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Monday, October 17, 2016

La naturaleza del sociópata

Ustedes seguramente lo entenderán. Yo desde luego, no. Y de ahí mi asombro, ese perpetuo asombro por casi todo lo que me rodea.

El de hoy, el que me ha causado descubrir el aumento de la sociopatía; crecimiento proporcional, todo hay que decirlo, al éxito y reconocimiento que los sociópatas obtienen.

No es que antiguamente no existiera dicho fenómeno, pero además de que las formas y las “malas artes” del sociópata no eran apreciadas en una sociedad en la que había que trabajar con el sudor de la frente para conseguir medio alimentarse, su área de influencia no llegaba a extenderse tanto como puede conseguirlo hoy en día. Así que la sociopatía no era un fenómeno tan extendido como lo es en la actualidad.

Nuestra actualidad ha concedido el bastón de mando a los sociópatas en el mismo instante en que los  ha revestido de éxito social y de admiración; lo que importa no son sus conocimientos –de los que suelen carecer – ni de la cultura, ni de la profundidad de su alma. Lo que se premia es su capacidad para encontrar una justificación, un truco lingüístico, con la que derrotar al contrincante. Lo que se valora del sociópata es su facultad para confundir al oponente, para variar las fechas de los sucesos, para negar lo acontecido; en definitiva: lo que se valora es su innegable talento para imponerse sobre el adversario sin importarle ni los medios ni las formas para conseguirlo, de modo que al final, liada la verdad con la mentira, y el ser con el parecer, nadie sabe dónde se encuentra el principio del hilo, y como al final son los vencedores los que escriben la historia, el sociópata la escribe a su medida y los demás, envueltos ellos mismos en sus propios asuntos y líos, la escuchan, la suscriben y pasan a otra cosa.

Sin embargo y pese a todo lo dicho anteriormente, el grave problema que introducen los sociópatas en una sociedad no son los métodos. Cualquier guerra emplea métodos sucios. El grave problema de los sociópatas  – y por eso, supongo, se les llama sociópatas – es que dichos propósitos rara vez tienen más objeto que el de la destrucción por la mera y simple destrucción y por eso aunque alcancen sus objetivos no logran deshacerse de la sensación de frustración y desdicha que les acompaña en su eterno deambular envueltos en las más oscuras sombra de la razón dentro de los bosques más fantasmagóricos de las emociones. Por más que obtengan grandes victorias en el trabajo o incluso en el círculo social dentro del que se mueven y que tanto les importa, la satisfacción será pasajera y no tardará en desvanecerse.

Es lo que tiene el alma del sociópata: está abocada a la tristeza, a la melancolía y a la soledad y por eso su destrucción es simplemente destrucción, sin más objetivo que la destrucción misma. El éxito que alcanza no pretende nada más allá que el éxito mismo y por tanto no le aporta nada excepto una mera y breve satisfacción.

En esto, quizás, radica el arma de doble filo de los sociópatas.  La misma espada que consigue doblegar a los que le rodean a base de hipnotizarlos, de sugestionarlos, de condicionar su comportamiento, de influir en sus ideas y criterios es la misma espada que una vez conseguida la victoria se vuelve, cual rabioso boomerang, contra ellos penetrándose en lo más profundo de su corazón. Y sólo una nueva acción violenta hacia el exterior puede detener esa espada.

Esa espada es la espada de la empatía. La espada de la empatía conquista a los otros. Los otros “sienten” con un sentimiento primitivo, pre-racional, el sufrimiento interno del sociópata; y yo me atrevería incluso a decir que las personas emocionalmente más cercanas a él, incluso lo sufren literalmente. Estoy hablando de personas normales, de esas que en situaciones normales protestan porque Pepito ha olvidado tirar la bolsa de basura y la ha dejado en el rellano y Juanita se ha vuelto a dejar la puerta del edificio abierta. Y sin embargo, esas personas normales, se sienten sumamente “mal con ellas mismas” cuando recriminan al sociópata. Las personas normales intuyen la infelicidad sin remedio del sociópata. Este “intuir” ajeno es lo que el sociópata refuerza. El sociópata alienta la empatía hacia su infelicidad, el sociópata perfecciona su poder respecto al otro aumentando el nivel de empatía de ese otro hacia su dolor.

