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Saturday, July 9, 2016

Por qué las apariencias consiguen engañar o el triunfo de Madame Bovary

Mientras el interés internacional se centra en los últimos sucesos de Dallas, como yo ya me ocupé en su día del asunto en mi artículo "inspector Barnaby en Ferguson", y no tengo ganas de repetirme, prefiero ocuparme de la grave situación en la que se encuentra la cultura. 

¡Ah! ¡Estos nuevos hipócritas que lloran por delante lo que por detrás matan, ignoran y abandonan! ¡Estos comediantes que muestran al público los pañuelos humedecidos por las lágrimas que incontenibles han acudido a sus ojos al comprender que acceder a la cultura les resulta imposible porque la cultura cuesta dinero, gimen sollozantes, al tiempo que ocultan los últimos aparatos tecnológicos de diseño innovativo y precio desorbitante para que nadie note que sus lágrimas no son de pena por no poder acceder a la cultura sino de alegría por sus últimas adquisiciones. ¡Ay! ¡Estos farsantes que con tono de  erudito resignado a padecer la estulticia del mundo explican que no leen porque los nuevos libros no satisfacen sus intereses sino los intereses del mercado! ¡Ay, estos llorones tristones melancólicos y falsos! ¡Qué sabiduría y dinamismo muestran a la hora de encontrar culpas y culpables a los que responsabilizar de su falta de amor a la cultura, de su falta de entusiasmo  por todo lo que signifique pensar!

Mi amiga Carlota me contó que cierta vez, una mujer de setenta y tantos años de la que Carlota sabía que no había leído en su vida, se sentó a leer en un sillón enfrente al suyo. Su lectura sólo se veía interrumpida por los suspiros que su débil voz acertaba a proferir: “¡Qué bonito es leer!" decía aquella desdichada "Leer es una droga”...
Y así estuvo toda una semana: devorando una obra tras otra, al tiempo que suspiraba lo bello que era leer. Carlota la observaba con el escepticismo más duro, frio e irreverente del que Carlota es capaz sin que ello consiguiera otro efecto que el de incitarla a suspirar aún más lastimeramente.

Si ustedes no hubieran conocido a aquella mujer tan bien como Carlota la conocía, hubieran sin duda concluido que se trataba de una de esas féminas a las que históricamente se les había negado, casi prohibido, la posibilidad de dedicarse a leer y que era justamente en ese instante, casi en el ocaso de su vida, cuando la pobre mujer descubría regocijada tal entretenimiento. Si ustedes, además, hubieran sabido, que tenía un marido enfermo, no habrían hecho más que reafirmarse en sus conclusiones iniciales. Muy posiblemente, pues, hubieran sentido una ternura inenarrable hacia aquella anciana que con tanto placer se había sumido en la lectura, actividad que – como ustedes mismos habían comprendido al instante - le había sido negada toda su vida, bien por los acostumbrados impedimentos sociales hacia la mujer, bien por entregada madre, bien por abnegada esposa. 

Ustedes, no me cabe la menor duda, se hubieran sentido inclinados a proteger y a cuidar a aquella anciana y a censurar con oprobio a mi buena amiga Carlota y a su frialdad.

Sin embargo, mis muy queridos lectores, ustedes, al hacerlo, estarían cometiendo un grave error. Y lo estarían cometiendo porque ustedes habrían olvidado que las apariencias engañan y que en general si las apariencias consiguen engañar con tanta frecuencia ello se debe no tanto a la inteligencia intrínseca  del embustero o de la apariencia en sí, como a la ayuda que a ambos - truhán y apariencia- les prestan nuestros propios prejuicios. Y de todos los prejuicios son sin duda alguna los prejuicios socialmente compartidos y aceptados como válidos los prejuicios que más eficazmente contribuyen a que la apariencia, la invención, tenga éxito. Nos dicen que la mujer ha estado siempre sometida, tenemos numerosas pruebas de ello y de repente vemos a una anciana de la  que sabemos que es madre y esposa de un marido enfermo, que no tiene más que los estudios básicos,  deleitarse ante la obra literaria que tiene en sus manos; la oímos suspirar, igual que suspira una joven princesa por el amante que se ha ido a las cruzadas, y antes de detenernos a considerar la cuestión con detenimiento y fría racionalidad preferimos dejar que nos invada la pena por ella, por esa mujer anciana, por sus circunstancias, por su vida. Antes de que haya dado la vuelta a la hoja, la hemos convertido a ella, no digo ya en víctima, sino en mártir, y a nosotros mismos en sus caballeros andantes, de modo y manera que de haberse encontrado en esa misma sala con Carlota y aquella anciana, ustedes no habrían dudado en blandir sus espadas hacia mi amiga Carlota  en gesto amenazante y castigador.

