sea, que el hombre que mata en un ataque de locura, que el hombre que es un psicópata, que el hombre que mata por una causa que el considera ideal pero que el resto de los mortales llamamos fanatismo. No es lo mismo un Sansón gritando “muera yo y los filisteos porque lo digo yo, porque lo quiero yo”, que un Sansón gritando “muera yo y los filisteos porque escucho voces que me lo dicen”, que un Sansón gritando “muera yo y los filisteos porque lo quiere Dios”. Tal vez los resultados, las consecuencias, las muertes inútiles y absurdas sean las mismas pero los motivos no lo son y los motivos son en este instante los que hay que analizar con la sensatez de un hombre flemático y desapasionado.

Eso significa que, mal que me pese decirlo, las conclusiones a las que llegan muchos de los denominados “entendidos enla materia” hayan de ser declaradas falsas. Y eso por varias razones.
En primer lugar, la propia denominación “loco” admite muchas connotaciones, matizaciones, niveles y subniveles. Conozco ciudades de provincia en España en las que los mediocres desocupados e inactivos, esos que no saben hacer otra cosa que sembrar cizaña ya no se sabe si por ascender en la escala social a base del miedo-respeto que generan en sus coetáneos o si por el simple placer de divertirse, se dedican a llamar “pirao” a todo el que opina de forma distinta a ellos o es un obstáculo para conseguir sus propósitos. El “pirao” asiste de repente a un fenómeno - que no se puede explicar porque todo el asunto le ha cogido por sorpresa porque ni siquiera sabe ni es consciente de lo que ha podido decir o hacer para merecerse tal calificación y por tanto no se puede ni imaginar que alguien le haya calificado de esa manera- que consiste en que cuando llega a una reunión todos los asistentes ignoran sus apreciaciones o simplemente se ríen de él. El “pirao” se ha transformado de la noche a la mañana en un ser irrelevante, con el que es mejor no relacionarse no vaya a ser que  nosotros corramos “sin comerlo ni beberlo” su misma suerte.

En segundo lugar, suponiendo que ese “pirao” quiera “vengarse” no es lo mismo que decida enterarse primero quién inició el bulo para después tomar las medidas oportunas a lo “Conde de Montecristo” que que decida lanzarse sin más al cuello de su “asesino social”, que que decida asesinar a su asesino social y a toda la pandilla de amigotes, que que se decida a asesinar a toda la población que vive en su ciudad por el mero hecho de vivir en esa sociedad. Quiero decir, los métodos y el grado de violencia son sumamente importantes.

En tercer lugar, en casos de locos, piraos, fanáticos y demás, las relaciones sociales no juegan en absoluto el rol que se pretende que juegan. Y ello nuevamente por varios motivos. Un hombre solo puede estar tranquilamente solo consigo mismo, con independencia o no de que haya sufrido mobbing. Quiero decir, un hombre que sufre mobbing puede decidirse a quedarse en la soledad de su habitación y dedicarse a pintar cuadros incluso a sabiendas de que no va a vender ninguno, o dedicarse a escribir sus vivencias a pesar de que no va a encontrar ningún editor que se decida a publicar su obra. La mayoría de los artistas han sido y son incomprendidos, agredidos y vilipendiados por los egos frustrados y resentidos de sus colegas, sus triunfos se niegan o son reducidos a “la buena suerte”, sus fracasos quedan grabados y son repetidos a la menor ocasión. Sin embargo, ni la soledad a la que se aferran, ni el menosprecio agresivo que padecen por parte de sus congéneres los llevan a perpretar un asesinato en masa. Quiero decir: ni haber sufrido violencia ni haberse refugiado en la soledad son factores indicativos de que ese hombre es un asesino en potencia. Lo más que se puede decir de él es que es un asocial que, al igual que el gato quemado, del agua fria se espanta. Y por el mismo motivo, tampoco se puede determinar que un individuo que en una situación difícil muestre un carácter agradable y afable vaya a terminar explotándose a él y a todos los que en ese momento estén en su camino.

Quiero decir con esto: trazar un perfil psicológico de un asesino en masas es terriblemente difícil y a mí me parece que con esas manías de querer clasificarlo todo, de querer determinar y pre-determinar cualquier proceso futuro, además de transformar a la sociedad en una sociedad de inquisidores al modo de “si soy el inquisidor no puedo ser el hereje”, termina generando más miserias y conflictos de los que problemas soluciona.

Este es el primer asunto que me interesaba dejar claro: es prácticamente imposible determinar quién puede ser un asesino de masas a partir de su biografía o de su conducta. Ni la biografía ni su conducta son elementos que puedan profetizar qué va a ser, porque si nos basamos prioritariamente en esto pueden ustedes imaginarse cuántos maltratados por la vida y por sus semejantes existen en este mundo, cuántos solitarios misántropos, cuántos soñadores de los que no se levantan de la cama en todo el día...

El segundo, ya lo he apuntado, el motivo es importante, fundamental. No es lo mismo, lo repito, un Conde de Montecristo que planea vengarse friamente de cada uno de aquellos que le destrozaron su vida, que un Mr. Hyde y Mr. Jekyll que actúa estando drogado y que por tanto ni siquiera es consciente, o lo es muy someramente, de haber hecho lo que hizo, que un Jack el destripador, asesino en serie donde los haya. Sin embargo, y como vemos, ninguno de estos tres casos, casos extremos los tres, se produce un atentado masivo. Lo curioso pues es ¿Por qué ha de ser masivo?

En el caso de los que matan por una Causa, “la Causa”, da igual como ustedes quieran llamarles: fanáticos, racistas, rebeldes, es comprensible que quieran que sus reivindicaciones y sus acciones alcancen una gran repercusión y sembrar el miedo, el terror, la angustia, no cabe duda de que es un método sumamente eficaz.

Sin embargo en lo que respecta al tema de los “locos” el asunto adquiere tintes distintos. Es difícil entender que un depresivo cuyo mayor reto consiste en levantarse de la cama para ir a trabajar, o interesarse por algo, decida suicidarse – y no sé si se han parado a pensar lo complicado que ya es de por sí suicidarse, la energía y la convicción que se requieren para quitarse la vida – y no sólo a él sino a unos cuantos más a los que ni siquiera conoce, con los que no guarda ninguna relación. Es difícil entender que un esquizofrénico, un paranoico, un bipolar, en fin, cualquier persona aquejada de un problema psicológico pueda planear un asesinato en masa, enfrentarse a un grupo de desconocidos y empezar a disparar a diestro y siniestro. Lo normal es que si tienen un “brote” peligre la vida del que tienen al lado o enfrente, pero más no. Pero es que si además se trata de enfermos declarados enfermos y tratados como enfermos, la medicación que recibe los hace incapaces de ni tan siquiera coger el coche para ir a la esquina. La medicación que suelen tomar produce, en argot popular, “un atontamiento” que les impide realizar la mayoría de las labores cotidianas.


O sea, que un asesino perturbado suele ser o en serie o en afecto pero en cualquier caso, un asesino que asesina individualmente y no en masa.
Llegado este punto, algunos afirman que esta “moda” del asesinato en masa es generada por un sentimiento narcisista del asesino, que quiere salir en la prensa. Esto es: tener sus cinco minutos de gloria. Mi pregunta aquí es la siguiente: Si la mayoría de ellos se suicidan allí mismo o son abatidos por las fuerzas policiales ¿puede decirme alguien cómo pueden albergar el deseo narcisista de los cinco minutos de gloria? Hay algo que no cuadra.

Mi opinión: hay demasiados “locos” sueltos; demasiados “locos” de muy poca, poquísima edad. 

Mi opinión: no es la locura sino la desesperación la que les lleva a cometer los actos que cometen. 

Y sí, tal vez la desesperación sea una forma de locura pero es una forma de locura en la que la sociedad y no sólo el cerebro enfermo del desesperado participa. La desesperación, y yo creo que convendría empezar a leer a Kierkegaard, es una enfermedad mucho más profunda de lo que se piensa y mucho más terrorífica porque no sólo impide que el sujeto entienda qué es lo que le sucede a él sino que impide que entienda lo que pasa a su alrededor.

El loco organiza la realidad a su modo y manera y a su modo y manera puede construirse una realidad. El loco puede explicar y aclarar la realidad de un modo compacto, tan compacto que, en opinión de Chesterton ,cualquiera que se enfrente dialécticamente a él saldrá sin duda perdiendo.
Sin embargo, el desesperado, el hombre desesperado, es el hombre al que no le es posible entender la realidad en la que vive pero se ve igualmente impedido de construir una realidad, ya sea esta realidad real o no. La desesperación se va a ir extendiendo a medida de que las relaciones sean cada vez más complejas, más enmascaradas, más sin sentido.

Medio mundo de los asesinatos en masa está en manos de los terroristas.

El otro medio, hora es ya de que lo aceptemos, no está en manos de los perturbados mentales, ni en manos de los depresivos, ni en manos de los neuróticos, bipolares y qué se yo.

No.

El otro medio, está en manos de los desesperados.

Lean a Kierkegaard.

Pero no se hagan muchas ilusiones. Aclarar el tema no va a resolverlo. La desesperación se va a extender como se extienden los virus. Las redes sociales, el exceso de información que resulta imposible procesar a cualquier cerebro normal, las palabras sin sentido a las que es el tono con el que se pronuncian el que les da el significado que por sí mismas no tienen, la falta de Fe, de ideales, de reposo anímico, todo ello aleja a los jóvenes de sí mismos en una época en la que deberían concentrarse en su propio desarrollo y en su propia búsqueda a semejanza del caballero Parsifal.

La bruja ciega.
 Lo que no entiendo: Por qué soy yo la que tiene que detenerse a explicar esto. 


Sunday, July 17, 2016

No es asombro. Es parálisis.

