Mientras el interés internacional se centra en los últimos sucesos de
Dallas, como yo ya me ocupé en su día del asunto en mi artículo "inspector Barnaby en Ferguson", y no tengo ganas de repetirme, prefiero ocuparme de la grave situación en la que se encuentra la
cultura.
¡Ah! ¡Estos nuevos hipócritas que lloran por delante lo que por detrás
matan, ignoran y abandonan! ¡Estos comediantes que muestran al público los pañuelos
humedecidos por las lágrimas que incontenibles han acudido a sus ojos al
comprender que acceder a la cultura les resulta imposible porque la cultura
cuesta dinero, gimen sollozantes, al tiempo que ocultan los últimos aparatos
tecnológicos de diseño innovativo y precio desorbitante para que nadie note que sus lágrimas no son de pena por no poder acceder a la cultura sino de alegría por sus últimas adquisiciones. ¡Ay! ¡Estos farsantes
que con tono de erudito resignado a padecer la estulticia del mundo explican que no leen porque los nuevos libros no satisfacen sus intereses sino los intereses del mercado! ¡Ay, estos llorones tristones melancólicos y
falsos! ¡Qué sabiduría y dinamismo muestran a la hora de encontrar culpas y
culpables a los que responsabilizar de su falta de amor a la cultura, de su
falta de entusiasmo por todo lo que signifique pensar!
Mi amiga Carlota
me contó que cierta vez, una mujer de setenta y tantos años de la que Carlota sabía que no había leído
en su vida, se sentó a leer en un sillón enfrente al suyo. Su lectura sólo se
veía interrumpida por los suspiros que su débil voz acertaba a proferir: “¡Qué
bonito es leer!" decía aquella desdichada "Leer es una droga”...
Y así estuvo toda
una semana: devorando una obra tras otra, al tiempo que suspiraba lo bello que
era leer. Carlota la observaba con el escepticismo más duro, frio e
irreverente del que Carlota es capaz sin que ello consiguiera otro efecto que
el de incitarla a suspirar aún más lastimeramente.
Si ustedes no hubieran conocido a aquella mujer tan bien como Carlota la
conocía, hubieran sin duda concluido que se trataba de una de esas féminas a
las que históricamente se les había negado, casi prohibido, la posibilidad de dedicarse a leer
y que era justamente en ese instante, casi en el ocaso de su vida, cuando la pobre
mujer descubría regocijada tal entretenimiento. Si ustedes, además, hubieran sabido, que tenía un marido enfermo, no habrían hecho más que reafirmarse en sus conclusiones
iniciales. Muy posiblemente, pues, hubieran sentido una ternura inenarrable
hacia aquella anciana que con tanto placer se había sumido en la lectura, actividad
que – como ustedes mismos habían comprendido al instante - le había sido negada toda su
vida, bien por los acostumbrados impedimentos sociales hacia la mujer, bien por entregada madre, bien
por abnegada esposa.
Ustedes, no me cabe la menor duda, se hubieran sentido inclinados
a proteger y a cuidar a aquella anciana y a censurar con oprobio a mi buena amiga
Carlota y a su frialdad.
Sin embargo, mis muy queridos lectores, ustedes, al hacerlo, estarían
cometiendo un grave error. Y lo estarían cometiendo porque ustedes habrían
olvidado que las apariencias engañan y que en general si las apariencias consiguen engañar con
tanta frecuencia ello se debe no tanto a la inteligencia intrínseca del embustero o de la
apariencia en sí, como a la ayuda que a ambos - truhán y apariencia- les prestan nuestros propios prejuicios. Y de todos los prejuicios son sin duda alguna los prejuicios socialmente compartidos y aceptados como válidos los prejuicios que más eficazmente contribuyen a que la apariencia, la invención,
tenga éxito. Nos dicen que
la mujer ha estado siempre sometida, tenemos numerosas pruebas de ello y de repente vemos a una anciana de la que sabemos
que es madre y esposa de un marido enfermo, que no tiene más que los estudios
básicos, deleitarse ante la obra literaria que tiene en sus manos; la oímos
suspirar, igual que suspira una joven princesa por el amante que se ha ido a las cruzadas, y antes de detenernos a considerar la cuestión con detenimiento y fría
racionalidad preferimos dejar que nos invada la pena por ella, por esa mujer anciana, por sus
circunstancias, por su vida. Antes de que haya dado la vuelta a la hoja, la
hemos convertido a ella, no digo ya en víctima, sino en mártir, y a nosotros mismos
en sus caballeros andantes, de modo y manera que de haberse encontrado en esa
misma sala con Carlota y aquella anciana, ustedes no habrían dudado en blandir sus
espadas hacia mi amiga Carlota en gesto
amenazante y castigador.