Y sin embargo, vuelvo a repetir, ustedes mis muy queridos lectores estarían cometiendo un grave error.

En primer lugar porque cuando hoy en día se habla de la terrible situación de la mujer, una –que soy yo- no sabe si se refieren a las mujeres de la Edad Media, del s.XIX, del XX o del XXI. Todo depende del grado de emocionalidad y victimismo con el que pretenden presentar el tema de la mujer. Para ser sinceros, es cierto que hubo una generación de mujeres – las nacidas en los años cuarenta- que no pudieron asistir mucho tiempo a la escuela. Unas tenían que ayudar en casa, otras en el negocio, y en general, todas ellas debían esperar a casarse. No lo tuvieron fácil. Es cierto. Pero para ser justos, sus congéneres masculinos, tampoco. Los hombres tenían que dejar el colegio para ayudar a sus padres, para buscar un trabajo que les permitiera emanciparse y fundar su propia familia, etc. Quizás las mujeres sufrieron más. No lo niego. Pero en general, la posibilidad de ir al colegio, aprender a leer y a escribir y las “cuatro reglas”, era ya mucho tanto para ellas, como para ellos.

En segundo lugar aquélla anciana que sentada enfrente de mi amiga Carlota suspiraba por la belleza de las letras era, en realidad, una gran chantajista emocional que quería hacer sentir a mi amiga culpable de todos sus males pasados, presentes y futuros. Aquella mujer se había casado relativamente pronto y había tenido desde el primer día de su matrimonio un marido amante dispuesto a satisfacer sus deseos y en ellos entraba una muchacha y una conocida modista que le hacía los trajes a medida. Además, y en contra de las costumbres de la época, no tuvo más de un par de hijos que, todo hay que decirlo, supusieron un grave cansancio tanto para ella como para su marido porque les impidieron dedicarse a su ocupación favorita: ellos mismos, donde ellos mismos significaba muy especialmente: sus traumas. 

Y como los traumas difícilmente tienen solución cuando más que un problema representan un aposento, aquella mujer pasó largas horas de su vida echada largamente en el sofá debido al sufrimiento de indeterminadas enfermedades y dolencias que intentaba apaciguar a base de una interminable serie de calmantes cuyos efectos secundarios terminaron causándole, en efecto, terribles, concretos y muy reales males. La enfermedad de su marido, crónica, hubiera pasado entre tanta dolencia propia, casi desapercibida, de no ser porque el carácter de aquel hombre, melancólico e introvertido por naturaleza, había ido agriándose hasta convertirse en un misántropo. Sólo por un ser había conservado un amor ideal: por aquella mujer. Sin que aquella mujer, claro, estuviera dispuesta a admitirlo salvo en determinadas situaciones, situaciones en las que su aceptación sonaba a chanza.

Es decir, que aquella anciana (–mientras otras de su generación realmente apenadas por la insuficiencia de la educación recibida y dispuestas a hacer algo para solucionar el problema que tanto les preocupaba- leían por las tardes o incluso – las más animosas - recuperaban los estudios valiéndose de la oferta para educación a adultos y a distancia), gastó su tiempo durmiendo o saliendo a tomar café con las amigas, u otras ocupaciones varias que mantienen ocupadas a las Madame Bovary de este mundo.