Los últimos días han sido sumamente conflictivos, violentos y sangrientos, a qué negarlo. Cuando supe lo de Niza no hubo forma de contener las lágrimas que se precipitaron al exterior de mis ojos sin avisar, al tiempo que un dolor asfixiante y seco oprimía mi corazón. Quizás porque no hace mucho, allá por Febrero, yo me encontraba paseando por la Promenade des Anglais y tomando café en la Plaza Garibaldi, al tiempo que disfrutaba de los dulces y tímidos rayos de sol del final del invierno, esos que anuncian que ya no falta mucho para que llegue la primavera y con ella los acostumbrados turistas, y yo no me podía imaginar que la belleza serena, el espíritu ligero, el azul esperanzador de esos parajes se hubieran teñido de rojo sangre, de dolor profundo, de gritos desgarrados. Quizás porque una, que soy yo, no se acostumbra a las muertes inútiles e insensatas; a esas que no hubieran debido de ser pero son. Quizás porque ni siquiera a mi edad puedo comprender que alguien decida subirse a un camión y arrollar a una multitud que no ha cometido más error que el de decidirse a ser multitud en un día que está hecho y pensado para ser multitud porque conmemora ni más ni menos la Revolución francesa que por mucho que se apellide “francesa” es la revolución de todos los europeos.
Después de llorar desconsoladamente escribí a Carlota: “Espero que no vuelvan a decir aquéllo de que estaba loco.” Pero efectivamente, aquel mismo día en uno de los rotativos internacionales aparecía el consabido: “El autor del hecho era un desequilibrado mental.” Lo aseguró un único periódico (alemán) y solamente una vez. Pero, francamente, ¿quién hubiera podido creer semejante afirmación? Bastante difícil resulta aceptar algo así incluso en el caso del piloto alemán que se suicidó con centenares de pasajeros a bordo del avión que pilotaba. Es difícil creer, realmente difícil, que una persona es depresiva, tan profundamente depresiva como para cometer semejante acción, y que nadie de su entorno más inmediato –ni familiares, ni amigos, ni conocidos- se hayan dado cuenta de su estado anímico y psicológico, que no hayan sido capaces de percibirlo hasta un punto en que ni siquiera cuando se ha producido el desastre puedan comprender lo que ha pasado, atar cabos sueltos, algo. Pero nos dicen que el accidente del avión ha sido causado por un demente del que nadie se había percatado que era un demente y todos lo aceptamos. Lo aceptamos porque en un mundo como el nuestro los únicos que corren el peligro de ser considerados dementes son los seres racionales mientras que los dementes deambulan a sus anchas. Lo aceptamos porque somos tan tolerantes que aceptamos como normales las raras ideas, las conductas extrañas que observamos en el día a día porque al fin y al cabo cada uno dice y hace lo que quiere. Lo aceptamos porque no hemos conocido al piloto y nunca se sabe cuánto de Mr. Hyde y de Mr.Jekyll esconde cada uno. Lo aceptamos porque además nos lo demuestran con pruebas que nosotros nunca hemos visto pero que estamos seguros de que otros las han visto porque esos otros nos han dicho que no sólo las han visto sino que también las han estudiado, analizado y sopesado.

Pero luego se produce un siguiente atentado. Y resulta que el que lo comete es también un desequilibrado mental. Y luego otro, cometido también por un loco. Y otro más, y otro más, y otro más. Y una, que soy yo, empieza a pensar si más que de una conspiración de los locos – al modo de “locos del mundo uníos” – para acabar con los últimos seres racionales, se trata de una conspiración contra los locos para acabar con todo aquél que tenga ideas distintas de las de Fuenteovejuna y se comporte de forma distinta a la de Fuenteovejuna. Porque una, que soy yo, no termina de ver claro el asunto de los locos metidos a terroristas, de los locos que nadie nota que están locos, y por eso escribo en uno de mis artículos que es preciso ser comedido con esa nueva argumentación, esa según la cual, el asesino es un loco. ¡Hombre!, para matar, salvo supongo si se mata en la guerra, muy cuerdo no se puede estar. Incluso si se asesina en afecto se habla de locura transitoria. Pero de todas formas tendremos que seguir definiendo el límite entre loco y asesino, de tal manera que a unos se les trate de una manera y a otros de otra. Los franceses, sin embargo, y esto les honra, no están dispuestos a considerar a los terroristas que actúan en solitario ni locos ni lobos solitarios. Los franceses saben que el lobo solitario por muy solitario que sea actúa al servicio de una causa y es la causa lo que le convierte en terrorista y por eso es muy probable que ese terrorista metido a loco, - ese loco que en realidad no es un loco porque no ha sido loco hasta ese instante porque una cosa es ser un delincuente de medio pelo y otra muy distinta ser un loco - , haya sido presionado por el medio en que se mueve al modo de “o lo haces o matamos a tu familia”. Eso, tal vez, es lo que quieran dar a entender las investigaciones galas cuando anuncian aquello de “se ha convertido a la causa muy rápidamente”. El “muy rápidamente” es lo verdaderamente interesante.

En cualquier caso, la afirmación de aquel único periódico nacía de las primeras manifestaciones públicas de los propios familiares de ese loco que, como digo, nunca antes había sido considerado loco y no tardó en ser desestimada por la realidad y por las autoridades, que han puesto las cosas en su sitio. No estaba loco. Las investigaciones apuntan a que se trataba de un terrorista y no de un loco. Ello implica que por mucho que todos los terroristas estén locos, es claro que no todos los locos son terroristas. 
Los locos pueden respirar aliviados. Quién sabe lo que en caso contrario hubiera podido pasarles a los pobres locos y desequilibrados mentales: una redada mundial contra ellos, una vendetta, una noche de San Bartolomé. Gracias a los investigadores galos que no se han dejado impresionar por las declaraciones de quienes afirmaban que aquel individuo estaba loco, pueden volver los locos a dormir tranquilos, signifique lo que signifique el término “tranquilos”.

Quizás ustedes piensen que estoy intentando ser graciosa. Nada más lejos de mi intención. Estoy intentando hacerles comprender lo que ya apuntaba en un artículo anterior: un terrorista es un terrorista, con independencia de su grado de equilibrio o desequilibrio mental. Un loco no es un terrorista, por más que se le haya declarado psíquicamente inestable. En este sentido he de dar las gracias a las autoridaes galas por no haberse dejado arrastrar por la espiral en la que se estaba cayendo y atreverse a llamar a las cosas por su nombre. Un terrorista es un terrorista. Esto es: una persona que mata a inocentes en nombre de una causa. Esto es algo que distingue al piloto alemán de cualquier otro terrorista. El piloto alemán es un asesino pero no es un terrorista en tanto en cuanto actuó impelido por una cuestión privada y no por “una causa”, sea cual sea esa “cuestión privada” y sea cual sea esa “causa”.

Hora es, de que recordemos estas diferencias. Mi agradecimiento, nuevamente, a las autoridades francesas por haberlo puesto de manifiesto tan rápida y claramente.

No nos habíamos recuperado de Niza cuando ya estábamos enfrentándonos a Turquía.

Y yo, francamente, supuse que no haría falta escribir sobre este tema porque repetir lo ya dicho no es mi estilo. Pero leo y releo las noticias y los comentarios, y al parecer nadie se asombra de un asunto que a mi me paraliza. He hablado al respecto durante horas y horas con el tranquilo Jorge que me lo ha intentado explicar tranquilamente hasta tranquilamente llegar a la tranquila desesperación de la que únicamente los tranquilos hombres como Jorge el tranquilo pueden hacer gala. Si él no ha conseguido que yo comprendiera el asunto, dudo mucho que otros puedan lograrlo.

El problema que me paraliza es el siguiente: ¿cómo es posible que la población de un país en el que las protestas son cada vez menos protestables por censuradas, un país en el que diariamente son recortadas las libertades públicas, se limita la posibilidad de expresar la opinión individual y las minorías han de gritar, cuando no luchar, para reclamar unos derechos de los que a grito limpio, cuando no a tiro limpio y sucio, aseguran que les han sido arrebatados, se lance, todos a una, a la calle para apoyar a Erdogán? ¿Cómo es posible que ese apoyo sea unánime? ¿Un apoyo que no ha sido únicamente prestado por los turcos y turcas de Turquía y de Alemania, independientemente de su ideología política sino, hasta donde he podido leer, incluso por los mismísimos kurdos?

Y sí. Ya sé. Ya sé. La población turca se ha declarado a favor de la democracia y en contra de un golpe militar. Lo sé. Me lo ha repetido el tranquilo Jorge tranquilamente cien veces en las últimas horas. Pero lo que yo no entiendo, lo siento pero no lo entiendo, es que defender a Erdogan sea sinónimo de apoyar a la democracia por muy democráticamente que haya sido elegido Erdogan, sobre todo cuando el muy democráticamente elegido Erdogán está llevando a cabo una serie de reformas nada democráticas en su país, amparándose en su carácter de presidente democráticamente elegido.

Mi problema que es, desde luego, mío y solo mío: Desde la pasada noche el democrático Erdogán es, no sólo un presidente democráticamente elegido sino un presidente democráticamente aclamado. Eso significa que a partir de ahora cualquier detención que lleve a cabo, cualquier limitación de las libertades democráticas que determine, cualquier reforma encaminada a anular el laicismo que regía a Turquía hasta hace poco, habrá de ser aceptada sin protestar.

Aquéllas cuestiones acerca de la democracia que planteé en uno de mis artículos a raíz de la polémica por la elección de Trump siguen presionando mi cerebro tanto como la matanza de Niza presiona mi corazón.

Yo, lamento decirlo, no entiendo a Fuenteovejuna. No la he entendido nunca. Pero en el caso de Turquía y Erdogán, y por mucho que no escucho más que decir que se trata del apoyo de un pueblo a su democracia, a su presidente democráticamente elegido, mucho menos.

Y sí, ya sé que me dirán que se trataba de un golpe militar. Pero yo, lo lamento, me considero incapaz de aceptar ese terrible Principio de Identidad según el cual “a” es “a”. Puede ser que en España y en otros muchos países la dictadura viniera de mano de los militares; pero en Alemania, los que una y otra vez se atrevieron a intentar acabar con su dictador, cada uno a su modo y manera, desde Walther von Brauchitsch hasta el más conocido Claus von Stauffenberg, fueron, justamente militares.

Lo siento. Siento profundamente no poder entender el tema. No me lo tomen a mal y tampoco me malinterpreten. Nada más lejos de mis propósitos que defender golpes militares. Lo que estoy públicamente confesando es mi incapacidad total y absoluta pese a los esfuerzos que he hecho para intentar comprender las disquisiciones, explicaciones y argumentaciones al respecto, la aclamación popular a Erdogan; los niveles que ese aclamación popular ha alcanzado.