Y sin embargo, vuelvo a repetir, ustedes mis muy queridos lectores estarían
cometiendo un grave error.
En primer lugar porque cuando hoy en día se habla de la terrible situación
de la mujer, una –que soy yo- no sabe si se refieren a las mujeres de la Edad
Media, del s.XIX, del XX o del XXI. Todo depende del grado de emocionalidad y
victimismo con el que pretenden presentar el tema de la mujer. Para ser
sinceros, es cierto que hubo una generación de mujeres – las nacidas en los años
cuarenta- que no pudieron asistir mucho tiempo a la escuela. Unas tenían que
ayudar en casa, otras en el negocio, y en general, todas ellas debían esperar a
casarse. No lo tuvieron fácil. Es cierto. Pero para ser justos, sus congéneres
masculinos, tampoco. Los hombres tenían que dejar el colegio para ayudar a sus
padres, para buscar un trabajo que les permitiera emanciparse y fundar su propia
familia, etc. Quizás las mujeres sufrieron más. No lo niego. Pero en general,
la posibilidad de ir al colegio, aprender a leer y a escribir y las “cuatro
reglas”, era ya mucho tanto para ellas, como para ellos.
En segundo lugar aquélla anciana que sentada enfrente de mi amiga Carlota suspiraba por la
belleza de las letras era, en realidad, una gran chantajista emocional que
quería hacer sentir a mi amiga culpable de todos sus males pasados, presentes y
futuros. Aquella mujer se había casado relativamente pronto y había tenido desde el primer día de su matrimonio un marido amante dispuesto a satisfacer sus deseos y en ellos entraba una muchacha y una conocida modista que le hacía los trajes a medida. Además, y en contra de las costumbres de la época, no tuvo más
de un par de hijos que, todo hay que decirlo, supusieron un grave cansancio tanto
para ella como para su marido porque les impidieron dedicarse a su ocupación
favorita: ellos mismos, donde ellos mismos significaba muy especialmente: sus
traumas.
Y como los traumas difícilmente tienen solución cuando más que un
problema representan un aposento, aquella mujer pasó largas horas de su vida
echada largamente en el sofá debido al sufrimiento de indeterminadas
enfermedades y dolencias que intentaba apaciguar a base de una interminable
serie de calmantes cuyos efectos secundarios terminaron causándole, en efecto,
terribles, concretos y muy reales males. La enfermedad de su marido, crónica,
hubiera pasado entre tanta dolencia propia, casi desapercibida, de no ser
porque el carácter de aquel hombre, melancólico e introvertido por naturaleza,
había ido agriándose hasta convertirse en un misántropo. Sólo por un ser había
conservado un amor ideal: por aquella mujer. Sin que aquella mujer, claro,
estuviera dispuesta a admitirlo salvo en determinadas situaciones, situaciones
en las que su aceptación sonaba a chanza.
Es decir, que aquella anciana (–mientras otras de su generación realmente
apenadas por la insuficiencia de la educación recibida y dispuestas a hacer algo para solucionar el problema que tanto les preocupaba- leían por las tardes o
incluso – las más animosas - recuperaban los estudios valiéndose de la oferta
para educación a adultos y a distancia), gastó su tiempo durmiendo o saliendo a tomar
café con las amigas, u otras ocupaciones varias que mantienen ocupadas a las
Madame Bovary de este mundo.
