Ustedes seguramente lo entenderán. Yo desde luego,
no. Y de ahí mi asombro, ese perpetuo asombro por casi todo lo que me rodea.
El de hoy, el que me ha causado descubrir el
aumento de la sociopatía; crecimiento proporcional, todo hay que decirlo, al
éxito y reconocimiento que los sociópatas obtienen.
No es que
antiguamente no existiera dicho fenómeno, pero además de que las formas y las “malas
artes” del sociópata no eran apreciadas en una sociedad en la que había que
trabajar con el sudor de la frente para conseguir medio alimentarse, su área de
influencia no llegaba a extenderse tanto como puede conseguirlo hoy en día. Así
que la sociopatía no era un fenómeno tan extendido como lo es en la actualidad.
Nuestra actualidad ha concedido el bastón de mando
a los sociópatas en el mismo instante en que los ha revestido de éxito social y de admiración;
lo que importa no son sus conocimientos –de los que suelen carecer – ni de la
cultura, ni de la profundidad de su alma. Lo que se premia es su capacidad para
encontrar una justificación, un truco lingüístico, con la que derrotar al
contrincante. Lo que se valora del sociópata es su facultad para confundir al
oponente, para variar las fechas de los sucesos, para negar lo acontecido; en
definitiva: lo que se valora es su innegable talento para imponerse sobre el
adversario sin importarle ni los medios ni las formas para conseguirlo, de modo
que al final, liada la verdad con la mentira, y el ser con el parecer, nadie sabe
dónde se encuentra el principio del hilo, y como al final son los vencedores
los que escriben la historia, el sociópata la escribe a su medida y los demás,
envueltos ellos mismos en sus propios asuntos y líos, la escuchan, la suscriben
y pasan a otra cosa.
Sin embargo y pese a todo lo dicho anteriormente,
el grave problema que introducen los sociópatas en una sociedad no son los
métodos. Cualquier guerra emplea métodos sucios. El grave problema de los
sociópatas – y por eso, supongo, se les
llama sociópatas – es que dichos propósitos rara vez tienen más objeto que el
de la destrucción por la mera y simple destrucción y por eso aunque alcancen
sus objetivos no logran deshacerse de la sensación de frustración y desdicha
que les acompaña en su eterno deambular envueltos en las más oscuras sombra de
la razón dentro de los bosques más fantasmagóricos de las emociones. Por más
que obtengan grandes victorias en el trabajo o incluso en el círculo social
dentro del que se mueven y que tanto les importa, la satisfacción será pasajera
y no tardará en desvanecerse.
Es lo que tiene el alma del sociópata: está
abocada a la tristeza, a la melancolía y a la soledad y por eso su destrucción
es simplemente destrucción, sin más objetivo que la destrucción misma. El éxito
que alcanza no pretende nada más allá que el éxito mismo y por tanto no le
aporta nada excepto una mera y breve satisfacción.
En esto, quizás, radica el arma de doble filo de
los sociópatas. La misma espada que
consigue doblegar a los que le rodean a base de hipnotizarlos, de
sugestionarlos, de condicionar su comportamiento, de influir en sus ideas y
criterios es la misma espada que una vez conseguida la victoria se vuelve, cual
rabioso boomerang, contra ellos penetrándose en lo más profundo de su corazón.
Y sólo una nueva acción violenta hacia el exterior puede detener esa espada.
Esa espada es la espada de la empatía. La espada
de la empatía conquista a los otros. Los otros “sienten” con un sentimiento
primitivo, pre-racional, el sufrimiento interno del sociópata; y yo me
atrevería incluso a decir que las personas emocionalmente más cercanas a él,
incluso lo sufren literalmente. Estoy hablando de personas normales, de esas
que en situaciones normales protestan porque Pepito ha olvidado tirar la bolsa
de basura y la ha dejado en el rellano y Juanita se ha vuelto a dejar la puerta
del edificio abierta. Y sin embargo, esas personas normales, se sienten
sumamente “mal con ellas mismas” cuando recriminan al sociópata. Las personas
normales intuyen la infelicidad sin remedio del sociópata. Este “intuir” ajeno
es lo que el sociópata refuerza. El sociópata alienta la empatía hacia su
infelicidad, el sociópata perfecciona su poder respecto al otro aumentando el
nivel de empatía de ese otro hacia su dolor.
No. No es el sociópata el que tira la puerta.
Es la víctima, la misma víctima, la que
sintiéndose fria y dura de corazón ante el terrible dolor, desesperación, que
sabe que padece el sociópata, le abre la puerta; y abriéndole la puerta firma
su sentencia de muerte.
Este es el modo de conquista del sociópata.
¿Puede pues afirmarse que es la víctima la
culpable de su propia desgracia?