Honestamente, lo confieso, la parálisis no me deja moverme.  

Los que ahora se asombran de la reacción de Erdogán que ha seguido al golpe militar me asombran. No sé, francamente, qué otra cosa se podía esperar de alguien que dice que el golpe militar "ha sido un regalo del cielo". Los espanoles vivieron un golpe militar al poco de su estrenada democracia que sirvió para que supiéramos que no estábamos dispuestos a que los tanques nos arrebataran nuestra libertad, pero desde luego nadie, absolutamente nadie, exclamó que aquello fuera un regalo del cielo. Es que ni se nos ocurrió pensarlo. Pero de habérsele ocurrido decir a alguien no sé, francamente, cómo le habrían mirado los otros ni a qué conclusiones hubieran llegado.

Creo que, lo queramos o no, ha llegado el momento de detenernos a hablar de la democracia, las bases de la democracia, los requisitos que ha de cumplir un individuo y un pueblo para ejercer su derecho a la democracia más allá del de la simple edad de dieciocho años. No es sólo Turquía, es Gran Bretaña y Escocia con sus Referéndums, con sus idas y venidas, es el triunfo de los argumentos que ya no son demagógicos sino cínicos, del mainstream organizado y del organizado antimainstream... Y todo ello, digo, no para cuestionar a la democracia sino justamente para defenderla.

Es hora, realmente es hora, de empezar a reflexionar adónde se dirige la Fuenteovejuna global, globalmente organizada, globalmente pensada. Mi problema sin embargo, no es tanto adónde se dirige sino si al menos lo sabe.

La bruja ciega.





Tuesday, July 12, 2016

La Nueva Era

Y hoy al parecer, no hay ninguna noticia interesante en el mundo. Los periódicos pasan de puntillas sobre los temas importantes para detenerse sobre los temas que no lo son tanto o que  no lo son en absoluto. Quizás lo más interesante son sus comentarios respecto a Rusia. Unos afirman que los rusos reciben muchas bajas en su intervención en Siria, bajas que cuentan en voz baja para que nadie les escuche y otros aseguran que mientras la OTAN tiene cuatro mil soldados estacionados en las fronteras del Este, Rusia tiene doscientos cincuenta mil. Y los lectores como Jorge leen ambas noticias y no ven ninguna contradicción en ellas. No ven nada extraño en ellas. No se dan cuenta de que unos hacen aparecer a los rusos como débiles y los otros como  bravucones. No se dan cuenta de que en una guerra, en cualquier guerra, las bajas son inevitables y que, en efecto, no gusta hablar de ellas más de lo necesario para no desmoralizar a la tropa. Lo hacen los rusos, lo hacen los americanos, lo hace cualquier ejército que se precie. En la guerra, cualquier guerra, lo importante no son las víctimas – si no, no se haría la guerra- son las victorias. Que lo sepa yo, que no he vivido ninguna guerra y que me gustaría, francamente, morirme sin vivirla y no lo sepan los periodistas, me asombra. Pero ustedes ya saben lo propensa que soy al asombro. Y tampoco se dan cuenta las gente como Jorge, que si los rusos tienen doscientos cincuenta mil hombres mientras los de la OTAN sólo tienen cuatro mil, eso no significa –al menos no únicamente- que los rusos tenga muchos, demasiados, hombres, que los rusos tengan muchos, demasiados, soldados, sino que los de la OTAN no tienen en absoluto soldados. Y esto, a la hora de sopesar un posible enfrentamiento que “Nadie” desea pero que “Todos” temen es sencillamente trágico. La OTAN, en estos momentos, no tiene ni armas, ni soldados, ni una población dispuesta a perder sus vacaciones por una contienda y eso, independientemente de que moralmente considerado sea total y absolutamente loable, a efectos defensivos, tácticos y estratégicos resulta realmente peligroso... para la OTAN, claro. Especialmente para los aliados europeos que no sé cómo se las van a arreglar con una población envejecida y una deuda de espanto. Los jóvenes belicosos se entrenan, a falta de mejor lugar, en las calles y esos que han crecido sin que los Reyes Magos se atrevieran a regalarles ni una pistola de agua por prohibición paterna, o sea, prohibición social, por lo que de violencia representaban, se inscriben en los clubs de caza o en los recónditos lugares que los proscritos gustan de tener, para habituarse a las armas. O simplemente, a falta de licencias y de munición, se arman con piedras y palos y linchan al primero que pasa por la esquina.

Pero esto claro, son cosas que suelen pasar desapercibidas por la simple y sencilla razón de que al principio suelen ser “cosas de jóvenes borrachos”. Y no. No lo son. No es normal que un grupo de borrachos se lancen contra un joven indefenso y lo maten a golpes. No es normal que un grupo de jóvenes se lancen en plenas fiestas a violar en grupo a una mujer. No es normal que un grupo de jóvenes se dedique a un juego llamado K.O, o algo por el estilo, que consiste en pegar al primero que pase, sea quien sea el primero que pase: mujer, hombre, niño, anciana. No es normal que un grupo de jóvenes se lancen a pegar a otro en pleno día simplemente porque ese otro, teniendo la misma edad que ellos, es un rostro conocido. Conocido gracias a la televisión, claro. No es normal que un joven mate a sus compañeros de estudio, y luego sea otro, y luego otro, y luego otro más y todavía se quiera pensar y hacer pensar que se trata de casos tan lamentables como aislados. No es normal que las matanzas, la violencia, los golpes, los conflictos cada vez más sangrientos, se sigan considerando casos aislados, únicos e individuales. Mucho menos en una sociedad que cada vez se caracteriza por ser menos aislada, menos única, menos individual. Los video juegos han cobrado una vida propia dentro de la existencia vacía –vacía de conocimiento, vacía de sueños, vacía de Fe,- de muchos jóvenes. Cuanto más violento, cuanto más sangriento, mejor. Aunque se trate de una realidad virtual, aunque se trate de una sangre ficticia, de un arma ficticia. Unan esto a las redes sociales, al lenguaje, a las formas que allí se aprecian. Si, como ya he apuntado en más de una ocasión, el diablo de Goethe le dijo a su Fausto que donde no tuviera una idea, pusiera una palabra, ahora a mí no me queda más remedio que constatar que donde no se tiene una palabra, se tiene un insulto, una palabrota. ¿Qué otra cosa si no se podía esperar? La gente no lee y esto no sólo significa que escriban con faltas de ortografía sino que además tampoco tienen un vocabulario que poder utilizar adecuadamente. Por eso aprenden frases hechas, frases slogan, de esas que se pueden intercambiar y ser utilizadas para casi cualquier situación, o aprenden palabras rimbombantes que se convierten en estribillos, en sentencias, en aquellas ocasiones en las que no hay nada que decir pero tampoco se quiere permanecer callado. Pero cuando se enfrentan a situaciones nuevas, situaciones en las que ni las frases hechas ni las “coletillas” sirven de algo, entonces sólo les queda el insulto. El insulto es la violencia más utilizada por Fuenteovejuna, hasta el punto de que son incapaces de creer que hay personas que raramente, y sólo y únicamente en situaciones límite, utilizan el insulto. El insulto es lo que pulula en las redes sociales sin que ni siquiera los que insultan sean conscientes de que están insultando porque piensan que lo que en realidad están haciendo es expresar su libre opinión. Y lo peor: no mienten. Eso, el insulto, es la única forma que, a falta de otro vocabulario, tienen para expresar lo que piensan. La policía que investiga qué opiniones son insulto y cuáles no lo son, lo va a tener difícil, la verdad. Lo va a tener difícil incluso cuando tales opiniones incluyen amenazas de muerte, deseos de destrucción y similares.  Lo va a tener difícil porque ese, mal que nos pese, es el modo en el que se expresa la Fuenteovejuna de la Nueva Era, que no es –pese a las profecías de mucho- una Era más elevada de la que lo fue la Era anterior sino más bárbara todavía porque la Era anterior había conservado la fuerza de la palabra en medio del caos en que se había sumido y esta, la Nueva Era, se sumergirá en el mismo –o todavía peor- caos sin ni siquiera poder aferrarse a la palabra. No tiene palabra porque no tiene lectura. No tiene lectura porque no tiene pensamiento. No tiene pensamiento porque no tiene palabra. Pero de este círculo ya he hablado y no tengo muchas ganas de volver a hablar de él.

Después del insulto llegan las maneras agresivas, las maneras agresivas que se hacen necesarias para imponerse en un mundo de insultos e insultantes que no tienen otras palabras ni otros medios para expresarse. Y en medio de todo ello el cinismo, las medias verdades, las medias mentiras, las difamaciones, los dires y diretes, de todos esos que aún saben hablar, que aún tienen las palabras. Pero la palabra ha dejado de ser un modo de comunicación para convertirse, simplemente, en un medio de expresión individual, un medio de imposición o justificación individual, no un modo de pensamiento ni de razonamiento auténtico. Después de esto, cuando ni siquiera el cinismo puede conseguir imponerse, no queda otra solución que recurrir a las maneras agresivas para hacer prevalecer su derecho a la hora de ocupar una mesa en un restaurante, o un determinado lugar en una fila, o un sitio para dejar la toalla en la playa. Maneras agresivas para que el camarero no se vaya a pensar que uno se deja tratar de cualquier manera, maneras agresivas para que el cliente no crea que allí puede comportarse como en su casa. Después de las maneras agresivas: el empujón, el botón roto de la camisa, el tirón de pelos.Y de ahí se llega a pinchar la rueda del otro, a rayar el coche del otro, a dejar la basura delante de su puerta. Todo esto ha pasado siempre, no lo dudo. El problema es cuando incluso pasear por la calle sin conflicto se hace difícil porque uno tiene que apartarse constantemente para dejar paso al que no cede ni un milímetro de su camino. Uno termina hartándose. Y empiezan a sucederse las escenas surrealistas entre dos viandantes que permanecen frente a frente mirándose retadores a ver quién es el primero en ceder y cómo el que cede insulta al otro que o bien, contento con su victoria sigue su paso en silencio y deja gritar al insultante, o se detiene, porque no tiene otra cosa mejor que hacer, y se lía con el otro.