Pero al encontrarse ante mi amiga Carlota, madre de cinco hijos, que es
capaz de planificar todas las cuestiones relativas al hogar eficazmente, que
está sola porque su marido –ya lo he dicho- tiene como hobby su trabajo y su
trabajo consiste en los negocios y a ellos se dedica como se dedican otros a
las expediciones: con toda la energía y toda la inocencia del que no sabe cómo
le irá pero que sabe qué llegar llegará, que ha ejercido de chófer, tanto como
de profesora de matemáticas, idiomas, deporte e incluso baile de sus hijos, que
ha controlado las tareas del colegio y la práctica de piano, que ha tenido que
hacerlo en silencio porque cuando lo ha contado se ha oído de todo y nada
bonito, que ha organizado cumpleaños para sus hijos, veladas para los colegas
de su marido, mudanzas de un lado a otro.. En fin, Carlota, una de esas mujeres
que ha luchado hasta que al final la ha detenido el basilisco que la estaba devorando y que
ninguno de nosotros sabía que la estaba devorando, sólo que su espíritu estaba
dormido, y algunos, como su hija Verónica pensaba que era depresión, pero sus
amigos –especialmente Carlos- sabíamos que no era eso, que era imposible que
fuera eso y queríamos asesinar a su marido porque seguía ocupándose incansable
de sus negocios, sin ni siquiera ver, sin comprender siquiera, que Carlota
dormía, Carlota, digo, contemplaba a esa farsante que tenía enfrente, a esa
farsante cuya casa estaba llena de estanterías rebosando libros y que nunca
había sentido ni el más mínimo interés por abrir uno, ni siquiera en detenerse
a comprar uno, Carlota contemplaba a aquella mujer anciana, a aquella provinciana Madame Bovary de provincias
que había aprendido a causar lástima y siendo mujer y siendo anciana, mucho
más, y tenía que apelar a toda la discreción y serenidad que –al contrario que
a mí- caracteriza a mi amiga para no desenmascararla. Y es que mi amiga, mi
amiga Carlota, ha sido la que ha encontrado en cada instante, en cada hueco, en
cada posibilidad, una palabra, un autor, una composición, una imagen, una
historia. ¡Cuántas historias no ha inventado mi preciosa y dulce Carlota para
cada uno de sus retoños! ¡Cuántos teatros no ha escenificado! ¡Y nunca, nunca
en esos tiempos, ni en esos tiempos ni después, suspiró por no poder leer a
Proust, el autor que incansablemente lee porque, dice Carlota, es el único autor que
la hace comprender su existencia y comprenderse a sí misma. El único que no la
aburre, dice Carlota, porque es el único que convierte las lágrimas en
estrellas, como si de un ángel prestidigitador se tratara. Pero ha leído, ha
leído. Ha leído a los autores de teatro, porque el teatro sirve para educar a
los chicos, porque el teatro es dinámico y se lee rápido. Ha leído la poesía
francesa, aunque yo siempre le he aconsejado la española... Pero –ustedes ya lo
saben- Carlota ama a Francia y sus conexiones con este país no sólo son
lingüísticas, sino también familiares.
Y de repente, frente a Carlota, los recién llegados, que son ustedes, encuentran a una Madame Bovary sollozante, suspirante,
sin fuerzas. Una Madame Bovary de la que todos ustedes ignoran que se trata de una
Madame Bovary. A la que todos ustedes tratan como si fuera una mujer sometida, sumisa,
abnegada. En definitiva: como a una víctima.
Y mi amiga Carlota calla porque a Carlota no le gustan los escándalos,
calla porque Carlota es una dama, calla porque le han enseñado a respetar a los
mayores y ella no sólo lo ha aprendido sino que lo ha interiorizado. Pero la
mirada de escepticismo, de crítica y de condena hacia los suspiros de la
persona que tiene enfrente, esa mirada digo, no la puede, ni creo que quiera,
ocultarla.