Pero al encontrarse ante mi amiga Carlota, madre de cinco hijos, que es capaz de planificar todas las cuestiones relativas al hogar eficazmente, que está sola porque su marido –ya lo he dicho- tiene como hobby su trabajo y su trabajo consiste en los negocios y a ellos se dedica como se dedican otros a las expediciones: con toda la energía y toda la inocencia del que no sabe cómo le irá pero que sabe qué llegar llegará, que ha ejercido de chófer, tanto como de profesora de matemáticas, idiomas, deporte e incluso baile de sus hijos, que ha controlado las tareas del colegio y la práctica de piano, que ha tenido que hacerlo en silencio porque cuando lo ha contado se ha oído de todo y nada bonito, que ha organizado cumpleaños para sus hijos, veladas para los colegas de su marido, mudanzas de un lado a otro.. En fin, Carlota, una de esas mujeres que ha luchado hasta que al final la ha detenido el basilisco que la estaba devorando y que ninguno de nosotros sabía que la estaba devorando, sólo que su espíritu estaba dormido, y algunos, como su hija Verónica pensaba que era depresión, pero sus amigos –especialmente Carlos- sabíamos que no era eso, que era imposible que fuera eso y queríamos asesinar a su marido porque seguía ocupándose incansable de sus negocios, sin ni siquiera ver, sin comprender siquiera, que Carlota dormía, Carlota, digo, contemplaba a esa farsante que tenía enfrente, a esa farsante cuya casa estaba llena de estanterías rebosando libros y que nunca había sentido ni el más mínimo interés por abrir uno, ni siquiera en detenerse a comprar uno, Carlota contemplaba a aquella mujer anciana, a  aquella provinciana Madame Bovary de provincias que había aprendido a causar lástima y siendo mujer y siendo anciana, mucho más, y tenía que apelar a toda la discreción y serenidad que –al contrario que a mí- caracteriza a mi amiga para no desenmascararla. Y es que mi amiga, mi amiga Carlota, ha sido la que ha encontrado en cada instante, en cada hueco, en cada posibilidad, una palabra, un autor, una composición, una imagen, una historia. ¡Cuántas historias no ha inventado mi preciosa y dulce Carlota para cada uno de sus retoños! ¡Cuántos teatros no ha escenificado! ¡Y nunca, nunca en esos tiempos, ni en esos tiempos ni después, suspiró por no poder leer a Proust, el autor que incansablemente lee porque, dice Carlota, es el único autor que la hace comprender su existencia y comprenderse a sí misma. El único que no la aburre, dice Carlota, porque es el único que convierte las lágrimas en estrellas, como si de un ángel prestidigitador se tratara. Pero ha leído, ha leído. Ha leído a los autores de teatro, porque el teatro sirve para educar a los chicos, porque el teatro es dinámico y se lee rápido. Ha leído la poesía francesa, aunque yo siempre le he aconsejado la española... Pero –ustedes ya lo saben- Carlota ama a Francia y sus conexiones con este país no sólo son lingüísticas, sino también familiares.

Y de repente, frente a Carlota, los recién llegados, que son ustedes, encuentran a una Madame Bovary sollozante, suspirante, sin fuerzas. Una Madame Bovary de la que todos ustedes ignoran que se trata de una Madame Bovary. A la que todos ustedes tratan como si fuera una mujer sometida, sumisa, abnegada. En definitiva: como a una víctima. 

Y mi amiga Carlota calla porque a Carlota no le gustan los escándalos, calla porque Carlota es una dama, calla porque le han enseñado a respetar a los mayores y ella no sólo lo ha aprendido sino que lo ha interiorizado. Pero la mirada de escepticismo, de crítica y de condena hacia los suspiros de la persona que tiene enfrente, esa mirada digo, no la puede, ni creo que quiera, ocultarla.

