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Saturday, October 8, 2016

Conversaciones para la tristeza

El tranquilo Jorge lee mi artículo anterior, el referente al dolor  - a mi dolor -  y claro, ni se molesta en llamar. En su opinión, yo soy uno de esos muñecos balancines que ora se inclinan a un lado, ora al otro, pero quedar tumbados, lo que se dice quedar tumbados, nunca quedan. Por otra parte los volcanes emocionales no son algo que atraigan al tranquilo Jorge. Así que hace lo que siempre hace en estos casos: esperar a que la tormenta amaine y yo me decida a regresar a mi equilibrio inicial. No cree que tarde más de un par de días en lograrlo. - “¿Y qué pasa si no lo consigo?”, le pregunté envuelta en lágrimas una de las veces en que creí morir. – “Lo conseguirás”, fue su tranquila respuesta. “Las personas como tú jamás se ahogan en sus lágrimas; sabéis nadar en ellas.”  
–“No son lágrimas, ¡es sangre!”- grité desesperada.  –“Más a mi favor”, contestó el tranquilo Jorge sin tan siquiera inmutarse,”Entonces no hará falta ni que aprendas a nadar. Bastará con que flotes.”
Lo curioso del caso es que  el tranquilo Jorge que tan tranquilo se muestra con mis lágrimas, es de los que corre apresuradamente y nervioso en cuanto Paula, su esposa, tiene un día de esos que suelen denominarse “bajos de ánimo” y no se separa de ella hasta estar convencido de que su humor es el comedido y sereno de siempre. En lo que a mí respecta, el tranquilo Jorge no muestra, como ya digo, ni el más mínimo rastro de compasión ni de empatía. Esa queda reservada única y exclusivamente para Paula, a la cual –claro- nunca se le ocurriría explotar la privilegiada situación de la que goza.
Las hay con suerte.

Carlos, en cambio, me llama en cuanto ha terminado de leer mi artículo y por un instante creo que voy a escuchar unas cuantas palabras de comprensión y  hasta pienso en la posibilidad, quién sabe, de que me ceda su hombro para que pueda desahogarme y llorar tranquilamente en él. Pero como digo, la esperanza de ser consolada desaparece en cuanto escucho el tono de su voz:  - “Por favor, discursos largos no”, me reprocha secamente. “Y menos cuando son lacrimógenos. Cada cual que aguante su vela en vez de ir mostrándola de esa forma tan trivial, casi vulgar. Estás viva y en perfecta posesión de todas tus facultades físicas y mentales ¿qué más quieres? Déjate de semejantes disquisiciones de heroína romántico-trágica  y en vez de concentrarte en tí y en tu doliente ombligo, céntrate en el comentario de la actualidad. Tu ombligo, créeme, no interesa a nadie. Tus comentarios tampoco, pero al menos su lectura rompe de vez en cuando la monotonía homogénea que caracteriza al resto de las publicaciones, que suelen decir “a” y “no a”, pero nunca “c”, que es lo que tú en general sí haces. Te recomiendo como médico dar un largo paseo al amanecer y otro al atardecer. Te refrescará la mente y posiblemente el alma. La distinción que estableces entre los efectos que producen la exteriorización de la alegría y la del dolor es interesante, no lo pongo en duda, - de hecho es lo único que me impide pedirte que borres el dichoso artículo -, pero para eso no hace falta lanzar un pregón desde el balcón de la plaza del pueblo, ¿no crees? Sobre todo porque ¿en qué quedamos? ¿quieres seguir con tu dolor o deshacerte de él? Ponte de acuerdo contigo misma antes de escribir y evitarás a tus lectores unos cuantos sobresaltos cardiacos. Gracias a que no son muchos. Lo dicho: unos cuantos paseos al día, más consideración hacia la sensibilidad ajena y menos por la propia. Un poco de contención en la expresión de las propias emociones nunca viene mal, sobre todo para los otros.
Y Carlos, ese mismo Carlos que se precipita a preguntar por Carlota en cuanto alguien le sugiere que la ha notado un tanto melancólica, cuelga casi enfadado.

“Tú lo que necesitas es amor”, deja caer Carlota sobre mis oídos igual que quien deja caer un cubo de agua fria: de sopetón y sin previo aviso.  – “No empecemos”, le contesto riendo. Y ella también se rie porque ambas sabemos que lo último que una bruja necesita es justamente eso: amor. Las brujas no han nacido precisamente para ser amadas así que por su propio bien y por su seguridad han de ser precavidas en los temas sentimentales. Lamentablemente el deseo de ser iguales al común de los mortales unido a la curiosidad de conocer qué se experimenta cuando se está enamorado las llevan a olvidar las consabidas precauciones.