De estas situaciones a pasar a coger el estoque, falta poco. Los jóvenes son los que más insultan, los que más pegan, por la sencilla razón de que son, todavía, los que menos dominan el arte del cinismo, de las medias palabras, de las medias mentiras, de los dires y diretes. Los jóvenes que los dominan introducen en sus círculos la violencia a su modo y manera.

La violencia callejera es lo que se impondrá poco a poco. La violencia en grupo. La histeria en grupo. Licencia de armas o no licencia de armas influye a nivel individual. Al grupo, no tanto. El grupo que no tiene licencia de armas, las roba o las construye en el sótano de su casa, al tiempo que fabrica droga cristal en sus cocinas para ganar un sueldo y planta marihuana en la maceta de su balcón para consumo privado. Ese es el mundo que se acerca peligrosamente. Ese es el estado de hecho en el que muchos ya viven. 

Los rusos tienen doscientos cincuenta mil soldados en la frontera. 

La OTAN tiene a cuatro mil soldados en la frontera y a los revolucionarios sin causa, dentro.

¿Todavía hay alguien que aún crea que el tema de la cultura, de las Humanidades y de la Filosofía es  cuestión baladí?

La bruja ciega.




Y todavía no han llamado a mi puerta.

Las vacaciones se aproximan y el que más y el que menos sueña con alejarse de la cotidianeidad, de acercarse a lugares distintos, desconocidos, exóticos. Lugares en los que poder restablecerse, dicen, del stress de la vida diaria, donde poder descansar del ritmo que los tiempos modernos imponen, dicen. Algunos buscan el reposo, otros anhelan el lugar en el que poder encontrarse consigo mismos igual que anhela el amante encontrar al amado ideal, ése con el que desaparece el número dos y surge el uno, que es una Unidad Eterna, en el que la Eternidad dura un segundo. Y es que, digan lo que digan los sabios científicos, la Eternidad no es sólo una expansión interminable en el tiempo; es también la condensación del infinito en la más minúscula duración de tiempo. A esto algunos lo llaman El Uno en el Todo y el Todo en el Uno. Pero no; no es nada de eso. No se trata del Uno en el Todo y el Todo en el Uno sino de la Ley de la Correspondencia, que queda enunciada en el Kybalion: “Como es arriba es abajo; como es abajo es arriba.”

Sí. Muchos utilizan las vacaciones para relajarse; otros, en cambio, se lanzan a la búsqueda de sí mismos, seguros de poder encontrarse en un otro lugar distinto a ése en el que normalmente transcure su existencia. No lo consiguen, claro. No lo conseguirán nunca. Es lo mismo que les suele pasar a todos esos que abandonan sus ocupaciones habituales para introducirse en el mundo de la bohemia en el que se ha convertido hoy en día la agricultura. O son personas profunda, casi terriblemente, realistas, conscientes de que el mundo de la bohemia es espiritual única y exclusivamente cuando el que vive en ese mundo lo es por naturaleza y no porque la bohemia sea en sí misma espiritual, porque a decir verdad la bohemia suele ser materialista y bien materialista, o no tardarán más de dos años, tres a lo sumo, en comprender que han encallado sus vidas en un arrecife negro. Uno no puede buscar la espiritualidad fuera de él mismo, uno no puede comprar la espiritualidad como se compra una estantería barata en uno de esos grandes comercios dedicado a vender muebles para que el comprador los monte y construya según sus necesidades o, simplemente, según su antojo y capricho. Uno, o tiene la espiritualidad dentro de él y la lleva con él a todas partes o, vaya donde vaya, seguirá sin dar con ella y terminará confundiendo el placer estético que uno siente al contemplar la belleza o al disfrutar de una agradable estancia con la espiritualidad.

En el fondo esto último es lo que le pasa a más de uno y a más de una. Ese intento de restablecer el equilibrio interior a base de salir fuera de sí mismo, a base de cambiar de cama, de apartamento, de ciudad,  fracasa por la sencilla razón de que para lograr ese equilibrio interior no hace falta moverse del sitio en el que ya se está. En realidad tampoco para descansar hace falta otra cosa que tumbarse y cerrar los ojos. Los hombres y mujeres que están cansados, realmente cansados, sólo sueñan con una cosa: dormir. Dormir en una habitación fresca, casi vacía, sumida en una constante penumbra y parapetada por la soledad más absoluta. Los hombres y mujeres extenuados no quieren grandes aventuras ni viajes de riesgo ni largas avenidas limitadas a ambos lados por puestos callejeros que utilizan las enfermizas ramas de los escuálidos árboles de la ciudad para protegerse un poco del despiadado sol del verano. Los hombres y mujeres agotados de su frenética existencia sólo aspiran a una cosa: la paz y la soledad de su habitación y por eso, lo que realmente desean, es que sean sus respectivas familias las que cojan el avión, poco importa a la playa o a la montaña, sus respectivas familias las que vuelen al destino exótico de moda de esa temporada, sus respectivas familias las que se recocijen con la belleza del paisaje, da igual con qué paisaje; en definitiva: que sean sus respectivas familias las que se diviertan mientras ellos y ellas recuperan su equilibrio interior durmiendo y saboreando la compañía de sí mismo, esa compañía de la que tan poco puede disfrutar normalmente.

Pero ¿qué sucede en realidad? Que las vacaciones han perdido su originario sentido, su sentido espiritual. Las vacaciones han dejado de ser un tiempo de descanso y de precioso encuentro con el vagueo, con el “no-hacer-nada” salvo dedicarse a contemplar las musarañas y cubrir las necesidades escatológicas, para convertirse en un nuevo juego social llamado “a ver quién va más lejos, quién gasta más, quien tiene más agallas para arriesgar su vida...”

Y a todo esto, muchos le llaman espiritualidad, encontrarse con uno mismo, romper con la vida cotidiana y qué se yo. Ni es espiritualidad, ni van a poder disfrutar de su propia compañía ni, desde luego, rompen con su vida cotidiana. Las vacaciones se han transformado en un apéndice de esa vida cotidiana, en un traslado de esa vida cotidiana. Que no se lleve a cabo en la ciudad de origen no significa que se lleve otra vida distinta de la habitual que consiste en ceñirse la máscara antes de salir a la calle, parecer feliz aunque en realidad uno esté harto del sol, de la playa, de la montaña, de los chiringuitos, de los paseos en barca, en bicicleta, de las actividades de riesgo de lo que lo más importante en la foto que se incluye en el precio; harto de la tumbona, de la arena que quema, del sol que abrasa, de esa extraña mezcla crema-arena, que termina siendo siempre la crema de protección solar, de las caminatas sin pausa por la senda rocosa, del alpinismo, de las botas, de la mochila, del tener que seguir adelante fingiendo que se es un gran deportistas, una persona activa, un amante de la naturaleza que goza durmiendo al aire libre cuando en realidad los insectos molestan, la dureza del suelo molesta, y el saber que justo cuando uno haya conseguido habituarse a los insectos y al suelo, tendrá que continuar para que la noche no les sorprenda en pleno bosque o en plena montaña. Y otros se quedan en casa pero no descansando con ellos mismos sino jugando con los video consola, o se adentran en alguna expedición internauta a través de las redes sociales, o se quedan pegados a los cascos y tragan las películas y la música más in del momento. Para eso, dicen todos ellos, están las vacaciones.

Después, una vez en casa, la acostumbrada letanía: “Indescriptible” “Te lo aconsejo” “Una vivencia inigualable” y qué se yo. Pero lo cierto es que no han hecho nada distinto de lo que hacen todo el santo invierno: paripé, postureo, stress, superficialidad y consumo.

Ustedes, claro, no pueden entenderlo.

En mi caso, hacer vacaciones se ha convertido en un auténtico tormento; una de esas obligaciones sociales a las que no hay más remedio que atender, de las que una no puede de ningún modo liberarse, aunque lo que a mí realmente me gustaría sería dar mis acostumbrados paseos con la única peculiaridad, acaso, de tomarme el café en alguna agradable cafetería. O sea, en cualquier cafetería que no sea una de esas atestadas cafeterías de moda en las que el camarero viene presuroso a quitarte la taza en cuanto se ha dado cuenta, o ha ponderado que ya era la hora, de haber acabado el café. ¿Cómo se puede dialogar, pensar, o contemplar el mundo en la mesa vacía de una cafetería llena?

Hmm.


La bruja ciega.
Nota: Hoy aparecerá un segundo artículo acerca de las contiendas callejeras. He estado esperando que alguien hablara del tema, que al menos lo intentara. Pero ¿qué se puede esperar en estos tiempos postmodernos, donde se acepta que el Todo está en el Uno y el Uno en el Todo, al tiempo que se niega que unos sucesos tengan que ver con otros? ¿Comprenden ahora por qué sufro de tantos dolores de cabeza?

Saturday, July 9, 2016

Por qué las apariencias consiguen engañar o el triunfo de Madame Bovary

Mientras el interés internacional se centra en los últimos sucesos de Dallas, como yo ya me ocupé en su día del asunto en mi artículo "inspector Barnaby en Ferguson", y no tengo ganas de repetirme, prefiero ocuparme de la grave situación en la que se encuentra la cultura. 

¡Ah! ¡Estos nuevos hipócritas que lloran por delante lo que por detrás matan, ignoran y abandonan! ¡Estos comediantes que muestran al público los pañuelos humedecidos por las lágrimas que incontenibles han acudido a sus ojos al comprender que acceder a la cultura les resulta imposible porque la cultura cuesta dinero, gimen sollozantes, al tiempo que ocultan los últimos aparatos tecnológicos de diseño innovativo y precio desorbitante para que nadie note que sus lágrimas no son de pena por no poder acceder a la cultura sino de alegría por sus últimas adquisiciones. ¡Ay! ¡Estos farsantes que con tono de  erudito resignado a padecer la estulticia del mundo explican que no leen porque los nuevos libros no satisfacen sus intereses sino los intereses del mercado! ¡Ay, estos llorones tristones melancólicos y falsos! ¡Qué sabiduría y dinamismo muestran a la hora de encontrar culpas y culpables a los que responsabilizar de su falta de amor a la cultura, de su falta de entusiasmo  por todo lo que signifique pensar!