Y así cuando ustedes entren, ustedes que no saben la verdad de la historia, que es posible que no la supieran aunque ustedes conocieran a esas dos mujeres desde hace décadas porque ¿quién es capaz de averiguar lo que sucede dentro de una familia cuando la familia calla porque la familia no quiere ver su propia situación porque cuando la ve cae aún más en la situación y así es preferible no verla o mejor aún, justificarla aludiendo a razones varias porque cualquier razón es válida menos la verdad?

Y por eso, conozcan o no conozcan ustedes a la anciana, ustedes entran en la estancia acompañados de sus prejuicios y al ver la escena sentencian a la inocente y aplauden a la embustera.

Ustedes, claro, no saben por qué digo todo esto. Ustedes no saben la indignación que me causa el ver convertida a Carlota en una fría mujer, -ella, tan cálida- y ver, en cambio, a una Madame Bovary convertida en una mujer víctima de su condición de mujer y de sus circunstancias, cuando en realidad ha hecho siempre lo que ha querido y si no ha hecho más es porque es una Madame Bovary que  como toda Madame Bovary está condenada a sufrir el aburrimiento que su propia alma indolente le produce, aburrimiento que las Madame Bovary de este mundo solamente pueden paliar a base de amantes o, más cómodo y menos peligroso, a base de chismes y líos.

Ustedes, digo, siguen sin comprender por qué dedico tantas líneas a tan singular escena: esa que se produce entre una Madame Bovary que finge lamentar el no haber podido leer con lo que a ella le gusta leer, cuando en realidad no ha leído porque no le gusta leer pero le divierte manipular al público utilizando los prejuicios del público porque ello obligará al público a defenderla hasta el final porque en otro caso determinaría que el público confesase que ha seguido a sus propios prejuicios y eso no hay público alguno que esté dispuesto a hacer porque supondría ponerlo en evidencia no sólo ante el resto de la sociedad sino, mucho peor, ante sí mismo, ese “sí mismo” que siempre declara al espejo que le contempla que él no es como los demás, que él no es de los que se deja llevar fácilmente por los prejuicios y mi amiga Carlota, que la mira con frio escepticismo y que es juzgada como incomprensiva

Y así de esta forma tan sencilla, tan banal, las provincianas Madame Bovary de las provincias, conquistan el Mundo y se hacen con él. ¿Se sienten satisfechas? No me sean ingenuos. Una Madame Bovary nunca, jamás, está satisfecha. A lo más el primer par de minutos. Luego vuelve a caer en la eterna indolencia en la que está sumida.

Esta misma actitud de provinciana Madame Bovary de provincias es la que está adoptando Fuenteovejuna. Fuenteovejuna, cual provinciana Madame Bovary de provincias, se lamenta entre sollozos de lo cara que es la cultura, del excesivo aumento de los impuestos, de su imposibilidad para adquirir libros. Fuenteovejunta “llora que llora por los rincones”. (Lo siento, ha sido un impulso irresistible). Llora mientras yo la contemplo con cara desencajada al tiempo que le reprocho su actitud. Y en esas, precisamente en esas, llegan un par de periodistas y se lanzan en su ayuda. Pobre Fuenteovejuna, dicen. Es que no llega a fin de mes, es que ir al teatro es muy caro, es que los libros son muy caros. Y Fuenteovejuna sonríe satisfecha, con la satisfacción de una provinciana Madame Bovary de provincias, con esa satisfacción de la que dado su carácter no sabrá disfrutar mucho.

Mientras tanto esos confiados periodistas, esos inocentes periodistas que aún creen que Fuenteovejuna no compra periódicos porque no tiene un euro en el bolsillo sin comprender que no tiene un euro en el bolsillo para un periódico pero sí unos cuantos para un iPhone, no para un libro pero sí para un viaje a algún destino exótico, no para el teatro pero sí para el restaurante de moda, para la ropa de temporada, para los zapatos de la más renombrada colección, para los bolsos más exitosos, eso sí, cada cual según su clase, edad, estilo y bolsillo. Pero esos ingenuos periodistas no ven nada de eso. En su lugar lo que ven es a una Fuenteovejuna que suspira tristes suspiros al pasar por el teatro vacío, las vacías librerías y las cada vez más minúsculas salas de cinematografía, mientras los abandonados museos bostezan a la espera de exposiciones multitudinarias, en las que el arte queda convertido en marketing, los saquen de su aburrimiento.