Y así cuando ustedes entren, ustedes que no saben la verdad de la historia,
que es posible que no la supieran aunque ustedes conocieran a esas dos mujeres
desde hace décadas porque ¿quién es capaz de averiguar lo que sucede dentro de
una familia cuando la familia calla porque la familia no quiere ver su propia
situación porque cuando la ve cae aún más en la situación y así es preferible
no verla o mejor aún, justificarla aludiendo a razones varias porque cualquier
razón es válida menos la verdad?
Y por eso, conozcan o no conozcan ustedes a la anciana, ustedes entran en la estancia acompañados de sus prejuicios y al ver la escena sentencian a la inocente y aplauden a la embustera.
Ustedes, claro, no saben por qué digo todo esto. Ustedes no saben la
indignación que me causa el ver convertida a Carlota en una fría mujer, -ella,
tan cálida- y ver, en cambio, a una Madame Bovary convertida en una mujer víctima de su condición de mujer
y de sus circunstancias, cuando en realidad ha hecho siempre lo que ha querido
y si no ha hecho más es porque es una Madame Bovary que como toda Madame Bovary está condenada a sufrir el aburrimiento que su propia alma indolente le produce, aburrimiento que las Madame Bovary de este mundo solamente pueden paliar a base de amantes o, más cómodo y
menos peligroso, a base de chismes y líos.
Ustedes, digo, siguen sin comprender por qué dedico tantas líneas a tan
singular escena: esa que se produce entre una Madame Bovary que finge lamentar el no haber podido
leer con lo que a ella le gusta leer, cuando en realidad no ha leído porque no
le gusta leer pero le divierte manipular al público utilizando los prejuicios
del público porque ello obligará al público a defenderla hasta el final porque
en otro caso determinaría que el público confesase que ha seguido a sus propios
prejuicios y eso no hay público alguno que esté dispuesto a hacer porque
supondría ponerlo en evidencia no sólo ante el resto de la sociedad sino, mucho
peor, ante sí mismo, ese “sí mismo” que siempre declara al espejo que le
contempla que él no es como los demás, que él no es de los que se deja llevar
fácilmente por los prejuicios y mi amiga Carlota, que la mira con frio escepticismo y que es juzgada como incomprensiva
Y así de esta forma tan sencilla, tan banal, las provincianas Madame Bovary
de las provincias, conquistan el Mundo y se hacen con él. ¿Se sienten
satisfechas? No me sean ingenuos. Una Madame Bovary nunca, jamás, está
satisfecha. A lo más el primer par de minutos. Luego vuelve a caer en la eterna
indolencia en la que está sumida.
Esta misma actitud de provinciana Madame Bovary de provincias es la que
está adoptando Fuenteovejuna. Fuenteovejuna, cual provinciana Madame Bovary de
provincias, se lamenta entre sollozos de lo cara que es la cultura, del excesivo
aumento de los impuestos, de su imposibilidad para adquirir libros.
Fuenteovejunta “llora que llora por los rincones”. (Lo siento, ha sido un
impulso irresistible). Llora mientras yo la contemplo con cara desencajada al tiempo
que le reprocho su actitud. Y en esas, precisamente en esas, llegan un par de
periodistas y se lanzan en su ayuda. Pobre Fuenteovejuna, dicen. Es que no
llega a fin de mes, es que ir al teatro es muy caro, es que los libros son muy
caros. Y Fuenteovejuna sonríe satisfecha, con la satisfacción de una
provinciana Madame Bovary de provincias, con esa satisfacción de la que dado su
carácter no sabrá disfrutar mucho.
Mientras tanto esos confiados periodistas, esos inocentes periodistas que
aún creen que Fuenteovejuna no compra periódicos porque no tiene un euro en el
bolsillo sin comprender que no tiene un euro en el bolsillo para un periódico
pero sí unos cuantos para un iPhone, no para un libro pero sí para un viaje a
algún destino exótico, no para el teatro pero sí para el restaurante de moda,
para la ropa de temporada, para los zapatos de la más renombrada colección,
para los bolsos más exitosos, eso sí, cada cual según su clase, edad, estilo y
bolsillo. Pero esos ingenuos periodistas no ven nada de eso. En su lugar lo que
ven es a una Fuenteovejuna que suspira tristes suspiros al pasar por el teatro
vacío, las vacías librerías y las cada vez más minúsculas salas de
cinematografía, mientras los abandonados museos bostezan a la espera de exposiciones multitudinarias, en las que el arte queda convertido en marketing, los saquen de su aburrimiento.