Mi amiga Carlota me contó que cierta vez, una mujer de setenta y tantos años de la que Carlota sabía que no había leído en su vida, se sentó a leer en un sillón enfrente al suyo. Su lectura sólo se veía interrumpida por los suspiros que su débil voz acertaba a proferir: “¡Qué bonito es leer!" decía aquella desdichada "Leer es una droga”...
Y así estuvo toda una semana: devorando una obra tras otra, al tiempo que suspiraba lo bello que era leer. Carlota la observaba con el escepticismo más duro, frio e irreverente del que Carlota es capaz sin que ello consiguiera otro efecto que el de incitarla a suspirar aún más lastimeramente.

Si ustedes no hubieran conocido a aquella mujer tan bien como Carlota la conocía, hubieran sin duda concluido que se trataba de una de esas féminas a las que históricamente se les había negado, casi prohibido, la posibilidad de dedicarse a leer y que era justamente en ese instante, casi en el ocaso de su vida, cuando la pobre mujer descubría regocijada tal entretenimiento. Si ustedes, además, hubieran sabido, que tenía un marido enfermo, no habrían hecho más que reafirmarse en sus conclusiones iniciales. Muy posiblemente, pues, hubieran sentido una ternura inenarrable hacia aquella anciana que con tanto placer se había sumido en la lectura, actividad que – como ustedes mismos habían comprendido al instante - le había sido negada toda su vida, bien por los acostumbrados impedimentos sociales hacia la mujer, bien por entregada madre, bien por abnegada esposa. 

Ustedes, no me cabe la menor duda, se hubieran sentido inclinados a proteger y a cuidar a aquella anciana y a censurar con oprobio a mi buena amiga Carlota y a su frialdad.

Sin embargo, mis muy queridos lectores, ustedes, al hacerlo, estarían cometiendo un grave error. Y lo estarían cometiendo porque ustedes habrían olvidado que las apariencias engañan y que en general si las apariencias consiguen engañar con tanta frecuencia ello se debe no tanto a la inteligencia intrínseca  del embustero o de la apariencia en sí, como a la ayuda que a ambos - truhán y apariencia- les prestan nuestros propios prejuicios. Y de todos los prejuicios son sin duda alguna los prejuicios socialmente compartidos y aceptados como válidos los prejuicios que más eficazmente contribuyen a que la apariencia, la invención, tenga éxito. Nos dicen que la mujer ha estado siempre sometida, tenemos numerosas pruebas de ello y de repente vemos a una anciana de la  que sabemos que es madre y esposa de un marido enfermo, que no tiene más que los estudios básicos,  deleitarse ante la obra literaria que tiene en sus manos; la oímos suspirar, igual que suspira una joven princesa por el amante que se ha ido a las cruzadas, y antes de detenernos a considerar la cuestión con detenimiento y fría racionalidad preferimos dejar que nos invada la pena por ella, por esa mujer anciana, por sus circunstancias, por su vida. Antes de que haya dado la vuelta a la hoja, la hemos convertido a ella, no digo ya en víctima, sino en mártir, y a nosotros mismos en sus caballeros andantes, de modo y manera que de haberse encontrado en esa misma sala con Carlota y aquella anciana, ustedes no habrían dudado en blandir sus espadas hacia mi amiga Carlota  en gesto amenazante y castigador.

Y sin embargo, vuelvo a repetir, ustedes mis muy queridos lectores estarían cometiendo un grave error.

En primer lugar porque cuando hoy en día se habla de la terrible situación de la mujer, una –que soy yo- no sabe si se refieren a las mujeres de la Edad Media, del s.XIX, del XX o del XXI. Todo depende del grado de emocionalidad y victimismo con el que pretenden presentar el tema de la mujer. Para ser sinceros, es cierto que hubo una generación de mujeres – las nacidas en los años cuarenta- que no pudieron asistir mucho tiempo a la escuela. Unas tenían que ayudar en casa, otras en el negocio, y en general, todas ellas debían esperar a casarse. No lo tuvieron fácil. Es cierto. Pero para ser justos, sus congéneres masculinos, tampoco. Los hombres tenían que dejar el colegio para ayudar a sus padres, para buscar un trabajo que les permitiera emanciparse y fundar su propia familia, etc. Quizás las mujeres sufrieron más. No lo niego. Pero en general, la posibilidad de ir al colegio, aprender a leer y a escribir y las “cuatro reglas”, era ya mucho tanto para ellas, como para ellos.

En segundo lugar aquélla anciana que sentada enfrente de mi amiga Carlota suspiraba por la belleza de las letras era, en realidad, una gran chantajista emocional que quería hacer sentir a mi amiga culpable de todos sus males pasados, presentes y futuros. Aquella mujer se había casado relativamente pronto y había tenido desde el primer día de su matrimonio un marido amante dispuesto a satisfacer sus deseos y en ellos entraba una muchacha y una conocida modista que le hacía los trajes a medida. Además, y en contra de las costumbres de la época, no tuvo más de un par de hijos que, todo hay que decirlo, supusieron un grave cansancio tanto para ella como para su marido porque les impidieron dedicarse a su ocupación favorita: ellos mismos, donde ellos mismos significaba muy especialmente: sus traumas. 

Y como los traumas difícilmente tienen solución cuando más que un problema representan un aposento, aquella mujer pasó largas horas de su vida echada largamente en el sofá debido al sufrimiento de indeterminadas enfermedades y dolencias que intentaba apaciguar a base de una interminable serie de calmantes cuyos efectos secundarios terminaron causándole, en efecto, terribles, concretos y muy reales males. La enfermedad de su marido, crónica, hubiera pasado entre tanta dolencia propia, casi desapercibida, de no ser porque el carácter de aquel hombre, melancólico e introvertido por naturaleza, había ido agriándose hasta convertirse en un misántropo. Sólo por un ser había conservado un amor ideal: por aquella mujer. Sin que aquella mujer, claro, estuviera dispuesta a admitirlo salvo en determinadas situaciones, situaciones en las que su aceptación sonaba a chanza.

Es decir, que aquella anciana (–mientras otras de su generación realmente apenadas por la insuficiencia de la educación recibida y dispuestas a hacer algo para solucionar el problema que tanto les preocupaba- leían por las tardes o incluso – las más animosas - recuperaban los estudios valiéndose de la oferta para educación a adultos y a distancia), gastó su tiempo durmiendo o saliendo a tomar café con las amigas, u otras ocupaciones varias que mantienen ocupadas a las Madame Bovary de este mundo.

Pero al encontrarse ante mi amiga Carlota, madre de cinco hijos, que es capaz de planificar todas las cuestiones relativas al hogar eficazmente, que está sola porque su marido –ya lo he dicho- tiene como hobby su trabajo y su trabajo consiste en los negocios y a ellos se dedica como se dedican otros a las expediciones: con toda la energía y toda la inocencia del que no sabe cómo le irá pero que sabe qué llegar llegará, que ha ejercido de chófer, tanto como de profesora de matemáticas, idiomas, deporte e incluso baile de sus hijos, que ha controlado las tareas del colegio y la práctica de piano, que ha tenido que hacerlo en silencio porque cuando lo ha contado se ha oído de todo y nada bonito, que ha organizado cumpleaños para sus hijos, veladas para los colegas de su marido, mudanzas de un lado a otro.. En fin, Carlota, una de esas mujeres que ha luchado hasta que al final la ha detenido el basilisco que la estaba devorando y que ninguno de nosotros sabía que la estaba devorando, sólo que su espíritu estaba dormido, y algunos, como su hija Verónica pensaba que era depresión, pero sus amigos –especialmente Carlos- sabíamos que no era eso, que era imposible que fuera eso y queríamos asesinar a su marido porque seguía ocupándose incansable de sus negocios, sin ni siquiera ver, sin comprender siquiera, que Carlota dormía, Carlota, digo, contemplaba a esa farsante que tenía enfrente, a esa farsante cuya casa estaba llena de estanterías rebosando libros y que nunca había sentido ni el más mínimo interés por abrir uno, ni siquiera en detenerse a comprar uno, Carlota contemplaba a aquella mujer anciana, a  aquella provinciana Madame Bovary de provincias que había aprendido a causar lástima y siendo mujer y siendo anciana, mucho más, y tenía que apelar a toda la discreción y serenidad que –al contrario que a mí- caracteriza a mi amiga para no desenmascararla. Y es que mi amiga, mi amiga Carlota, ha sido la que ha encontrado en cada instante, en cada hueco, en cada posibilidad, una palabra, un autor, una composición, una imagen, una historia. ¡Cuántas historias no ha inventado mi preciosa y dulce Carlota para cada uno de sus retoños! ¡Cuántos teatros no ha escenificado! ¡Y nunca, nunca en esos tiempos, ni en esos tiempos ni después, suspiró por no poder leer a Proust, el autor que incansablemente lee porque, dice Carlota, es el único autor que la hace comprender su existencia y comprenderse a sí misma. El único que no la aburre, dice Carlota, porque es el único que convierte las lágrimas en estrellas, como si de un ángel prestidigitador se tratara. Pero ha leído, ha leído. Ha leído a los autores de teatro, porque el teatro sirve para educar a los chicos, porque el teatro es dinámico y se lee rápido. Ha leído la poesía francesa, aunque yo siempre le he aconsejado la española... Pero –ustedes ya lo saben- Carlota ama a Francia y sus conexiones con este país no sólo son lingüísticas, sino también familiares.

Y de repente, frente a Carlota, los recién llegados, que son ustedes, encuentran a una Madame Bovary sollozante, suspirante, sin fuerzas. Una Madame Bovary de la que todos ustedes ignoran que se trata de una Madame Bovary. A la que todos ustedes tratan como si fuera una mujer sometida, sumisa, abnegada. En definitiva: como a una víctima. 

Y mi amiga Carlota calla porque a Carlota no le gustan los escándalos, calla porque Carlota es una dama, calla porque le han enseñado a respetar a los mayores y ella no sólo lo ha aprendido sino que lo ha interiorizado. Pero la mirada de escepticismo, de crítica y de condena hacia los suspiros de la persona que tiene enfrente, esa mirada digo, no la puede, ni creo que quiera, ocultarla.

Y así cuando ustedes entren, ustedes que no saben la verdad de la historia, que es posible que no la supieran aunque ustedes conocieran a esas dos mujeres desde hace décadas porque ¿quién es capaz de averiguar lo que sucede dentro de una familia cuando la familia calla porque la familia no quiere ver su propia situación porque cuando la ve cae aún más en la situación y así es preferible no verla o mejor aún, justificarla aludiendo a razones varias porque cualquier razón es válida menos la verdad?

