El
tranquilo Jorge lee mi artículo anterior, el referente al dolor - a mi dolor - y claro, ni se molesta en
llamar. En su opinión, yo soy uno de esos muñecos balancines que ora
se inclinan a un lado, ora al otro, pero quedar tumbados, lo que se dice quedar
tumbados, nunca quedan. Por otra parte los volcanes emocionales no son algo que
atraigan al tranquilo Jorge. Así que hace lo que siempre hace en estos casos:
esperar a que la tormenta amaine y yo me decida a regresar a mi equilibrio inicial. No cree
que tarde más de un par de días en lograrlo. - “¿Y qué pasa si no lo consigo?”,
le pregunté envuelta en lágrimas una de las veces en que creí morir. – “Lo conseguirás”,
fue su tranquila respuesta. “Las personas como tú jamás se ahogan en sus
lágrimas; sabéis nadar en ellas.”
–“No son lágrimas, ¡es sangre!”- grité desesperada. –“Más a mi favor”, contestó el tranquilo Jorge sin tan siquiera inmutarse,”Entonces no hará falta ni que aprendas a nadar. Bastará con que flotes.”
–“No son lágrimas, ¡es sangre!”- grité desesperada. –“Más a mi favor”, contestó el tranquilo Jorge sin tan siquiera inmutarse,”Entonces no hará falta ni que aprendas a nadar. Bastará con que flotes.”
Lo curioso
del caso es que el tranquilo Jorge que
tan tranquilo se muestra con mis lágrimas, es de los que corre apresuradamente y
nervioso en cuanto Paula, su esposa, tiene un día de esos que suelen
denominarse “bajos de ánimo” y no se separa de ella hasta estar convencido de
que su humor es el comedido y sereno de siempre. En lo que a mí respecta, el
tranquilo Jorge no muestra, como ya digo, ni el más mínimo rastro de compasión
ni de empatía. Esa queda reservada única y exclusivamente para Paula, a la cual
–claro- nunca se le ocurriría explotar la privilegiada situación de la que goza.
Las hay con suerte.
Carlos, en
cambio, me llama en cuanto ha terminado de leer mi artículo y por un instante
creo que voy a escuchar unas cuantas palabras de comprensión y hasta pienso en la posibilidad, quién sabe, de
que me ceda su hombro para que pueda desahogarme y llorar tranquilamente en él.
Pero como digo, la esperanza de ser consolada desaparece en cuanto escucho el
tono de su voz: - “Por favor, discursos
largos no”, me reprocha secamente. “Y menos cuando son lacrimógenos. Cada cual
que aguante su vela en vez de ir mostrándola de esa forma tan trivial, casi
vulgar. Estás viva y en perfecta posesión de todas tus facultades físicas y
mentales ¿qué más quieres? Déjate de semejantes disquisiciones de heroína
romántico-trágica y en vez de
concentrarte en tí y en tu doliente ombligo, céntrate en el comentario de la
actualidad. Tu ombligo, créeme, no interesa a nadie. Tus comentarios tampoco,
pero al menos su lectura rompe de vez en cuando la monotonía homogénea que
caracteriza al resto de las publicaciones, que suelen decir “a” y “no a”, pero
nunca “c”, que es lo que tú en general sí haces. Te recomiendo como médico dar
un largo paseo al amanecer y otro al atardecer. Te refrescará la mente y
posiblemente el alma. La distinción que estableces entre los efectos que
producen la exteriorización de la alegría y la del dolor es interesante, no lo
pongo en duda, - de hecho es lo único que me impide pedirte que borres el
dichoso artículo -, pero para eso no hace falta lanzar un pregón desde el
balcón de la plaza del pueblo, ¿no crees? Sobre todo porque ¿en qué quedamos? ¿quieres
seguir con tu dolor o deshacerte de él? Ponte de acuerdo contigo misma antes de
escribir y evitarás a tus lectores unos cuantos sobresaltos cardiacos. Gracias
a que no son muchos. Lo dicho: unos cuantos paseos al día, más consideración
hacia la sensibilidad ajena y menos por la propia. Un poco de contención en la
expresión de las propias emociones nunca viene mal, sobre todo para los otros.