Los compungidos periodistas que compungidamente oyen los lamentos del que
sueña con el amor imposible y cegados por sus propios prejuicios, esos que
llevan escuchando a sus abuelos y a sus padres: lo mucho que les hubiera
gustado estudiar pero que no pudieron estudiar porque no tenían medios para
hacerlo, lo mucho que les hubiera gustado leer pero que no tenían tiempo para
leer porque tenían que trabajar de sol a sol, se dejan arrastrar por ellos y
defienden a Fuenteovejuna y critican mi dureza de corazón. Y no. No es dureza
de corazón. Es la frialdad que siente el que conoce la verdad ante el llanto
del asesino que niega su mal y que encima de negar su mal aún se atreve a
preguntar: “¿Tan malo me consideráis? Bueno, pues si me consideráis tan malo, bueno,
pues entonces ahorcadme. Yo así no quiero seguir viviendo”. Y de esta forma,
cometiendo el crimen del malo pero hablando las palabras del bueno, consigue
confundir a todos los presentes.
Sólo las brujas ciegas sabemos la mentira del que miente aunque use
fórmulas de la verdad. Pero a las brujas ciegas pocos son los que las escuchan
y menos aún los que las creen. Pero una vez más: Fuenteovejuna miente cuando
dice que la cultura en España está en retroceso debido al dinero.
¡No!
La cultura en España no puede decaer por la sencilla razón de que nunca ha
existido. Hemos confundido consumir cultura con ser cultos y no es lo mismo;
del mismo modo que el hecho de acudir a un restaurante de tres estrellas
Michelin tampoco nos convierte en un gourmet. En España se ha consumido cultura
como consumen los snobs: para presumir de consumo, no para disfrutar de lo que
se consume. Y por eso la mayoría de los cursos que se ofertaban, la mayoría de
las conferencias interesantes, tenían que ser gratis, completamente gratis:
porque si no, Fuenteovejuna no iba. E incluso por muy gratis que fueran, la
mayoría de las sillas de esas conferencias, a según qué horas y qué días,
permanecían vacías u ocupadas por gentes que, no teniendo adónde ir ni con
quién ir, se habían aposentado allí para al menos tener la sensación de que habían ido a algún sitio y que no habían estado solos. Luego, si se encontraban con un par de conocidos ya les podrían decir de dónde venían y darles a entender
que se habían separado de sus acompañantes un par de calles atrás y como gente,
a gente llama, quién sabe, a lo mejor incluso terminaban de copas con ellos.
No. La cultura en España nunca ha sido un fin en sí mismo; más bien un
medio. Conozco a gente que se las dan de culta y no tiene más de diez libros en
su casa con la justificación, que a mí siempre me ha parecido sorprendente de no
tener bastante sitio, mientras tienen las paredes ametralleadas con clavos de
los que cuelgan los más extraños misterios artísticos. Gente que cuando llegan
a una casa en la que una de las estancias se ha dedicado a biblioteca, después
de haberla alabado ante el anfitrión susurran a la salida, justo cuando acaban
de haberse cerrado las puertas tras ellos: “¿Tantos libros para qué? Y todos con
una encuadernación tan fea, ¿te has dado cuenta?” Y es que para ese tipo de
gente, los libros, ya que ocupan espacio al menos que tengan una bella
encuadernación que los convierta en objetos de adorno. Jamás en la vida podrían
imaginarse que para algunos los libros son lo que para los niños su osito de
peluche: el compañero del que nunca podrían separarse sin sufrir un colapso
emocional.
Pero los periodistas no ven nada de eso. Sólo escuchan a una Fuenteovejuna que
llora por los libros que no puede leer porque son caros, o porque la nueva
literatura es mala, que es cierto que lo es, o porque el teatro y el cine son aptos únicamente para unos cuantos: los que pueden pagar el IVA.