Y por eso, conozcan o no conozcan ustedes a la anciana, ustedes entran en la estancia acompañados de sus prejuicios y al ver la escena sentencian a la inocente y aplauden a la embustera.

Ustedes, claro, no saben por qué digo todo esto. Ustedes no saben la indignación que me causa el ver convertida a Carlota en una fría mujer, -ella, tan cálida- y ver, en cambio, a una Madame Bovary convertida en una mujer víctima de su condición de mujer y de sus circunstancias, cuando en realidad ha hecho siempre lo que ha querido y si no ha hecho más es porque es una Madame Bovary que  como toda Madame Bovary está condenada a sufrir el aburrimiento que su propia alma indolente le produce, aburrimiento que las Madame Bovary de este mundo solamente pueden paliar a base de amantes o, más cómodo y menos peligroso, a base de chismes y líos.

Ustedes, digo, siguen sin comprender por qué dedico tantas líneas a tan singular escena: esa que se produce entre una Madame Bovary que finge lamentar el no haber podido leer con lo que a ella le gusta leer, cuando en realidad no ha leído porque no le gusta leer pero le divierte manipular al público utilizando los prejuicios del público porque ello obligará al público a defenderla hasta el final porque en otro caso determinaría que el público confesase que ha seguido a sus propios prejuicios y eso no hay público alguno que esté dispuesto a hacer porque supondría ponerlo en evidencia no sólo ante el resto de la sociedad sino, mucho peor, ante sí mismo, ese “sí mismo” que siempre declara al espejo que le contempla que él no es como los demás, que él no es de los que se deja llevar fácilmente por los prejuicios y mi amiga Carlota, que la mira con frio escepticismo y que es juzgada como incomprensiva

Y así de esta forma tan sencilla, tan banal, las provincianas Madame Bovary de las provincias, conquistan el Mundo y se hacen con él. ¿Se sienten satisfechas? No me sean ingenuos. Una Madame Bovary nunca, jamás, está satisfecha. A lo más el primer par de minutos. Luego vuelve a caer en la eterna indolencia en la que está sumida.

Esta misma actitud de provinciana Madame Bovary de provincias es la que está adoptando Fuenteovejuna. Fuenteovejuna, cual provinciana Madame Bovary de provincias, se lamenta entre sollozos de lo cara que es la cultura, del excesivo aumento de los impuestos, de su imposibilidad para adquirir libros. Fuenteovejunta “llora que llora por los rincones”. (Lo siento, ha sido un impulso irresistible). Llora mientras yo la contemplo con cara desencajada al tiempo que le reprocho su actitud. Y en esas, precisamente en esas, llegan un par de periodistas y se lanzan en su ayuda. Pobre Fuenteovejuna, dicen. Es que no llega a fin de mes, es que ir al teatro es muy caro, es que los libros son muy caros. Y Fuenteovejuna sonríe satisfecha, con la satisfacción de una provinciana Madame Bovary de provincias, con esa satisfacción de la que dado su carácter no sabrá disfrutar mucho.

Mientras tanto esos confiados periodistas, esos inocentes periodistas que aún creen que Fuenteovejuna no compra periódicos porque no tiene un euro en el bolsillo sin comprender que no tiene un euro en el bolsillo para un periódico pero sí unos cuantos para un iPhone, no para un libro pero sí para un viaje a algún destino exótico, no para el teatro pero sí para el restaurante de moda, para la ropa de temporada, para los zapatos de la más renombrada colección, para los bolsos más exitosos, eso sí, cada cual según su clase, edad, estilo y bolsillo. Pero esos ingenuos periodistas no ven nada de eso. En su lugar lo que ven es a una Fuenteovejuna que suspira tristes suspiros al pasar por el teatro vacío, las vacías librerías y las cada vez más minúsculas salas de cinematografía, mientras los abandonados museos bostezan a la espera de exposiciones multitudinarias, en las que el arte queda convertido en marketing, los saquen de su aburrimiento.

Los compungidos periodistas que compungidamente oyen los lamentos del que sueña con el amor imposible y cegados por sus propios prejuicios, esos que llevan escuchando a sus abuelos y a sus padres: lo mucho que les hubiera gustado estudiar pero que no pudieron estudiar porque no tenían medios para hacerlo, lo mucho que les hubiera gustado leer pero que no tenían tiempo para leer porque tenían que trabajar de sol a sol, se dejan arrastrar por ellos y defienden a Fuenteovejuna y critican mi dureza de corazón. Y no. No es dureza de corazón. Es la frialdad que siente el que conoce la verdad ante el llanto del asesino que niega su mal y que encima de negar su mal aún se atreve a preguntar: “¿Tan malo me consideráis? Bueno, pues si me consideráis tan malo, bueno, pues entonces ahorcadme. Yo así no quiero seguir viviendo”. Y de esta forma, cometiendo el crimen del malo pero hablando las palabras del bueno, consigue confundir a todos los presentes.

Sólo las brujas ciegas sabemos la mentira del que miente aunque use fórmulas de la verdad. Pero a las brujas ciegas pocos son los que las escuchan y menos aún los que las creen. Pero una vez más: Fuenteovejuna miente cuando dice que la cultura en España está en retroceso debido al dinero.

¡No!

La cultura en España no puede decaer por la sencilla razón de que nunca ha existido. Hemos confundido consumir cultura con ser cultos y no es lo mismo; del mismo modo que el hecho de acudir a un restaurante de tres estrellas Michelin tampoco nos convierte en un gourmet. En España se ha consumido cultura como consumen los snobs: para presumir de consumo, no para disfrutar de lo que se consume. Y por eso la mayoría de los cursos que se ofertaban, la mayoría de las conferencias interesantes, tenían que ser gratis, completamente gratis: porque si no, Fuenteovejuna no iba. E incluso por muy gratis que fueran, la mayoría de las sillas de esas conferencias, a según qué horas y qué días, permanecían vacías u ocupadas por gentes que, no teniendo adónde ir ni con quién ir, se habían aposentado allí para al menos tener la sensación de que habían ido a algún sitio y que no habían estado solos. Luego, si se encontraban con un par de conocidos ya les podrían decir de dónde venían y darles a entender que se habían separado de sus acompañantes un par de calles atrás y como gente, a gente llama, quién sabe, a lo mejor incluso terminaban de copas con ellos.

No. La cultura en España nunca ha sido un fin en sí mismo; más bien un medio. Conozco a gente que se las dan de culta y no tiene más de diez libros en su casa con la justificación, que a mí siempre me ha parecido sorprendente de no tener bastante sitio, mientras tienen las paredes ametralleadas con clavos de los que cuelgan los más extraños misterios artísticos. Gente que cuando llegan a una casa en la que una de las estancias se ha dedicado a biblioteca, después de haberla alabado ante el anfitrión susurran a la salida, justo cuando acaban de haberse cerrado las puertas tras ellos: “¿Tantos libros para qué? Y todos con una encuadernación tan fea, ¿te has dado cuenta?” Y es que para ese tipo de gente, los libros, ya que ocupan espacio al menos que tengan una bella encuadernación que los convierta en objetos de adorno. Jamás en la vida podrían imaginarse que para algunos los libros son lo que para los niños su osito de peluche: el compañero del que nunca podrían separarse sin sufrir un colapso emocional.

Pero los periodistas no ven nada de eso. Sólo escuchan a una Fuenteovejuna que llora por los libros que no puede leer porque son caros, o porque la nueva literatura es mala, que es cierto que lo es, o porque el teatro y el cine son aptos únicamente para unos cuantos: los que pueden pagar el IVA.

Queridos periodistas: el que quiere leer, lee. Lee aunque no tenga sitio donde poner los libros y va al teatro aunque llegue después de la pausa, cuando ya no se controlan las entradas. En cuanto al cine, muchos prefieren ver las películas en su ordenador o en la superpantalla de su casa.

Pero querida Fuenteovejuna, seamos claros.

Los clásicos son en formato e-book gratis. Completamente gratis. Si no tienes e.book pero tienes un ordenador, podrás leer la mayoría de los clásicos gratis en pdf. Y lo mismo sucede con la música clásica. Antiguamente había todavía menos dinero que ahora y la gente leía para no tener que gastar dinero en salir. Y leía, claro, libros de librerías especializadas en segunda mano. Librerías que hoy resultan cada vez más escasas y difíciles de encontrar. Y en cuanto al arte, es cierto que no todos podemos admirar los cuadros más famosos de los más famosos museos de este mundo, pero acercarnos a una reproducción de un cuadro es fácil y más fácil aún enterarnos de la vida del pintor y de su estilo.

No. No es la falta de dinero el que aleja a Fuenteovejuna de la cultura. No es la falta de dinero el que impide a Fuenteovejuna disfrutar de ella. Es sencillamente la falta de interés, la falta de entusiasmo, la decadencia, la indolencia, la falta de curiosidad por el saber, la falta de ganas, el aburrimiento intrínseco que caracteriza a Fuenteovejuna y que le obliga una y otra vez a buscar remedios inmediatos para paliarlo y justificaciones constantes para mantenerse en esa actitud pasiva, lo que ha impedido, impide e impedirá, que Fuenteovejuna salga de su aletargo para interesarse, sumirse, volcarse en la cultura.

¿No me creen?

Conozco a zapateros que tenían su libro con ellos en la zapatería y entre descanso y descanso una página iba y otra venía, conozco hombres que estuvieron en la cárcel por cuestiones políticas y que por esa misma razón apenas tuvieron tiempo para formarse y menos aún posibilidades para trabajar, y sin embargo los libros se amontonaban en el suelo de su casa al par que buscaban como desesperados a alguien para conversar con ellos sobre esos libros. Fueron el hazmerreir de sus propios parientes, esos que alardeaban de cultos por creerse cultos aunque en realidad no hacían más que repetir la voz dominante de la voz que se creía distinta y por eso ellos también se creían distintos y vanguardistas en las opiniones, hasta que se enteraron de que ese raro pariente había entablado relaciones con catedráticos de Universidad y entonces no dudaron en sentenciar que aquellas relaciones no se debían a sus conocimientos sino  a lo excitante que les resultaba a los catedráticos a alguien que había estado en la cárcel por motivos políticos. Y con esta sencilla explicación aquellos parientes que se sentían tan cultos por vivir sus vidas burguesas y sostener las ideas  anti mainstream que aparecían en los periódicos mainstream, volvían a despreciar los conocimientos del verdaderamente culto. Conozco hijos de pastores que llegaron a ser ingenieros. Conozco a hombres que no habían ido a la escuela pero pasaban tardes enteras en la biblioteca municipal estudiando y contemplando los mapas, soñando con surcar mares y con más conocimientos de geografía universal de la que yo misma dispondré jamás. Conozco a taxistas que mientras esperan al próximo cliente leen a Goethe o a Marx, que de todo toca.