Los compungidos periodistas que compungidamente oyen los lamentos del que sueña con el amor imposible y cegados por sus propios prejuicios, esos que llevan escuchando a sus abuelos y a sus padres: lo mucho que les hubiera gustado estudiar pero que no pudieron estudiar porque no tenían medios para hacerlo, lo mucho que les hubiera gustado leer pero que no tenían tiempo para leer porque tenían que trabajar de sol a sol, se dejan arrastrar por ellos y defienden a Fuenteovejuna y critican mi dureza de corazón. Y no. No es dureza de corazón. Es la frialdad que siente el que conoce la verdad ante el llanto del asesino que niega su mal y que encima de negar su mal aún se atreve a preguntar: “¿Tan malo me consideráis? Bueno, pues si me consideráis tan malo, bueno, pues entonces ahorcadme. Yo así no quiero seguir viviendo”. Y de esta forma, cometiendo el crimen del malo pero hablando las palabras del bueno, consigue confundir a todos los presentes.

Sólo las brujas ciegas sabemos la mentira del que miente aunque use fórmulas de la verdad. Pero a las brujas ciegas pocos son los que las escuchan y menos aún los que las creen. Pero una vez más: Fuenteovejuna miente cuando dice que la cultura en España está en retroceso debido al dinero.

¡No!

La cultura en España no puede decaer por la sencilla razón de que nunca ha existido. Hemos confundido consumir cultura con ser cultos y no es lo mismo; del mismo modo que el hecho de acudir a un restaurante de tres estrellas Michelin tampoco nos convierte en un gourmet. En España se ha consumido cultura como consumen los snobs: para presumir de consumo, no para disfrutar de lo que se consume. Y por eso la mayoría de los cursos que se ofertaban, la mayoría de las conferencias interesantes, tenían que ser gratis, completamente gratis: porque si no, Fuenteovejuna no iba. E incluso por muy gratis que fueran, la mayoría de las sillas de esas conferencias, a según qué horas y qué días, permanecían vacías u ocupadas por gentes que, no teniendo adónde ir ni con quién ir, se habían aposentado allí para al menos tener la sensación de que habían ido a algún sitio y que no habían estado solos. Luego, si se encontraban con un par de conocidos ya les podrían decir de dónde venían y darles a entender que se habían separado de sus acompañantes un par de calles atrás y como gente, a gente llama, quién sabe, a lo mejor incluso terminaban de copas con ellos.

No. La cultura en España nunca ha sido un fin en sí mismo; más bien un medio. Conozco a gente que se las dan de culta y no tiene más de diez libros en su casa con la justificación, que a mí siempre me ha parecido sorprendente de no tener bastante sitio, mientras tienen las paredes ametralleadas con clavos de los que cuelgan los más extraños misterios artísticos. Gente que cuando llegan a una casa en la que una de las estancias se ha dedicado a biblioteca, después de haberla alabado ante el anfitrión susurran a la salida, justo cuando acaban de haberse cerrado las puertas tras ellos: “¿Tantos libros para qué? Y todos con una encuadernación tan fea, ¿te has dado cuenta?” Y es que para ese tipo de gente, los libros, ya que ocupan espacio al menos que tengan una bella encuadernación que los convierta en objetos de adorno. Jamás en la vida podrían imaginarse que para algunos los libros son lo que para los niños su osito de peluche: el compañero del que nunca podrían separarse sin sufrir un colapso emocional.

Pero los periodistas no ven nada de eso. Sólo escuchan a una Fuenteovejuna que llora por los libros que no puede leer porque son caros, o porque la nueva literatura es mala, que es cierto que lo es, o porque el teatro y el cine son aptos únicamente para unos cuantos: los que pueden pagar el IVA.