Queridos periodistas: el que quiere leer, lee. Lee aunque no tenga sitio
donde poner los libros y va al teatro aunque llegue después de la pausa, cuando ya no
se controlan las entradas. En cuanto al cine, muchos prefieren ver las
películas en su ordenador o en la superpantalla de su casa.
Pero querida Fuenteovejuna, seamos claros.
Los clásicos son en formato e-book gratis. Completamente gratis. Si no tienes
e.book pero tienes un ordenador, podrás leer la mayoría de los clásicos gratis
en pdf. Y lo mismo sucede con la música clásica. Antiguamente había todavía menos
dinero que ahora y la gente leía para no tener que gastar dinero en salir. Y
leía, claro, libros de librerías especializadas en segunda mano. Librerías que
hoy resultan cada vez más escasas y difíciles de encontrar. Y en cuanto al
arte, es cierto que no todos podemos admirar los cuadros más famosos de los más
famosos museos de este mundo, pero acercarnos a una reproducción de un cuadro
es fácil y más fácil aún enterarnos de la vida del pintor y de su estilo.
No. No es la falta de dinero el que aleja a Fuenteovejuna de la cultura. No
es la falta de dinero el que impide a Fuenteovejuna disfrutar de ella. Es
sencillamente la falta de interés, la falta de entusiasmo, la decadencia, la indolencia,
la falta de curiosidad por el saber, la falta de ganas, el aburrimiento
intrínseco que caracteriza a Fuenteovejuna y que le obliga una y otra vez a
buscar remedios inmediatos para paliarlo y justificaciones constantes para
mantenerse en esa actitud pasiva, lo que ha impedido, impide e impedirá, que
Fuenteovejuna salga de su aletargo para interesarse, sumirse, volcarse en la
cultura.
¿No me creen?
Conozco a zapateros que tenían su libro con ellos en la zapatería y entre
descanso y descanso una página iba y otra venía, conozco hombres que estuvieron
en la cárcel por cuestiones políticas y que por esa misma razón apenas tuvieron
tiempo para formarse y menos aún posibilidades para trabajar, y sin embargo los
libros se amontonaban en el suelo de su casa al par que buscaban como
desesperados a alguien para conversar con ellos sobre esos libros. Fueron el
hazmerreir de sus propios parientes, esos que alardeaban de cultos por creerse
cultos aunque en realidad no hacían más que repetir la voz dominante de la voz
que se creía distinta y por eso ellos también se creían distintos y
vanguardistas en las opiniones, hasta que se enteraron de que ese raro pariente había entablado
relaciones con catedráticos de Universidad y entonces no dudaron en sentenciar que aquellas relaciones no se debían a sus conocimientos sino a lo excitante que les resultaba a los catedráticos a alguien que había estado en la cárcel por motivos políticos. Y con esta sencilla explicación aquellos parientes que se sentían tan cultos por vivir sus vidas burguesas y sostener las ideas anti mainstream que aparecían en los periódicos mainstream, volvían a despreciar los conocimientos del verdaderamente culto. Conozco hijos de pastores que
llegaron a ser ingenieros. Conozco a hombres que no habían ido a la escuela
pero pasaban tardes enteras en la biblioteca municipal estudiando y
contemplando los mapas, soñando con surcar mares y con más conocimientos de
geografía universal de la que yo misma dispondré jamás. Conozco a taxistas que
mientras esperan al próximo cliente leen a Goethe o a Marx, que de todo toca.
No. La cultura no es cuestión de clase social, ni de estamento.
La cultura tampoco es un reto. Ninguno de los que son cultos, realmente
cultos, dice “A partir de mañana me voy a interesar por la cultura.” No.