No. La cultura no es cuestión de clase social, ni de estamento.

La cultura tampoco es un reto. Ninguno de los que son cultos, realmente cultos, dice “A partir de mañana me voy a interesar por la cultura.” No.

La cultura es una forma de vida, una forma de expresión, una forma de ser, una forma de sentir. Va con nosotros pero no como cultura sino como parte integrante de nuestra esencia. Uno no se inyecta cultura para tener más músculos, como hacen muchos de los que van a los gimnasios; uno se inyecta cultura más bien al modo de los diabéticos: para poder sobrevivir, porque en caso contrario morirían o estarían sumamente enfermos. La cultura no es un adorno que uno se decide a comprar o a no comprar en función del precio. La cultura es esa aspirina sobre la que nos lanzamos sin pensar porque la cabeza nos va a estallar. Y en este sentido uno no se lamenta por la cultura de la que no puede disfrutar sino que agarra lo que le echen. ¿Han conocido ustedes a esos lectores voraces? Los lectores voraces son justamente ese tipo de individuos que leen lo que les echen: desde los autores más clásicos, hasta los cómics de Petit Spirou, sin olvidar las novelitas rosas y los libros de Filosofía. A esos lectores, el precio de los libros les importa muy poco. O van a las bibliotecas, o los leen allí mismo: en las librerías, por más que el librero se acerque un par de veces a husmear o le dirija miradas de ira. Lo cierto es que ellos, los lectores voraces, ni se enteran. Y en cuanto al teatro, ya les digo: los amantes del teatro incluso de pie están dispuestos a ver la obra.

No. La cultura no aumenta o disminuye por su precio. En España ni aunque los libros se regalaran, habría más interés por la cultura. Lo parecería. Eso sí. Lo parecería porque todos se lanzarían a coger libros pero no sería tanto por el libro en sí, sino por jugar a eso de “a ver quién coge más...” da igual lo que siga: peras, libros, o tomates.

Créanme: si hubiera cultura no haría tanta falta hablar de su carencia.

El problema es que esta situación de miseria de la cultura, de pérdida de interés por la palabra, por la música clásica, por el cine de ensayo, no es sólo española. Empieza a ser europea. Se lee menos porque se piensa menos, porque Fuenteovejuna ya sabe todo, porque su opinión es ley, y qué le va a decir un libro que ella ya no sepa, y cuando lo lee se da cuenta de que no hubiera hecho falta leerlo porque en efecto, dice Fuenteovejuna, ella ya lo sabía todo, y como ya lo sabe todo no hace falta leer.

 Se lee menos porque se piensa menos y se piensa menos porque se lee menos. Y en esas estamos.

En esas y en la desaparición de la Filosofía de los planes de estudios e incluso de la Universidad misma. Porque la Filosofía no hace falta, dicen. Porque no les ha servido de nada, dicen. Porque la Filosofía ni encuentra la verdad ni enseña nada, dicen. Porque a quién le interesa lo que dijeron Platón, Aristóteles y compañía, si al fin y al cabo cada uno refuta lo que dijo el otro,dicen.

Lo dicen sin pensar que lo importante de la Filosofía no es encontrar la Verdad, porque eso, teniendo un Axioma Primero –sea el que sea- ya está hecho, sino encontrar la Falacia para mostrar y demostrar que un axioma, por mucho que se quiera y se desee, puede ser un axioma pero no Axioma Primero y hay que revisar e incluso abandonar la teoría. 

No entienden que la Filosofía no muestra la puerta de la Verdad sino la del Engaño.

Pero esos tiernos e inocentes periodistas no lo entienden.

Su problema es que ven demasiado bien lo que tienen delante y por eso son incapaces de ver lo que se esconde detrás.

Mi problema es que la muerte de la Filosofía le va a resultar a Fuenteovejuna tan indiferente que ni siquiera se va a dar por enterada de su muerte para no tener que asistir a su entierro, para no tener que dedicarle una calle, ni levantarle una estatua, ni tan siquiera comprarle una corona de flores.

A la Filosofía le va a pasar como le pasó al bueno de Leibniz: que después de los servicios prestados murió solo y olvidado; lo encontraron muerto pasadas unas semanas, lo enterraron aprisa y corriendo en cualquier parte, tan cualquier parte que nadie sabe dónde se encuentra enterrado.

Eso sí, algunos aún conocen su nombre y aquéllo de que éste es el mejor de los mundos posible.

En fin...

La bruja ciega.



Tuesday, July 5, 2016

Gerontocracia o Gerontofobia

Es el nuevo tema que al parecer ocupa a una gran parte de la población. Mientras unos se quejan del poder económico y social del que gozan las viejas generaciones, otros lamentan la ausencia de atención que sufren “nuestros mayores.”

En primer lugar, creo que deberíamos primero establecer qué edad tiene la vetusta generación a la que nos referimos. Si los datos de los periódicos no falla son los nacidos en la década de mediados de los cuarenta, o sea, los que en estos momentos tienen unos setenta y cinco años, los que han cogido ahora las riendas del poder en España. Y esa generación, lo aviso de antemano, es una generación sumamente peligrosa tanto para sus hijos: los “viejos” de cincuenta años, como para los más jóvenes. Digo “viejos” porque para todos los veinteañeros e incluso treinteañeros, los de cincuenta ya son viejos. Incluso se ofertan clases de idiomas, clases de deporte  y viajes especialmente pensados para ellos.

Sí. En España esa generación que nació en la década de los cuarenta es sumamente peligrosa por varios motivos. En primer lugar porque quieren aparecer como los que vivieron la guerra, cuando la realidad es que ni siquiera los que tienen ochenta y cinco años y pertenecen a una década anterior la vivieron realmente porque cuando dicen “vivir” muchos quieren dar a entender “hacer” y no. Ni siquiera los nacidos en la década de los treinta la hicieron. La padecieron, eso sí, como niños de seis años que eran y no seré yo quien niegue las dimensiones de ese sufrir, de ese perder a los padres, a la familia, a la casa, de ese mamar el miedo a las bombas, a los soldados, a la muerte, a las amputaciones, a las desapariciones... La guerra terminó en el 39 y todo eso lo sufrieron los que hoy tienen ochenta y cinco años pero no los que hoy tienen setenta y cinco y que son, según los rotativos, los que hoy dirigen la sociedad. Los de esta edad vivieron, entre comillas, la posguerra pero no sólo la nacional sino también la europea. La pobreza de cada uno de ellos era la pobreza de todos y  por tanto la pobreza que todos compartían. Unas medias cosidas para ocultar el roto, pongo por caso, no era cosa de una chica, era cosa de la generalidad de chicas. Hoy le pasaba a una y mañana a otra. Y digo "entre comillas" porque incluso la posguerra fue padecida durante un tiempo relativamente breve por los nacidos a mediados de la década de los cuarenta. 

En efecto, durante los años cincuenta tanto Europa como España empezarón a experimentar el nacimiento de un bienestar que alcanzó su cénit en la época de los sesenta. Quiero decir que a sus penurias generalizadas, penurias que en ningún modo podían compararse a los que habían hecho la guerra y a los que la habían vivido, siguió una época de prosperidad como nadie antes había visto. Esa generación es la generación no sólo del baby boom; es también la primera generación que envió a sus padres a las residencias de ancianos o les cogió las rentas, caso de que convivieran con ellos; dejó de amamantar a sus hijos y en vez de eso les dió el biberón, les mandó a las guarderías tan pronto como pudo, gozó de coche, de lavadora y de "Petra, muchacha para todo" y fue también la primera que disfrutó de la ley del divorcio, de las cuantiosas rentas de jubilación, como nunca antes se había visto, de la jubilación anticipada y asegurada, de los viajes del Inserso, de las salidas al Bingo con las amigas, la generación cuyas mujeres no sólo acudían a la peluquería todas las semanas, sino que abrían boutiques o simplemente salían diariamente a tomar un café con las amigas, después de asistir al gimnasio. Es también la generación que pensó – y dijo a sus hijos- que si estudiaban y se concentraban en las profesiones teóricas tendrían un porvenir asegurado, con lo cual se desprestigió la formación profesional que quedó arrinconada para “los que no servían para estudiar”; la generación que confundió la permisividad en la educación con indiferencia y chantaje emocional hacia los hijos, de modo que dejó todo el peso de la formación en la escuela y ellos se quedaron con “el respeto a los padres y a los maestros”, en donde “respeto” significa sumisión total y absoluta;  la generación que asistió con desesperación a que muchos de sus retoños se metieran en la droga, y que sus hijos se vieran abocados al paro de los noventa, con Felipe González al frente del gobierno. El éxito de Aznar se debió, justamente, a que por primera vez encontraron trabajo muchos de los que hoy tienen cincuenta años y que a pesar de tener carreras universitarias no encontraban un puesto de trabajo, eso sin hablar de fijo y bien remunerado. Esa generación de hombres y mujeres que hoy tienen setenta y cinco años son los padres de los que hoy tienen cincuenta y que tienen que enfrentarse al hecho de que ellos, - al contrario de sus progenitores -, no han tenido la posibilidad de hacerse con un patrimonio como el que tienen sus progenitores, que sus puestos de trabajo – a menos que sean funcionarios- peligran constantemente desde que terminaron esos estudios por los que sus benditos padres tanto lucharon y se sacrificaron. La generación de los que nacieron a mediados de los sesenta y setenta, representan  la inestabilidad, la adolescencia eterna, la dependencia emocional respecto a sus padres y que lo único que históricamente han hecho ha sido asistir a la transición hacia la democracia y a la incorporación de la mujer al mercado labora. O sea: la generación a la que se les ha dado todo hecho. Eso, al menos, dicen los padres de setenta y cinco años y más a los que hoy tienen cincuenta años y menos. 

