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Tuesday, July 12, 2016

Y todavía no han llamado a mi puerta.

Las vacaciones se aproximan y el que más y el que menos sueña con alejarse de la cotidianeidad, de acercarse a lugares distintos, desconocidos, exóticos. Lugares en los que poder restablecerse, dicen, del stress de la vida diaria, donde poder descansar del ritmo que los tiempos modernos imponen, dicen. Algunos buscan el reposo, otros anhelan el lugar en el que poder encontrarse consigo mismos igual que anhela el amante encontrar al amado ideal, ése con el que desaparece el número dos y surge el uno, que es una Unidad Eterna, en el que la Eternidad dura un segundo. Y es que, digan lo que digan los sabios científicos, la Eternidad no es sólo una expansión interminable en el tiempo; es también la condensación del infinito en la más minúscula duración de tiempo. A esto algunos lo llaman El Uno en el Todo y el Todo en el Uno. Pero no; no es nada de eso. No se trata del Uno en el Todo y el Todo en el Uno sino de la Ley de la Correspondencia, que queda enunciada en el Kybalion: “Como es arriba es abajo; como es abajo es arriba.”

Sí. Muchos utilizan las vacaciones para relajarse; otros, en cambio, se lanzan a la búsqueda de sí mismos, seguros de poder encontrarse en un otro lugar distinto a ése en el que normalmente transcure su existencia. No lo consiguen, claro. No lo conseguirán nunca. Es lo mismo que les suele pasar a todos esos que abandonan sus ocupaciones habituales para introducirse en el mundo de la bohemia en el que se ha convertido hoy en día la agricultura. O son personas profunda, casi terriblemente, realistas, conscientes de que el mundo de la bohemia es espiritual única y exclusivamente cuando el que vive en ese mundo lo es por naturaleza y no porque la bohemia sea en sí misma espiritual, porque a decir verdad la bohemia suele ser materialista y bien materialista, o no tardarán más de dos años, tres a lo sumo, en comprender que han encallado sus vidas en un arrecife negro. Uno no puede buscar la espiritualidad fuera de él mismo, uno no puede comprar la espiritualidad como se compra una estantería barata en uno de esos grandes comercios dedicado a vender muebles para que el comprador los monte y construya según sus necesidades o, simplemente, según su antojo y capricho. Uno, o tiene la espiritualidad dentro de él y la lleva con él a todas partes o, vaya donde vaya, seguirá sin dar con ella y terminará confundiendo el placer estético que uno siente al contemplar la belleza o al disfrutar de una agradable estancia con la espiritualidad.

En el fondo esto último es lo que le pasa a más de uno y a más de una. Ese intento de restablecer el equilibrio interior a base de salir fuera de sí mismo, a base de cambiar de cama, de apartamento, de ciudad,  fracasa por la sencilla razón de que para lograr ese equilibrio interior no hace falta moverse del sitio en el que ya se está. En realidad tampoco para descansar hace falta otra cosa que tumbarse y cerrar los ojos. Los hombres y mujeres que están cansados, realmente cansados, sólo sueñan con una cosa: dormir. Dormir en una habitación fresca, casi vacía, sumida en una constante penumbra y parapetada por la soledad más absoluta. Los hombres y mujeres extenuados no quieren grandes aventuras ni viajes de riesgo ni largas avenidas limitadas a ambos lados por puestos callejeros que utilizan las enfermizas ramas de los escuálidos árboles de la ciudad para protegerse un poco del despiadado sol del verano. Los hombres y mujeres agotados de su frenética existencia sólo aspiran a una cosa: la paz y la soledad de su habitación y por eso, lo que realmente desean, es que sean sus respectivas familias las que cojan el avión, poco importa a la playa o a la montaña, sus respectivas familias las que vuelen al destino exótico de moda de esa temporada, sus respectivas familias las que se recocijen con la belleza del paisaje, da igual con qué paisaje; en definitiva: que sean sus respectivas familias las que se diviertan mientras ellos y ellas recuperan su equilibrio interior durmiendo y saboreando la compañía de sí mismo, esa compañía de la que tan poco puede disfrutar normalmente.