Queridos periodistas: el que quiere leer, lee. Lee aunque no tenga sitio donde poner los libros y va al teatro aunque llegue después de la pausa, cuando ya no se controlan las entradas. En cuanto al cine, muchos prefieren ver las películas en su ordenador o en la superpantalla de su casa.

Pero querida Fuenteovejuna, seamos claros.

Los clásicos son en formato e-book gratis. Completamente gratis. Si no tienes e.book pero tienes un ordenador, podrás leer la mayoría de los clásicos gratis en pdf. Y lo mismo sucede con la música clásica. Antiguamente había todavía menos dinero que ahora y la gente leía para no tener que gastar dinero en salir. Y leía, claro, libros de librerías especializadas en segunda mano. Librerías que hoy resultan cada vez más escasas y difíciles de encontrar. Y en cuanto al arte, es cierto que no todos podemos admirar los cuadros más famosos de los más famosos museos de este mundo, pero acercarnos a una reproducción de un cuadro es fácil y más fácil aún enterarnos de la vida del pintor y de su estilo.

No. No es la falta de dinero el que aleja a Fuenteovejuna de la cultura. No es la falta de dinero el que impide a Fuenteovejuna disfrutar de ella. Es sencillamente la falta de interés, la falta de entusiasmo, la decadencia, la indolencia, la falta de curiosidad por el saber, la falta de ganas, el aburrimiento intrínseco que caracteriza a Fuenteovejuna y que le obliga una y otra vez a buscar remedios inmediatos para paliarlo y justificaciones constantes para mantenerse en esa actitud pasiva, lo que ha impedido, impide e impedirá, que Fuenteovejuna salga de su aletargo para interesarse, sumirse, volcarse en la cultura.

¿No me creen?

Conozco a zapateros que tenían su libro con ellos en la zapatería y entre descanso y descanso una página iba y otra venía, conozco hombres que estuvieron en la cárcel por cuestiones políticas y que por esa misma razón apenas tuvieron tiempo para formarse y menos aún posibilidades para trabajar, y sin embargo los libros se amontonaban en el suelo de su casa al par que buscaban como desesperados a alguien para conversar con ellos sobre esos libros. Fueron el hazmerreir de sus propios parientes, esos que alardeaban de cultos por creerse cultos aunque en realidad no hacían más que repetir la voz dominante de la voz que se creía distinta y por eso ellos también se creían distintos y vanguardistas en las opiniones, hasta que se enteraron de que ese raro pariente había entablado relaciones con catedráticos de Universidad y entonces no dudaron en sentenciar que aquellas relaciones no se debían a sus conocimientos sino  a lo excitante que les resultaba a los catedráticos a alguien que había estado en la cárcel por motivos políticos. Y con esta sencilla explicación aquellos parientes que se sentían tan cultos por vivir sus vidas burguesas y sostener las ideas  anti mainstream que aparecían en los periódicos mainstream, volvían a despreciar los conocimientos del verdaderamente culto. Conozco hijos de pastores que llegaron a ser ingenieros. Conozco a hombres que no habían ido a la escuela pero pasaban tardes enteras en la biblioteca municipal estudiando y contemplando los mapas, soñando con surcar mares y con más conocimientos de geografía universal de la que yo misma dispondré jamás. Conozco a taxistas que mientras esperan al próximo cliente leen a Goethe o a Marx, que de todo toca.

No. La cultura no es cuestión de clase social, ni de estamento.

La cultura tampoco es un reto. Ninguno de los que son cultos, realmente cultos, dice “A partir de mañana me voy a interesar por la cultura.” No.