Y ahora llegan las nuevas generaciones. Las nuevas generaciones llegan a familias en las que muchos de sus tíos de cincuenta años son los “coleguis solteros eternos adolescentes”, otros incluso siguen viviendo en la casa familiar – al estilo de las antiguas casas de labradores, con la única diferencia que ahora no es una casa de labradores sino un piso de la época industrial en la que el tío soltero no cumple más función que la de tío soltero-hijo-adolescente-parado eterno y por eso condenado eternamente a la frustración que saca de una manera u otra, otros tienen sus parejas pero no tienen hijos porque para qué tener hijos que no van a encontrar trabajo y a los que se ha de mantener constantemente a ellos, y a su libertad y para eso es mejor vivir bien. Las nuevas generaciones llegan a familias en las que hay varios hijos de varios matrimonios o relaciones anteriores y sólo, sólo a veces, según las estadísticas cada vez menos, llegan a familias estables o tradicionales –como ustedes prefieran denominarlas – que sufren el acoso y derribo de todos los demás. Si los de setenta años querían unos estudios teóricos para sus hijos a toda costa, los de cincuenta años quieren un aprobado general a toda costa porque total, dicen, con estudios o sin estudios no van a tener un trabajo y por tanto, para qué fastidiarles y fastidiarnos la vida.
No. La generación que ahora rondan los cincuenta no pueden ser héroes de nada. De lo más que pueden alardear es de haber sido la primera generación que salió al extranjero a aprender idiomas y la primera que tuvo relaciones prematrimoniales y utilizó los anticonceptivos.

Por su parte, la nueva generación – la de los nietos- ve en sus abuelos un dominio del poder, una seguridad en su estar, que no ven de ninguna manera en sus adolescentes, inseguros, sobreesforzados y derrotistas progenitores. Los nietos ven o creen ver en esos abuelos, (que como ya digo, nacieron durante la posguerra y la vivieron en sus últimos años, solidariamente con el resto de la población europea pero que no fueron ellos quienes construyeron Europa y España sino sus propios padres y sus propios abuelos –o sea, las generaciones anteriores a ellos mismos- y que lo que ellos en realidad construyeron fue la democracia, el igualitarismo y el hedonismo consistente en desear una jubilación anticipada y un viaje con el inserso y que a sus hijas trabajadoras les decían aquéllo de “yo ya he críado a mis hijos, ahora cría tú a los tuyos.” y que allanaron el camino para que los tradicionales refranes se convirtieran en las frases-slogan de la actualidad) los héroes que toda generación precisa para elevarse. Héroes a falta de dioses y a falta de Dios. Y cuando digo Dios no me refiero al Dios religioso – sea cuál sea su religión- sino al Dios-Axioma, al Principio Primero que todo ser ha de poseer en su interior para poder elevarse por encima de sus propias miserias y que por tanto ha de ser superior a un Dios meramente laico, porque el Dios meramente laico termina tarde o temprano convirtiéndose irremediablemente en material y por material pesado y por pesado, o en ley positivista o en incontrolado- incontrolable hedonismo.

Las nuevas generaciones buscan héroes y en sus padres no los encuentran. 

A los que tienen cincuenta años y menos los medios de comunicación los han convertido en memos que tienen que aprender de sus padres o de sus hijos pero a los que les resulta imposible enseñar algo porque ni siquiera son dueños de su propia existencia. Que conste que intentar ser héroes, lo que se dice intentarlo, lo intentan. He oído a algún vasco de cincuenta años contar los peligro que pasó para aprender el vasco porque la policía se presentaba en casa y ellos tenían que esconderse debajo de la cama. Sería debajo de la cuna, digo yo. Franco se murió cuando él tenía ocho o nueve años y a sus catorce, o incluso antes, el vasco ya formaba parte importante del plan curricular.

Los nietos giran sus rostros a los abuelos y los admiran. Los admiran igual que los admiran sus tíos solteros, sus tíos sin hijos, los tíos que todavía viven con ellos, sus abuelos, y practican libremente su libertad sin frenos. Los nietos admiran a los abuelos y los abuelos no sólo se dejan admirar sino que exigen la admiración porque saben que la admiración es una pura cuestión emocional y que son las emociones las que llevan a los hombres al Poder y los mantienen en él.

Esta forma de admiración que tiene más de psicológica y chantaje emocional que de consecuciones reales, es justamente la espada de Damocles a las que esta generación de abuelos ha de hacer frente.
En primer lugar porque sus hijos van entrando ellos mismos en una ancianidad que no sabe si va a disponer de una renta de jubilación; 
En segundo lugar porque una cosa es que reciban la admiración y otra cosa que puedan recurrir a la ayuda de los hijos eternos adolescentes y de los nietos ocupados en asegurar su propia existencia, -una existencia cada vez más precaria- que habrán de ayudar también a sus propios padres llegado el momento; en tercer lugar, y como consecuencia de lo anterior, porque el chantaje emocional individual va a tener que convertirse en presión social para poder seguir siendo ejercido...
En tercer lugar porque esta generación de ancianos quiere la admiración gratuita pero anclados en sus propias necesidades y exigencias, en el chantaje emocional que han aprendido de los seriales sin fin y de las telenovelas, son pocos los valores que pueden ofrecer.

Mi sospecha: La generación de abuelos actuales ejercerá la gerontocracia en los nietos. 

Sus hijos padecerán la gerontofobia, que aumentará conforme se extienda la pobreza y la longevidad de los ancianos.

¿No me creen? Pregunten a los hombres y mujeres de cincuenta años y menos, cuánto tiempo están dispuestos a vivir. La mayoría no quiere pasar de los setenta y cinco. Pregunten cuántas mujeres han dejado de hacerse los reconocimientos de prevención del cáncer. A medida que los servicios sanitarios desciendan, mayor será el control a la hora de utilizarlos. El desfile de gentes que van al hospital porque les ha salido una pequeña peca, o tienen un pequeño dolor en la punta del dedo gordo del pie, es cada vez más reducido. En Alemania, la prensa ha tenido incluso que aconsejar que los trabajadores no acudan al puesto de trabajo en caso de gripe, para evitar el contagio, porque casi nadie se atrevía a coger un par de días por enfermedad, no fueran a pensar que se trataba de absentismo laboral – o algo por el estilo.

Sus nietos... habrán de padecer el desorden y tener la fuerza necesaria para dar las pautas necesarias para restablecerlo.

Al final es lo de siempre: Muchos son los que destruyen y pocos los que construyen. Y de esos pocos, menos los que pueden disfrutar de su obra. Pregúntenselo a Moisés.

La bruja ciega.

En cuanto a los twitters que dicen eso de “hay que matar a los viejos”, yo no les prestaría demasiada atención. Los mismos que hoy escriben eso, son los que ayer  cantaban, en las manifestaciones a las que iban, las canciones de antes de la guerra y hablaban de sus abuelos en la guerra, - con lo cual confundían a sus abuelos con sus bisabuelos y tatarabuelos - , o alababan a voz en grito a sus abuelos porque estaban convencidos de que eran sus abuelos los que habían luchado contra Franco, cuando justamente habían sido sus abuelos los que le habían dejado morir tranquila y pacíficamente en la cama y que incluso habían acudido en masa a rendirle los últimos respetos, cuando yacía en el féretro. 
Con todo esto quiero decir que los que escriben “hay que matar a los viejos” no saben ni a qué viejos se refieren.

En fin....

Gerontocracia o Gerontofobia, lo único que yo pido es lo que decía la canción: “que cuando me llegue la muerte, no me llegue vacía y triste sin haber hecho lo suficiente.”

Lo suficiente para construir.

Para destruir ya hay bastantes.

Y hablando de destruir.

No quería tratar el tema pero como acabo de hablar con Jorge, lo comentaré someramente. Según acaba de leer el tranquilo Jorge en la prensa, los jóvenes que han perpetrado el atentado en Bangladesh pertenecían a buenas familias. Antes de que haya terminado le he dicho: “Malasia”. 
Pero Jorge, el tranquilo Jorge, no entiende mis conexiones intuitivas. No lo ha entendido en treinta años, imagínense ustedes ahora. Así que tranquilamente me ha explicado que Bangladesh está cerca de India, no cerca de Malasia.

Bien, quizás me equivoque. Pero si eran de buenas familias y hablaban perfectamente el inglés, no me puedo imaginar que no estén de alguna manera conectados con Malasia.
Seguramente ustedes ya lo saben pero si no lo saben hora es de que lo sepan. En Malasia se celebran no buenas, sino brillantes reuniones de brillantes hombres que brillantemente tratan temas relativos a la religión musulmana desde un punto de vista que, al menos desde el punto de vista intelectual, podrían considerarse fundamentalistas. Cuando digo “brillante” me quedo corta. La fuerza de los argumentos, el nivel analítico de la exposición es de tal embergadura que –francamente – independientemente de que se esté de acuerdo o no con lo que allí se dice, sólo cabe admirar y alabar la calidad y lamentar que en Occidente no haya lugar para ese tipo de congresos ni en el plano teológico ni en el filosófico. No sólo eso: es que incluso su dominio de la lengua inglesa llama la atención. Es un bello, tranquilo y elegante inglés como cada vez más raramente se tiene ocasión de oir. Es un inglés melodioso que nada tiene que ver con el inglés tosco y grosero. Cualquier persona culta dentro de determindos círculos sabe a qué me refiero cuando digo Malasia. Posiblemente esos chicos no tenían ninguna misión suicida, posiblemente sólo tenían que haber seguido formándose y haber creado, más tarde, sus propios círculos de influencia, de adeptos, o como ustedes lo quieran llamar... No es que eso lo hagan el islam y los islamistas, es que lo hacen todas las religiones y corporaciones de este mundo. Sólo Jorge, el tranquilo Jorge, no tenía ni idea del asunto.

Probablemente no se lo tendría que haber dicho. Pero cada cual tiene su propio deporte y el mío consiste en romper la tranquilidad del tranquilo Jorge.

Si les sirve de consuelo: todavía no lo he conseguido.