Es difícil definir qué es el amor. A decir verdad resulta tan complicado definirlo como expresarlo. 
Es lo que tienen los sentimientos: son inefables y por inefables, divinos. Al menos cuando son auténticos. Es precisamente por este motivo por lo que los hombres precisan de poetas tanto como de santos: ellos son, de algún modo, los intermediarios entre lo eterno y lo mortal, entre lo infinito y lo finito, entre lo espiritual y lo material. Uno de los últimos escritores que he leído, Joël Dicker,  dice en su libro “La verdad sobre el caso Harry Quebert” que “Cada segundo que pasaba con ella era un segundo de vida vivido plenamente. Eso es lo que significa el amor, creo.” Eso es lo que dice Joël Dicker.

Bien. Seguramente para muchas personas en eso consiste el amor: en sentir plenamente su existencia cuando están al lado de la persona a la que ama y en sentirlo gracias a la existencia de esa persona. Pero como hoy en día se observa, la mayoría de las personas sólo son capaces de sentir plenamente su existencia cuando se concentran en su ombligo y únicamente llegan al éxtasis cuando consiguen que los otros se dediquen a admirar e incluso, por qué no, a idolatrar tan bello ombligo. Los narcisistas justifican su amor a sí mismos afirmando que una persona que necesita de otra para que cada segundo de su vida sea vivido plenamente no puede ser calificada más que de egoista; ellos en cambio no requieren más que de sí mismos y con eso dejan al resto del mundo en paz, sin escenas de celos y de reproches que tanto atormentan a las parejas normales. En cuanto al aprecio que sus ombligos obtengan de terceras personas eso más que amor, dicen los narcisistas, es el justo reconocimiento a la natural belleza de sus ombligos.  

En fin, ya saben ustedes que las interpretaciones acerca de lo inefable son innumerables; de ahí que cada uno elija a su particular poeta, como otros eligen a su particular profeta.

Sin embargo para las brujas, solitarias aisladas, el amor cobra tintes distintos. Por muy ciegas que sean, las brujas siempre ven el lado oscuro de las personas y no el luminoso; ello las convierte en seres huidizos y desconfiados. No las culpen. Las brujas son, justamente por su condición de brujas, personas que molestan con su presencia a los que las rodean desde el mismo instante de su nacimiento y los demás no pierden el tiempo en ocultarlo. Si al escuchar los reproches que los demás les hacen las brujas caen en la tristeza, las personas que se han sentido molestadas se sienten todavía más irritadas. ¿Dónde se ha visto que una bruja, aunque sea una bruja niña, pueda sentirse triste? “¡Pobrecita!”, se rien los molestados con risa burlona. Y no mienten. Ellos están convencidos de que las brujas son fuertes y únicamente sirven para poder desahogar las penas y los rencores en ellas. Una bruja triste no existe, piensan. Las brujas se quejan de vicio o por capricho, cuando se quejan; las brujas no están nunca enfermas así que cuando enferman no hay que preocuparse demasiado por ellas, ya sanarán; sanarán porque mala yerba nunca muere; las brujas no tienen buenos sentimientos y si los tienen es porque se hacen las “buenecitas” y cuando se enfadan es cuando se descubre su verdadera naturaleza: soberbias, rencorosas, y qué se yo que más... y por si fuera poco ni son bellas, ni tienen buen tipo; ni siquiera tienen caras de bebé cuando nacen ni rostro de niñas cuando son niñas; sus llantos son fuertes y desconsolados y provocan más a la risa que a la ternura; sus risas son fuertes y desafinadas y causan más irritación al oído que alegría al corazón.Quizás haya algo de cierto en todo eso. En cualquier caso, las brujas van construyendo su caparazón conforme cumplen años y como ustedes pueden imaginarse resulta complicado amar a una esfera cerrada. Lo más que se puede hacer con ellas es jugar al fútbol o al baloncesto y eso, claro, a las brujas-balones les duele.