Y Carlos, ese mismo Carlos que se precipita a
preguntar por Carlota en cuanto alguien le sugiere que la ha notado un tanto
melancólica, cuelga casi enfadado.
“Tú lo que necesitas es amor”, deja caer Carlota
sobre mis oídos igual que quien deja caer un cubo de agua fria: de sopetón y
sin previo aviso. – “No empecemos”, le
contesto riendo. Y ella también se rie porque ambas sabemos que lo último que
una bruja necesita es justamente eso: amor. Las brujas no han nacido
precisamente para ser amadas así que por su propio bien y por su seguridad han
de ser precavidas en los temas sentimentales. Lamentablemente el deseo de ser
iguales al común de los mortales unido a la curiosidad de conocer qué se experimenta
cuando se está enamorado las llevan a olvidar las consabidas precauciones.
Es difícil definir qué es el amor. A decir verdad
resulta tan complicado definirlo como expresarlo.
Es lo que tienen los sentimientos: son inefables y por inefables, divinos. Al menos cuando son auténticos. Es precisamente por este motivo por lo que los hombres precisan de poetas tanto como de santos: ellos son, de algún modo, los intermediarios entre lo eterno y lo mortal, entre lo infinito y lo finito, entre lo espiritual y lo material. Uno de los últimos escritores que he leído, Joël Dicker, dice en su libro “La verdad sobre el caso Harry Quebert” que “Cada segundo que pasaba con ella era un segundo de vida vivido plenamente. Eso es lo que significa el amor, creo.” Eso es lo que dice Joël Dicker.
Es lo que tienen los sentimientos: son inefables y por inefables, divinos. Al menos cuando son auténticos. Es precisamente por este motivo por lo que los hombres precisan de poetas tanto como de santos: ellos son, de algún modo, los intermediarios entre lo eterno y lo mortal, entre lo infinito y lo finito, entre lo espiritual y lo material. Uno de los últimos escritores que he leído, Joël Dicker, dice en su libro “La verdad sobre el caso Harry Quebert” que “Cada segundo que pasaba con ella era un segundo de vida vivido plenamente. Eso es lo que significa el amor, creo.” Eso es lo que dice Joël Dicker.
Bien. Seguramente para muchas personas en eso
consiste el amor: en sentir plenamente su existencia cuando están al lado de la
persona a la que ama y en sentirlo gracias a la existencia de esa persona. Pero
como hoy en día se observa, la mayoría de las personas sólo son capaces de
sentir plenamente su existencia cuando se concentran en su ombligo y únicamente
llegan al éxtasis cuando consiguen que los otros se dediquen a admirar e
incluso, por qué no, a idolatrar tan bello ombligo. Los narcisistas justifican
su amor a sí mismos afirmando que una persona que necesita de otra para que
cada segundo de su vida sea vivido plenamente no puede ser calificada más que
de egoista; ellos en cambio no requieren más que de sí mismos y con eso dejan
al resto del mundo en paz, sin escenas de celos y de reproches que tanto
atormentan a las parejas normales. En cuanto al aprecio que sus ombligos
obtengan de terceras personas eso más que amor, dicen los narcisistas, es el justo
reconocimiento a la natural belleza de sus ombligos.
En fin, ya saben ustedes que las interpretaciones
acerca de lo inefable son innumerables; de ahí que cada uno elija a su
particular poeta, como otros eligen a su particular profeta.