La cultura es una forma de vida, una forma de expresión, una forma de ser,
una forma de sentir. Va con nosotros pero no como cultura sino como parte
integrante de nuestra esencia. Uno no se inyecta cultura para tener más
músculos, como hacen muchos de los que van a los gimnasios; uno se inyecta cultura más bien al modo de los diabéticos:
para poder sobrevivir, porque en caso contrario morirían o estarían sumamente
enfermos. La cultura no es un adorno que uno se decide a comprar o a no comprar
en función del precio. La cultura es esa aspirina sobre la que nos lanzamos sin
pensar porque la cabeza nos va a estallar. Y en este sentido uno no se lamenta
por la cultura de la que no puede disfrutar sino que agarra lo que le echen. ¿Han
conocido ustedes a esos lectores voraces? Los lectores voraces son justamente
ese tipo de individuos que leen lo que les echen: desde los autores más
clásicos, hasta los cómics de Petit Spirou, sin olvidar las novelitas rosas y
los libros de Filosofía. A esos lectores, el precio de los libros les importa
muy poco. O van a las bibliotecas, o los leen allí mismo: en las librerías, por
más que el librero se acerque un par de veces a husmear o le dirija miradas de
ira. Lo cierto es que ellos, los lectores voraces, ni se enteran. Y en cuanto
al teatro, ya les digo: los amantes del teatro incluso de pie están dispuestos
a ver la obra.
No. La cultura no aumenta o disminuye por su precio. En España ni aunque
los libros se regalaran, habría más interés por la cultura. Lo parecería. Eso
sí. Lo parecería porque todos se lanzarían a coger libros pero no sería tanto
por el libro en sí, sino por jugar a eso de “a ver quién coge más...” da igual
lo que siga: peras, libros, o tomates.
Créanme: si hubiera cultura no haría tanta falta hablar de su carencia.
El problema es que esta situación de miseria de la cultura, de pérdida de
interés por la palabra, por la música clásica, por el cine de ensayo, no es
sólo española. Empieza a ser europea. Se lee menos porque se piensa menos,
porque Fuenteovejuna ya sabe todo, porque su opinión es ley, y qué le va a
decir un libro que ella ya no sepa, y cuando lo lee se da cuenta de que no
hubiera hecho falta leerlo porque en efecto, dice Fuenteovejuna, ella ya lo
sabía todo, y como ya lo sabe todo no hace falta leer.
Se lee menos porque se
piensa menos y se piensa menos porque se lee menos. Y en esas estamos.
En esas y en la desaparición de la Filosofía de los planes de estudios e
incluso de la Universidad misma. Porque la Filosofía no hace falta, dicen.
Porque no les ha servido de nada, dicen. Porque la Filosofía ni encuentra la
verdad ni enseña nada, dicen. Porque a quién le interesa lo que dijeron Platón,
Aristóteles y compañía, si al fin y al cabo cada uno refuta lo que dijo el
otro,dicen.
Lo dicen sin pensar que lo importante de la Filosofía no es encontrar la Verdad,
porque eso, teniendo un Axioma Primero –sea el que sea- ya está hecho, sino
encontrar la Falacia para mostrar y demostrar que un axioma, por mucho que se
quiera y se desee, puede ser un axioma pero no Axioma Primero y hay que revisar e incluso abandonar la teoría.
No entienden que
la Filosofía no muestra la puerta de la Verdad sino la del Engaño.
Pero esos tiernos e inocentes periodistas no lo entienden.
Su problema es que ven demasiado bien lo que tienen delante y por eso son
incapaces de ver lo que se esconde detrás.
Mi problema es que la muerte de la Filosofía le va a resultar a Fuenteovejuna tan indiferente que ni siquiera se va a dar por enterada de su muerte para no tener que asistir a su entierro, para no tener que dedicarle una calle, ni levantarle una estatua, ni tan siquiera comprarle una corona de flores.
A la Filosofía le va a pasar como le pasó al bueno de Leibniz: que después de los servicios prestados murió solo y olvidado; lo encontraron muerto pasadas unas semanas, lo enterraron aprisa y corriendo en cualquier parte, tan cualquier parte que nadie sabe dónde se encuentra enterrado.
Eso sí, algunos aún conocen su nombre y aquéllo de que éste es el mejor de los mundos posible.
En fin...
La bruja ciega.