Cuando se lo cuento a Carlota, Carlota ríe y su risa se eleva por el espacio infinito dejando una estela de luz a su paso. Carlota ríe y yo con ella, aunque mi risa suene a llanto y por eso Carlota nunca sepa con seguridad si cuando río, rio, o lloro, y si cuando lloro, lloro o estoy riendo. Pero a Carlota no le molesta ignorarlo. Ella corre hacia mí con su sonrisa de hada presta a acariciarme con su mirada. 
- “Lo más aconsejable para las brujas es procurarse el mismo antídoto con el que yo me vacuné.” le digo. 
–“¿Antídoto, vacuna?”, pregunta Carlota con asombro, “¿Y cuál es?”
 – “¡El amor ideal, claro!”, le contesto, “¡el amor platónico! ” 
–“¿Hacia quién?”, pregunta Carlota cada vez más perdida. 
– “Eso es lo bueno del asunto: hacia quién tu quieras,” respondo. 
–“¿No resulta frustrante?”insiste dubitativa.
–“Tan frustrante o tan excitante como pueda serlo una novela. Depende de tí. En cualquier caso, créeme a la larga resulta mucho más sano y reconfortante que una historia de amor fracasada. Mi amor ideal data de los quince años”, le digo. “Lamento decepcionarte: no era un amor erótico. Las brujas tardamos enormemente en madurar. A los quince años todavía estamos jugando, como quien dice, a las muñecas. Fue sobre todo un amor cerebral. Fíjate que digo “cerebral” y no “intelectual”. Las conversaciones de los adolescentes por muy intelectuales que pretendan ser, carecen –salvo contadas excepciones- de la adecuada profundidad. No sólo porque les faltan los conocimientos necesarios y la experiencia imprescindible para lograrlo, sino también porque les sobra emocionalidad; especialmente por esto, por el exceso de emocionalidad, es por lo que los adolescentes no pueden ser intelectuales auténticos, sólo intuitivos. Justamente por eso mi amor fue “cerebral” y no “intelectual.” Más que dos corazones que latían al unísono, que ya te digo que en el caso de las brujas resulta imposible, se trataba de dos neuronas funcionando al mismo compás. Era una sensación magnífica. No hacía falta hablar; las palabras sobraban. Fue durante esa época cuando aprendí qué significa la telepatía y cómo puede alcanzarse. Fíjate Carlota, o bien consiste en neuronas trabajando al mismo ritmo y en el mismo plano, o bien resulta de emociones que se comunican. En el primer caso la telepatía puede ser verdadera o falsa; en el segundo, manipulada o auténtica. Debo reconocer que fue un descubrimiento realmente interesante. Hubo un segundo hallazgo al que llegué mucho más tarde: el de que es más fácil encontrar emociones comunicables entre sí que neuronas que se encuentren en un mismo plano y actúen al mismo ritmo; de hecho, yo sólo lo he experimentado una única vez en mi vida: en aquél entonces. Y justamente fue ahí donde tuve que decidir entre aceptar mi naturaleza o empeñarme en correr tras una zanahoria que terminaría pudriéndose ella y agotándome a mí. Cuando aquél jovencito de quince años escuchó mi “no”, prometío solemne que me esperaría siempre; declaración proferida en el ocaso de la tarde, bajo las primeras estrellas de la noche como testigos y que yo, por cierto, acepté como la expresión de una promesa hecha en toda regla y al pie de la letra. Mi pobre galán no podía ni imaginar que yo era consciente de que aunque “siempre” en los adolescentes significa un mes, en las brujas ocupaba una eternidad y que por tanto no hacía falta darle más vueltas al tema: en la eternidad nos encontrariamos. Siempre era siempre. Años más tarde, y pretendiendo haber superado sus sentimientos hacia mí, aquél adolescente convertido en joven adulto, me saludó con una cierta frialdad y no perdió tiempo en declarar que yo “era una de esas personas curiosas de las que gusta saber de vez en cuando”. Sus descaradas palabras pretendían manifestarme con toda claridad la absoluta indiferencia que sentía por mí.

Lamentablemente para él sus palabras revelaron con lúcida nitidez lo que un comportamiento más prudente y caballeroso me hubieran sin duda logrado ocultar. En el preciso instante en que profería su contudente sentencia con una desfachatez tal que rayaba el insulto comprendí, en efecto, lo que ambos llegado ese punto ya conociamos: mi naturaleza de bruja, primero y que no había forma de solucionar el asunto, después. Sin embargo, y por sorprendente que pueda parecer, vislumbré al mismo tiempo algo inaudito, algo que ni en toda mi existencia de mortal bruja yo hubiera podido adivinar, ni tan siquiera sospechar: que su amor, aún sin él quererlo, contra su voluntad incluso, se había convertido en eterno. Una persona curiosa de la que gusta saber de vez en cuando es una persona por la cual uno jamás dejará de interesarse, por más que la vida las lleve por caminos tan separados como distintos. Y yo supe, lo supe con la misma claridad y distinción de las ideas cartesianas, que nunca estaría sola: resulta más fácil separar dos corazones que laten al unísono que dos neuronas que marchan al mismo ritmo.

Y Carlota ríe y su risa deja estelas de sueños en el aire cuando la conversación se acaba.

“Tres amigos y ninguno de ellos me ha preguntado ni tan siquiera qué es lo que me sucede” – pienso melancólica.

Afuera unos nudillos golpean la puerta pidiendo que le abran.

Me acerco sorprendida. Hoy no espero a nadie.  Los nudillos vuelven a sonar con fuerza.

Es el cartero con una misiva en mano. “Debería arreglar el timbre. No funciona” – dice con voz neutra antes de volver a desaparecer.

Abro la carta.

René Guenon me invita a  encontrarnos.

Y yo suspiro porque alguien me quiere a presentar a D´ors y a su "Biografía del silencio" y yo, la verdad,  todavía no sé qué hacer.

Ya saben ustedes: hay temas, sencillamente los hay, que me provocan un terrible dolor de cabeza.

Hmm.

Tantas emociones agotan.

De momento voy  a sublimarlas con William Gaddis. Leer un par de exabruptos contra nuestra civilización actual nunca viene mal cuando uno está triste. Quizás esto sea incluso preferible que dedicarse a ir de tiendas, que es lo que Paula hace, o que digerir las ingentes cantidades de chocolate que Carlota en situaciones así consume. (Un beso para cada una de ellas.)

La bruja ciega.


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