Sin embargo para las brujas, solitarias aisladas,
el amor cobra tintes distintos. Por muy ciegas que sean, las brujas siempre ven
el lado oscuro de las personas y no el luminoso; ello las convierte en seres
huidizos y desconfiados. No las culpen. Las brujas son, justamente por su
condición de brujas, personas que molestan con su presencia a los que las
rodean desde el mismo instante de su nacimiento y los demás no pierden el
tiempo en ocultarlo. Si al escuchar los reproches que los demás les hacen las
brujas caen en la tristeza, las personas que se han sentido molestadas se
sienten todavía más irritadas. ¿Dónde se ha visto que una bruja, aunque sea una
bruja niña, pueda sentirse triste? “¡Pobrecita!”, se rien los molestados con risa
burlona. Y no mienten. Ellos están convencidos de que las brujas son fuertes y
únicamente sirven para poder desahogar las penas y los rencores en ellas. Una bruja
triste no existe, piensan. Las brujas se quejan de vicio o por capricho, cuando
se quejan; las brujas no están nunca enfermas así que cuando enferman no hay
que preocuparse demasiado por ellas, ya sanarán; sanarán porque mala yerba
nunca muere; las brujas no tienen buenos sentimientos y si los tienen es porque
se hacen las “buenecitas” y cuando se enfadan es cuando se descubre su
verdadera naturaleza: soberbias, rencorosas, y qué se yo que más... y por si
fuera poco ni son bellas, ni tienen buen tipo; ni siquiera tienen caras de bebé
cuando nacen ni rostro de niñas cuando son niñas; sus llantos son fuertes y
desconsolados y provocan más a la risa que a la ternura; sus risas son fuertes
y desafinadas y causan más irritación al oído que alegría al corazón.Quizás
haya algo de cierto en todo eso. En cualquier caso, las brujas van construyendo
su caparazón conforme cumplen años y como ustedes pueden imaginarse resulta
complicado amar a una esfera cerrada. Lo más que se puede hacer con ellas es
jugar al fútbol o al baloncesto y eso, claro, a las brujas-balones les duele.
Cuando se lo cuento a Carlota, Carlota ríe y su
risa se eleva por el espacio infinito dejando una estela de luz a su paso.
Carlota ríe y yo con ella, aunque mi risa suene a llanto y por eso Carlota
nunca sepa con seguridad si cuando río, rio, o lloro, y si cuando lloro, lloro o
estoy riendo. Pero a Carlota no le molesta ignorarlo. Ella corre hacia mí con
su sonrisa de hada presta a acariciarme con su mirada.
- “Lo más aconsejable para las brujas es procurarse el mismo antídoto con el que yo me vacuné.” le digo.
–“¿Antídoto, vacuna?”, pregunta Carlota con asombro, “¿Y cuál es?”
– “¡El amor ideal, claro!”, le contesto, “¡el amor platónico! ”
–“¿Hacia quién?”, pregunta Carlota cada vez más perdida.
– “Eso es lo bueno del asunto: hacia quién tu quieras,” respondo.
–“¿No resulta frustrante?”insiste dubitativa.
–“Tan frustrante o tan excitante como pueda serlo una novela. Depende de tí. En cualquier caso, créeme a la larga resulta mucho más sano y reconfortante que una historia de amor fracasada. Mi amor ideal data de los quince años”, le digo. “Lamento decepcionarte: no era un amor erótico. Las brujas tardamos enormemente en madurar. A los quince años todavía estamos jugando, como quien dice, a las muñecas. Fue sobre todo un amor cerebral. Fíjate que digo “cerebral” y no “intelectual”. Las conversaciones de los adolescentes por muy intelectuales que pretendan ser, carecen –salvo contadas excepciones- de la adecuada profundidad. No sólo porque les faltan los conocimientos necesarios y la experiencia imprescindible para lograrlo, sino también porque les sobra emocionalidad; especialmente por esto, por el exceso de emocionalidad, es por lo que los adolescentes no pueden ser intelectuales auténticos, sólo intuitivos. Justamente por eso mi amor fue “cerebral” y no “intelectual.” Más que dos corazones que latían al unísono, que ya te digo que en