Sí. Por abrirle la puerta, invitarlo a pasar y
ofrecerle la cena más exquisita, el asiento más cercano al fuego y la cama más
confortable.
No obstante y para ser justo, hay que admitir que en
un detalle, al menos, tenía razón la víctima: en el que se refiere al
sufrimiento del sociópata. Dicho sufrimiento no es fingido. Justamente porque
no es fingido puede el sociópata convencer y “mentir” tan bien y por eso cualquier
persona normal abriría la puerta al sociópata, le ofrecería el asiento más
cercano al fuego, le serviría la mejor comida que pudiera encontrar y le
indicaría el lecho más cómodo. Cualquier persona normal, por muy inteligente y
perspicaz que fuera, caería sin remedio en sus redes convirtiéndose en víctima.
Víctima por persona normal, no por ingenua.
Aunque a los sociópatas se les denomina mentirosos
psicopáticos no son mentirosos psicopáticos. Los sociópatas no mienten. Ellos
viven realmente en el mundo en que afirman vivir, dentro de esa realidad que
es, en efecto, virtual: virtual para nosotros, realidad y bien realidad para
ellos.
Antes morirían que admitirían que han mentido;
porque lo cierto es que no han mentido en absoluto.
En un mundo postmoderno como el nuestro, en el que
cada uno construye su realidad, en el que incluso se anima a que cada uno se
convierta en creador de su mundo, de su vida y de su destino, -cuando todos sabemos
que eso es imposible, que incluso ser el dueño de su vida es prácticamente
imposible y en una sociedad como la nuestra aún más todavía, porque el mundo,
la vida y el destino en el que nos movemos es hegeliano y bien hegeliano ya sea
a la izquierda o a la derecha- resulta que son los sociópatas, mentirosos
patológicos, los que se han eregido en los reyes por mérito propio de dicho
universo de feudos.
Pero el grave problema para el sociópata no es,
como digo, la conquista –harto fácil de conseguir con la espada de la empatía-
sino la vida después de la victoria. De repente, la espada se vuelve contra él.
Ha luchado, ha triunfado y ha saboreado el néctar de los dioses pero la noche
en brazos de Dionisio se acaba y el dios Apolo llama a su puerta apenas raya el
día. Y en cuanto los primeros brillos de la racionalidad acarician sus
cabellos, el sociópata nota un terrible dolor de cabeza seguida de una
sensación de vacío; más tarde un dolor punzante en el cuerpo le impide
levantarse; el sociópata, dice con voz temblorosa y enferma que no sabe qué le
pasa; que no lo sabe. Y es verdad que no tiene ni idea de lo que le está sucediendo.
Ha desaparecido de su rostro la sonrisa que hasta ayer noche deleitaba a los
presentes y éstos se sienten nuevamente inquietos y buscan complacerle a fin de
disfrutar nuevamente de su sonrisa. La sonrisa del sociópata es especialmente
seductora porque sólo seduce lo raro y es raro encontrar la sonrisa dibujada en
el rostro del sociópata –lo más que
percibimos son muecas y grandes gestos tras los que intenta enmascarar su
enfermiza falta de alegría y de felicidad- es infrecuente.
Los otros se esmeran en mantener la sonrisa porque
lo que los otros sienten en su presencia es más bien la inconsolable
melancolía, el profundo desasosiego que le invade y no atinan a comprender las
causas que tan insólito, por abismal, dolor le pueden causar. Poco importa que
ellos mismos tengan problemas y estén tristes. Los problemas de los otros y sus
tristezas son humanas y mortales y pueden hacerles frentes; en cambio, piensan
los otros al encontrarse frente a frente, el pesar que invade al sociópata es
una pesada piedra que lo hunde y lo lleva a la más profunda de las fosas
marinas; el dolor del sociópata –piensan los otros- es sublime.
Y por eso que los otros lo sienten sublime, que
incluso pueden “ver” ese dolor más propio de dioses que de hombres, puede el
sociópata vencer tan fácilmente a esos otros, que entre ellos no se ponen nunca
de acuerdo porque cada uno defiende a uñas y dientes sus propios intereses.
El
sociópata triunfa sin grandes esfuerzos. La puerta se le abre como por arte de
magia y la víctima no sabe ni cómo pudo engañarle.
Pero el sociópata no ha mentido a la víctima.
Su dolor es real y bien real. Su desesperación no
tiene nada de virtual. Virtual es el mundo en el que vive, el mundo en el que
se desarrolla su existencia; pero su frustración, su resentimiento, las
consideraciones que tiene sobre él y su sociedad, eso son reales. Y por reales
auténticas. Y por auténticas conquistan la fortaleza ajena y una vez conquistada
dicha fortaleza, cambian la dirección y se lanzan, se revuelven, contra él. El
sociópata nunca está satisfecho con ninguno de sus triunfos porque sus triunfos
son efímeros y pasajeros, mientras su dolor y su frustración son una constante.
