Al espectador le da vueltas la cabeza. Él quiere ayudar pero no está
dispuesto a prestar su hogar para acoger a los recién llegados. Donar no entra en
sus posibilidades. Él no quiere echar a nadie pero tampoco desea ser molestado
por costumbres, ruidos y olores distintos a los que normalmente le rodean.
Ahora llegan esos extraños y el espectador no sabe muy bien qué pensar. Unos
periódicos sostienen que son grupos de refugiados que acuden en busca de un lugar
en el que reponerse de tanta violencia y tanta muerte. Otros afirman que se trata sobre todo de hombres que vienen a esa Alemania que no ha parado de decir
que necesitan fuerzas de trabajo para buscar uno que se acomode a sus
posibilidades y conocimientos, la mayor parte de la veces, todo hay que
decirlo, escasos. Algunos están convencidos de que las fuerzas imperialistas
musulmanas invaden la laica Europa bajo el velo de la etiqueta de
refugiado y emigrante.
Ante cuestiones distintas, el espectador no entiende en absoluto cómo los
periódicos, la sociedad y los políticos no terminan por analizar y solucionar
por separado todos estos problemas.
Los refugiados de guerra, los refugiados en busca de la paz, están protegidos
por el derecho de asilo y a él hay que atenerse.
Los emigrantes en busca de trabajo se rigen por las disposiciones que
regulan las relaciones laborales y por tanto, a ellas han de acogerse.
En lo que respecta a la religión, piensa el espectador, el respeto a la
religión ha de estar supeditado al respeto a las leyes de Occidente. Los países
europeos, al contrario que países del Oriente como Arabia Saudí, no son países
en los que la política y la religión estén unidas, sino justamente países que
han luchado y han dado su sangre para que religión y política estuvieran en
compartimentos separados y bien separados. A nadie se le niega el derecho a
creer y a practicar su religión, siempre y cuando dichas creencias y dichas
prácticas no vayan en contra de las leyes. Puede ser que en Arabia Saudí sea
legítimo el cumplimiento de la ley de la Sharia pero dicha ley se opone
frontalmente a los principios en los que se funda la sociedad europea y por
tanto en Europa tal ley resulta inadmisible.
No. No podemos enfrentarnos a los hombres porque tengan una religión pero
sí porque pretendan imponer sus formas de vida y de creencia a sociedades que
han luchado durante generaciones para que su propia religión no les asfixiara.
No, piensa el espectador convencido, no podemos enfrentarnos a los hombres a causa de su religión pero sí a
causa de su imperialismo. Su fanatismo resulta indiferente al espectador siempre y cuando
no salga de los cuatro muros de la casa del fanático.
El fanatismo cuando alcanza la calle, piensa el espectador, asfixia la atmósfera; la hace irrespirable, poco importa que sea un fanatismo religioso, ideológico o clasista.
El fanatismo cuando alcanza la calle, piensa el espectador, asfixia la atmósfera; la hace irrespirable, poco importa que sea un fanatismo religioso, ideológico o clasista.
¿Qué es lo que fracasa?
No es la problemática en sí la que crea tantas dificultades, se dice el
espectador. Es la hipocresía y la indecisión europeas las que mantienen y
fomentan los líos.
Un sujeto afirma “tolerancia” y ello ha de significar “tolerancia para admitir
sin más lo que dice el otro, diga lo que diga, sin detenerse a pensar que a
veces la tolerancia resulta un caballo de Troya. Imaginemos que una religión
satánica intentara imponer sus principios apoyándose en la tolerancia que la
sociedad debe a sus creencias. La sociedad se opondría claro. Ello significa
que la tolerancia tiene como límite no sólo el lugar donde empieza la intolerancia, como aseguraba
Voltaire. También tiene otro límite: el de lo razonable. Y lo razonable viene
marcado, al día de hoy, por normas establecidas democráticamente. Esto es; con el
consenso social.
Pero la sociedad europea es hipócrita e indecisa, rasgos ambos que delatan
su inseguridad y su debilidad. Acepta todo, defiende todo pero no se acepta a
sí misma, a sus leyes, a sus acuerdos sociales. Por un lado clama contra los musulmanes
y por otro introduce la banca árabe.
¡Hay cosas que claman al cielo!
¡Hay cosas que claman al cielo!
No. No es culpa de los refugiados, que necesitan un lugar en el descansar,
piensa el espectador. No es culpa de los emigrantes que vienen engañados por
falsas promesas y vanos sueños, no es culpa de los musulmanes a los que se le ha
prometido la tolerancia total y absoluta. Es culpa de los europeos que no han amado sus leyes lo
suficientemente para decir no al velo, no a la oración en el colegio, no a la
ley de la sharia, no a la ley patriarcal, no al sentimentalismo que presta
ayuda al hijo inútil y a la vecina mentirosa mientras abandona a la buena hija, a la
hija sincera y trabajadora, porque la
madre tiene miedo de que la hija la supere en conocimiento y moral, porque la
admiración se ha convertido en envidia y la envidia en odio y consiguientemente la hija ha de ser
condenada al ostracismo o a la muerte.
Es culpa de una Europa que ha olvidado que para hacer un pastel conviene
separar los huevos de la clara e introducir los distintos ingredientes poco a
poco, a fin de que la masa resulte esponjosa.
Es culpa de una Europa que se empeña en seguir anclada en la idea del Todo
en el Uno y el Uno en el Todo.
El espectador, enfadado, se va a
hacer un pastel.
A ver si así se le endulza el alma.
La bruja ciega.
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