el caso de las brujas resulta imposible, se trataba de dos neuronas funcionando al mismo compás. Era una sensación magnífica. No hacía falta hablar; las palabras sobraban. Fue durante esa época cuando aprendí qué significa la telepatía y cómo puede alcanzarse. Fíjate Carlota, o bien consiste en neuronas trabajando al mismo ritmo y en el mismo plano, o bien resulta de emociones que se comunican. En el primer caso la telepatía puede ser verdadera o falsa; en el segundo, manipulada o auténtica. Debo reconocer que fue un descubrimiento realmente interesante. Hubo un segundo hallazgo al que llegué mucho más tarde: el de que es más fácil encontrar emociones comunicables entre sí que neuronas que se encuentren en un mismo plano y actúen al mismo ritmo; de hecho, yo sólo lo he experimentado una única vez en mi vida: en aquél entonces. Y justamente fue ahí donde tuve que decidir entre aceptar mi naturaleza o empeñarme en correr tras una zanahoria que terminaría pudriéndose ella y agotándome a mí. Cuando aquél jovencito de quince años escuchó mi “no”, prometío solemne que me esperaría siempre; declaración proferida en el ocaso de la tarde, bajo las primeras estrellas de la noche como testigos y que yo, por cierto, acepté como la expresión de una promesa hecha en toda regla y al pie de la letra. Mi pobre galán no podía ni imaginar que yo era consciente de que aunque “siempre” en los adolescentes significa un mes, en las brujas ocupaba una eternidad y que por tanto no hacía falta darle más vueltas al tema: en la eternidad nos encontrariamos. Siempre era siempre. Años más tarde, y pretendiendo haber superado sus sentimientos hacia mí, aquél adolescente convertido en joven adulto, me saludó con una cierta frialdad y no perdió tiempo en declarar que yo “era una de esas personas curiosas de las que gusta saber de vez en cuando”. Sus descaradas palabras pretendían manifestarme con toda claridad la absoluta indiferencia que sentía por mí.
- “Lo más aconsejable para las brujas es procurarse el mismo antídoto con el que yo me vacuné.” le digo.
–“¿Antídoto, vacuna?”, pregunta Carlota con asombro, “¿Y cuál es?”
– “¡El amor ideal, claro!”, le contesto, “¡el amor platónico! ”
–“¿Hacia quién?”, pregunta Carlota cada vez más perdida.
– “Eso es lo bueno del asunto: hacia quién tu quieras,” respondo.
–“¿No resulta frustrante?”insiste dubitativa.
–“Tan frustrante o tan excitante como pueda serlo una novela. Depende de tí. En cualquier caso, créeme a la larga resulta mucho más sano y reconfortante que una historia de amor fracasada. Mi amor ideal data de los quince años”, le digo. “Lamento decepcionarte: no era un amor erótico. Las brujas tardamos enormemente en madurar. A los quince años todavía estamos jugando, como quien dice, a las muñecas. Fue sobre todo un amor cerebral. Fíjate que digo “cerebral” y no “intelectual”. Las conversaciones de los adolescentes por muy intelectuales que pretendan ser, carecen –salvo contadas excepciones- de la adecuada profundidad. No sólo porque les faltan los conocimientos necesarios y la experiencia imprescindible para lograrlo, sino también porque les sobra emocionalidad; especialmente por esto, por el exceso de emocionalidad, es por lo que los adolescentes no pueden ser intelectuales auténticos, sólo intuitivos. Justamente por eso mi amor fue “cerebral” y no “intelectual.” Más que dos corazones que latían al unísono, que ya te digo que en el caso de las brujas resulta imposible, se trataba de dos neuronas funcionando al mismo compás. Era una sensación magnífica. No hacía falta hablar; las palabras sobraban. Fue durante esa época cuando aprendí qué significa la telepatía y cómo puede alcanzarse. Fíjate Carlota, o bien consiste en neuronas trabajando al mismo ritmo y en el mismo plano, o bien resulta de emociones que se comunican. En el primer caso la telepatía puede ser verdadera