Bebo para olvidar, decía uno. Yo en cambio, para olvidar escribo, decía
otra. Pero yo, yo no tengo ninguna intención de olvidar. No tengo ningún deseo
de deshacerme de un dolor que es mío y sólo mío, al que únicamente yo puedo
llamar mío, que es más mío que mi alegría porque la alegría para que sea
verdaderamente alegría ha de ser compartida porque si no palidece. Con el dolor,
sin embargo, sucede lo contrario: cuando se expresa en voz alta, cuando se
clama al viento, entonces se debilita y se apaga; por eso buscan tantos
dolientes grupos de terapia o amigos o confidentes en quienes poder derramar
todo ese sufrimiento: no, como dicen, como quieren hacer creer, para hacerlo
más llevadero sino para quitárselo de encima. Directamente. No. Yo no quiero,
no quiero quitarme mi dolor de encima. Ese dolor que es tan mío como mi
alegría. No quiero olvidar las heridas, las humillaciones, los latigazos que
sufrí de las personas que yo más amaba, de aquellas en las que yo más había
confiado. No. No quiero. Queda aguantar, soportar, las justificaciones,
excusas, argumentos, pseudoargumentos, palabras, palabras y más palabras que
intentan sepultar los hechos terribles cometidos contra el inocente. Y el
inocente no sabe, no encuentra donde lavar sus heridas. Y se enfrenta al dilema
de no saber ni qué hacer: si ocuparse de él y de sus heridas o de los llantos y
gemidos, de los graves silencios, de las lágrimas pidiendo perdón de los que le
acaban de golpear, porque el inocente, justo porque es inocente, sabe que si
los consuela, cuando estén consolados, nuevamente le volverán a pegar, pero
mientras oiga llantos a sus espaldas se sentirá el inocente culpable de la
desgracia ajena, porque ese inocente sabe que la naturaleza del escorpión es
picar, picar aunque no quiera. Y les consuela. Y luego limpia, como puede, a
escondidas, sus heridas. Pero a veces el dolor se convierte en ira, en rabia. Y
entonces el inocente grita, grita con todo su alma, con toda su voz. Grita. Grita de dolor.
Pero sus gritos de dolor suenan tan altos que se convierten en espadas
blandiendo a diestro y siniestro sin punto fijo, sin estrategia ni táctica que
se precie, es simplemente dolor ciego que aúlla. Y el inocente se convierte en
el ángel sombrío, en el ángel vengativo. Y los otros lloran y lloran y gimen y
gimen. Y ya nadie atiende al dolor del inocente, sino al gemido de los otros,
de esos que acaban de herir sin dejar herida visible.
Y en el aire resuenan los ecos de los otros: “rencorosa”, “desagradecida”...
No. Yo no quiero.
No quiero quitarme mi dolor de encima. Ese dolor que es mío y sólo mío.
Pero hay días en
los que el dolor duele tanto...
Llega la noche, y negros sus pesares
son más que de los cielos las tinieblas,
y es que el dolor es ciego, es que anhelante
se vuelve siempre al punto más oscuro,
no sufre guía y corre hasta estrellarse.
"El corsario"
Lord Byron
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