¿Quiénes son los que desenmascaran al sociópata?
¿Los otros sociópatas?
¿Los psicólogos?
¿Los hombres normales y sensatos?
No.
Las víctimas mismas.
Las víctimas conocen a sus verdugos más de lo que
los verdugos se conocen a sí mismos. El animal herido por el escorpión sabe de
su veneno más que el escorpión mismo, porque el escorpión lo inyecta y lo sabe
inyectar pero lo hace automáticamente, sin pensar en ello: inyectar veneno es
algo que pertenece a su naturaleza. Es la víctima la que ha de comprender la
existencia de ese veneno, del grado de peligrosidad, para dominarlo; es la
víctima la que ha aprendido qué cuidados hay que tomar para que el escorpión no
le pique; la que ha de analizar en qué consiste ese veneno para intentar
elaborar un antídoto; la que ha de establecer cuántas mordeduras soporta un
cuerpo antes de que la cantidad sea mortal de necesidad (y la cantidad de
veneno que aguanta una víctima varía según la persona. Algunos individuos son
inmunes; otros soportan dos picaduras y algunos cuatro. Algunas víctimas
consiguen huir y otras no tienen salida.
Y es la víctima –y no el escorpión- el que previene
a los otros, aunque sea con su cadáver, de que tengan cuidado porque en esa
zona hay escorpiones.
Es tiempo de estar prevenidos cuidado porque en estos momentos y por lo que
me cuentan, tengo la impresión de que los escorpiones abundan y de que no hay
un sólo escorpión sino varios y como todos ellos están escondidos bajo las
piedras y actúan con nocturnidad y alevosía hay que andar precavidos y mirar
antes de sentarse.
El grave problema es que en estos instantes coexisten los auténticos
sociópatas, envueltos en dolor pese a sus conquistas, junto con los arribistas
y los individuos que están tratando de hacerse un hueco en este mundo
hegeliano.
Mientras los sociópatas sigan triunfando, los arribistas les emularán en
sus tácticas y estrategias y a los individuos que en estos momentos están
tratando de hacerse un lugar en el que construir una existencia tranquila y
pacífica no les quedará más remedio que seguir los mismos métodos si quieren
conseguirlo.
De esta manera, el mundo de los sociópatas va a dejar de convertirse en una
realidad virtual para ser una realidad real y bien real. En un mundo así la
palabra queda vacía de significado, el dolor queda relativizado a la propia
percepción pero no al sentimiento empático que provoca en los demás. Cualquier
comportamiento piadoso, si sincero, será considerado como un síntoma de
debilidad o de idiotez.
Ese es el problema.
Si los sociópatas siguen obteniendo el éxito y consideración social de la
que en estos momentos disfrutan, el mundo está condenado a un desastre de
consecuencias terroríficas. Será un mundo regido por las emociones, un mundo en
el que la razón estará puesta al servicio de las emociones y en el que las
alianzas se harán en función de dichas emociones, pero puesto que son simples y
meras emociones hoy serán unas y mañana serán otras. Y nada de lo que esta
noche se afirme, se afirmará al rayar el día. En un mundo así, los perros
perseguirán a las víctimas, acusadas de malvadas, frías e insensibles
(malvadas, frías e insensibles porque no dominan el arte de la palabrería) y se
les acusarán de los delitos más inimaginables; la palabra se habrá convertido
en palabrería y la empatía no tendrá lugar.
¿De verdad siguen pensando los conspiracionistas que el mayor y más
terrible mal que aguarda a la humanidad es una dictadura global?
Empecemos a pensar que el mayor problema del individuo no es un gobernante.
El mayor problema del individuo son las emociones envueltas en palabrería.
Terrible cosa cuando escucho llamar retórica a la palabrería emocional.
No. La retórica, por más que ya no sea el digno arte que fue, no es
palabrería, mucho menos emocional.
Ni siquiera la demagogia es palabrería emocional.
Ni siquiera lo es la propaganda.
Tanto la retórica expulsada del Olimpo, como la demagogia como incluso la propaganda, pretenden seguir manteniendo un cierto nivel cultural y de conocimiento.
La palabrería emocional no necesita ni a la cultura ni al conocimiento.
Más aún: grita sin pudor que no las necesita para nada. Ni siquiera los intelectuales las necesitan, afirma contundente.
La palabrería emocional es el arma de los incultos para publicar éxito de ventas.
La palabrería emocional es el arma de los insensibles para convertirse en poetas.
La palabrería emocional es el arma de los necios para convertirse en jueces.
La palabrería emocional es la serpiente que se muerde la cola.
En un mundo de barbarie, la palabrería emocional en boca de los sociópatas es lo que queda.
La bruja ciega.
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