o falsa; en el segundo, manipulada o auténtica. Debo reconocer que fue un descubrimiento realmente interesante. Hubo un segundo hallazgo al que llegué mucho más tarde: el de que es más fácil encontrar emociones comunicables entre sí que neuronas que se encuentren en un mismo plano y actúen al mismo ritmo; de hecho, yo sólo lo he experimentado una única vez en mi vida: en aquél entonces. Y justamente fue ahí donde tuve que decidir entre aceptar mi naturaleza o empeñarme en correr tras una zanahoria que terminaría pudriéndose ella y agotándome a mí. Cuando aquél jovencito de quince años escuchó mi “no”, prometío solemne que me esperaría siempre; declaración proferida en el ocaso de la tarde, bajo las primeras estrellas de la noche como testigos y que yo, por cierto, acepté como la expresión de una promesa hecha en toda regla y al pie de la letra. Mi pobre galán no podía ni imaginar que yo era consciente de que aunque “siempre” en los adolescentes significa un mes, en las brujas ocupaba una eternidad y que por tanto no hacía falta darle más vueltas al tema: en la eternidad nos encontrariamos. Siempre era siempre. Años más tarde, y pretendiendo haber superado sus sentimientos hacia mí, aquél adolescente convertido en joven adulto, me saludó con una cierta frialdad y no perdió tiempo en declarar que yo “era una de esas personas curiosas de las que gusta saber de vez en cuando”. Sus descaradas palabras pretendían manifestarme con toda claridad la absoluta indiferencia que sentía por mí.
Lamentablemente para él sus palabras revelaron con
lúcida nitidez lo que un comportamiento más prudente y caballeroso me hubieran
sin duda logrado ocultar. En el preciso instante en que profería su contudente
sentencia con una desfachatez tal que rayaba el insulto comprendí, en efecto, lo
que ambos llegado ese punto ya conociamos: mi naturaleza de bruja, primero y
que no había forma de solucionar el asunto, después. Sin embargo, y por
sorprendente que pueda parecer, vislumbré al mismo tiempo algo inaudito, algo
que ni en toda mi existencia de mortal bruja yo hubiera podido adivinar, ni tan
siquiera sospechar: que su amor, aún sin él quererlo, contra su voluntad
incluso, se había convertido en eterno. Una persona curiosa de la que gusta
saber de vez en cuando es una persona por la cual uno jamás dejará de
interesarse, por más que la vida las lleve por caminos tan separados como
distintos. Y yo supe, lo supe con la misma claridad y distinción de las ideas
cartesianas, que nunca estaría sola: resulta más fácil separar dos corazones
que laten al unísono que dos neuronas que marchan al mismo ritmo.
Y Carlota ríe y su risa deja estelas de sueños en
el aire cuando la conversación se acaba.
“Tres amigos y ninguno de ellos me ha preguntado
ni tan siquiera qué es lo que me sucede” – pienso melancólica.
Afuera unos nudillos golpean la puerta pidiendo
que le abran.
Me acerco sorprendida. Hoy no espero a nadie. Los nudillos vuelven a sonar con fuerza.
Es el cartero con una misiva en mano. “Debería arreglar
el timbre. No funciona” – dice con voz neutra antes de volver a desaparecer.
Abro la carta.
René Guenon me invita a encontrarnos.
Y yo suspiro porque alguien me quiere a presentar a D´ors y a su "Biografía del silencio" y yo, la verdad, todavía no sé qué hacer.
Ya saben ustedes: hay temas, sencillamente los
hay, que me provocan un terrible dolor de cabeza.
Hmm.
Tantas emociones agotan.
De momento voy
a sublimarlas con William Gaddis. Leer un par de exabruptos contra
nuestra civilización actual nunca viene mal cuando uno está triste. Quizás esto sea incluso preferible que dedicarse a ir de tiendas, que es lo que Paula hace, o que digerir las ingentes cantidades de chocolate que Carlota en situaciones así consume. (Un beso para cada una de ellas.)
La bruja ciega.
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