Pero ¿qué sucede en realidad? Que las vacaciones han perdido su originario sentido, su sentido espiritual. Las vacaciones han dejado de ser un tiempo de descanso y de precioso encuentro con el vagueo, con el “no-hacer-nada” salvo dedicarse a contemplar las musarañas y cubrir las necesidades escatológicas, para convertirse en un nuevo juego social llamado “a ver quién va más lejos, quién gasta más, quien tiene más agallas para arriesgar su vida...”

Y a todo esto, muchos le llaman espiritualidad, encontrarse con uno mismo, romper con la vida cotidiana y qué se yo. Ni es espiritualidad, ni van a poder disfrutar de su propia compañía ni, desde luego, rompen con su vida cotidiana. Las vacaciones se han transformado en un apéndice de esa vida cotidiana, en un traslado de esa vida cotidiana. Que no se lleve a cabo en la ciudad de origen no significa que se lleve otra vida distinta de la habitual que consiste en ceñirse la máscara antes de salir a la calle, parecer feliz aunque en realidad uno esté harto del sol, de la playa, de la montaña, de los chiringuitos, de los paseos en barca, en bicicleta, de las actividades de riesgo de lo que lo más importante en la foto que se incluye en el precio; harto de la tumbona, de la arena que quema, del sol que abrasa, de esa extraña mezcla crema-arena, que termina siendo siempre la crema de protección solar, de las caminatas sin pausa por la senda rocosa, del alpinismo, de las botas, de la mochila, del tener que seguir adelante fingiendo que se es un gran deportistas, una persona activa, un amante de la naturaleza que goza durmiendo al aire libre cuando en realidad los insectos molestan, la dureza del suelo molesta, y el saber que justo cuando uno haya conseguido habituarse a los insectos y al suelo, tendrá que continuar para que la noche no les sorprenda en pleno bosque o en plena montaña. Y otros se quedan en casa pero no descansando con ellos mismos sino jugando con los video consola, o se adentran en alguna expedición internauta a través de las redes sociales, o se quedan pegados a los cascos y tragan las películas y la música más in del momento. Para eso, dicen todos ellos, están las vacaciones.

Después, una vez en casa, la acostumbrada letanía: “Indescriptible” “Te lo aconsejo” “Una vivencia inigualable” y qué se yo. Pero lo cierto es que no han hecho nada distinto de lo que hacen todo el santo invierno: paripé, postureo, stress, superficialidad y consumo.

Ustedes, claro, no pueden entenderlo.

En mi caso, hacer vacaciones se ha convertido en un auténtico tormento; una de esas obligaciones sociales a las que no hay más remedio que atender, de las que una no puede de ningún modo liberarse, aunque lo que a mí realmente me gustaría sería dar mis acostumbrados paseos con la única peculiaridad, acaso, de tomarme el café en alguna agradable cafetería. O sea, en cualquier cafetería que no sea una de esas atestadas cafeterías de moda en las que el camarero viene presuroso a quitarte la taza en cuanto se ha dado cuenta, o ha ponderado que ya era la hora, de haber acabado el café. ¿Cómo se puede dialogar, pensar, o contemplar el mundo en la mesa vacía de una cafetería llena?

Hmm.


La bruja ciega.
Nota: Hoy aparecerá un segundo artículo acerca de las contiendas callejeras. He estado esperando que alguien hablara del tema, que al menos lo intentara. Pero ¿qué se puede esperar en estos tiempos postmodernos, donde se acepta que el Todo está en el Uno y el Uno en el Todo, al tiempo que se niega que unos sucesos tengan que ver con otros? ¿Comprenden ahora por qué sufro de tantos dolores de cabeza?

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