La cultura es una forma de vida, una forma de expresión, una forma de ser, una forma de sentir. Va con nosotros pero no como cultura sino como parte integrante de nuestra esencia. Uno no se inyecta cultura para tener más músculos, como hacen muchos de los que van a los gimnasios; uno se inyecta cultura más bien al modo de los diabéticos: para poder sobrevivir, porque en caso contrario morirían o estarían sumamente enfermos. La cultura no es un adorno que uno se decide a comprar o a no comprar en función del precio. La cultura es esa aspirina sobre la que nos lanzamos sin pensar porque la cabeza nos va a estallar. Y en este sentido uno no se lamenta por la cultura de la que no puede disfrutar sino que agarra lo que le echen. ¿Han conocido ustedes a esos lectores voraces? Los lectores voraces son justamente ese tipo de individuos que leen lo que les echen: desde los autores más clásicos, hasta los cómics de Petit Spirou, sin olvidar las novelitas rosas y los libros de Filosofía. A esos lectores, el precio de los libros les importa muy poco. O van a las bibliotecas, o los leen allí mismo: en las librerías, por más que el librero se acerque un par de veces a husmear o le dirija miradas de ira. Lo cierto es que ellos, los lectores voraces, ni se enteran. Y en cuanto al teatro, ya les digo: los amantes del teatro incluso de pie están dispuestos a ver la obra.

No. La cultura no aumenta o disminuye por su precio. En España ni aunque los libros se regalaran, habría más interés por la cultura. Lo parecería. Eso sí. Lo parecería porque todos se lanzarían a coger libros pero no sería tanto por el libro en sí, sino por jugar a eso de “a ver quién coge más...” da igual lo que siga: peras, libros, o tomates.

Créanme: si hubiera cultura no haría tanta falta hablar de su carencia.

El problema es que esta situación de miseria de la cultura, de pérdida de interés por la palabra, por la música clásica, por el cine de ensayo, no es sólo española. Empieza a ser europea. Se lee menos porque se piensa menos, porque Fuenteovejuna ya sabe todo, porque su opinión es ley, y qué le va a decir un libro que ella ya no sepa, y cuando lo lee se da cuenta de que no hubiera hecho falta leerlo porque en efecto, dice Fuenteovejuna, ella ya lo sabía todo, y como ya lo sabe todo no hace falta leer.

 Se lee menos porque se piensa menos y se piensa menos porque se lee menos. Y en esas estamos.

En esas y en la desaparición de la Filosofía de los planes de estudios e incluso de la Universidad misma. Porque la Filosofía no hace falta, dicen. Porque no les ha servido de nada, dicen. Porque la Filosofía ni encuentra la verdad ni enseña nada, dicen. Porque a quién le interesa lo que dijeron Platón, Aristóteles y compañía, si al fin y al cabo cada uno refuta lo que dijo el otro,dicen.

Lo dicen sin pensar que lo importante de la Filosofía no es encontrar la Verdad, porque eso, teniendo un Axioma Primero –sea el que sea- ya está hecho, sino encontrar la Falacia para mostrar y demostrar que un axioma, por mucho que se quiera y se desee, puede ser un axioma pero no Axioma Primero y hay que revisar e incluso abandonar la teoría. 

No entienden que la Filosofía no muestra la puerta de la Verdad sino la del Engaño.

Pero esos tiernos e inocentes periodistas no lo entienden.

Su problema es que ven demasiado bien lo que tienen delante y por eso son incapaces de ver lo que se esconde detrás.

Mi problema es que la muerte de la Filosofía le va a resultar a Fuenteovejuna tan indiferente que ni siquiera se va a dar por enterada de su muerte para no tener que asistir a su entierro, para no tener que dedicarle una calle, ni levantarle una estatua, ni tan siquiera comprarle una corona de flores.

A la Filosofía le va a pasar como le pasó al bueno de Leibniz: que después de los servicios prestados murió solo y olvidado; lo encontraron muerto pasadas unas semanas, lo enterraron aprisa y corriendo en cualquier parte, tan cualquier parte que nadie sabe dónde se encuentra enterrado.

Eso sí, algunos aún conocen su nombre y aquéllo de que éste es el mejor de los mundos posible.

En fin...

La bruja ciega.



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