No. No es el sociópata el que tira la puerta.

Es la víctima, la misma víctima, la que sintiéndose fria y dura de corazón ante el terrible dolor, desesperación, que sabe que padece el sociópata, le abre la puerta; y abriéndole la puerta firma su sentencia de muerte.

Este es el modo de conquista del sociópata.

¿Puede pues afirmarse que es la víctima la culpable de su propia desgracia?

Sí. Por abrirle la puerta, invitarlo a pasar y ofrecerle la cena más exquisita, el asiento más cercano al fuego y la cama más confortable.

No obstante y para ser justo, hay que admitir que en un detalle, al menos, tenía razón la víctima: en el que se refiere al sufrimiento del sociópata. Dicho sufrimiento no es fingido. Justamente porque no es fingido puede el sociópata convencer y “mentir” tan bien y por eso cualquier persona normal abriría la puerta al sociópata, le ofrecería el asiento más cercano al fuego, le serviría la mejor comida que pudiera encontrar y le indicaría el lecho más cómodo. Cualquier persona normal, por muy inteligente y perspicaz que fuera, caería sin remedio en sus redes convirtiéndose en víctima.

Víctima por persona normal, no por ingenua.

Aunque a los sociópatas se les denomina mentirosos psicopáticos no son mentirosos psicopáticos. Los sociópatas no mienten. Ellos viven realmente en el mundo en que afirman vivir, dentro de esa realidad que es, en efecto, virtual: virtual para nosotros, realidad y bien realidad para ellos.
Antes morirían que admitirían que han mentido; porque lo cierto es que no han mentido en absoluto.
En un mundo postmoderno como el nuestro, en el que cada uno construye su realidad, en el que incluso se anima a que cada uno se convierta en creador de su mundo, de su vida y de su destino, -cuando todos sabemos que eso es imposible, que incluso ser el dueño de su vida es prácticamente imposible y en una sociedad como la nuestra aún más todavía, porque el mundo, la vida y el destino en el que nos movemos es hegeliano y bien hegeliano ya sea a la izquierda o a la derecha- resulta que son los sociópatas, mentirosos patológicos, los que se han eregido en los reyes por mérito propio de dicho universo de feudos.

Pero el grave problema para el sociópata no es, como digo, la conquista –harto fácil de conseguir con la espada de la empatía- sino la vida después de la victoria. De repente, la espada se vuelve contra él. Ha luchado, ha triunfado y ha saboreado el néctar de los dioses pero la noche en brazos de Dionisio se acaba y el dios Apolo llama a su puerta apenas raya el día. Y en cuanto los primeros brillos de la racionalidad acarician sus cabellos, el sociópata nota un terrible dolor de cabeza seguida de una sensación de vacío; más tarde un dolor punzante en el cuerpo le impide levantarse; el sociópata, dice con voz temblorosa y enferma que no sabe qué le pasa; que no lo sabe. Y es verdad que no tiene ni idea de lo que le está sucediendo. Ha desaparecido de su rostro la sonrisa que hasta ayer noche deleitaba a los presentes y éstos se sienten nuevamente inquietos y buscan complacerle a fin de disfrutar nuevamente de su sonrisa. La sonrisa del sociópata es especialmente seductora porque sólo seduce lo raro y es raro encontrar la sonrisa dibujada en el rostro del sociópata  –lo más que percibimos son muecas y grandes gestos tras los que intenta enmascarar su enfermiza falta de alegría y de felicidad- es infrecuente.

Los otros se esmeran en mantener la sonrisa porque lo que los otros sienten en su presencia es más bien la inconsolable melancolía, el profundo desasosiego que le invade y no atinan a comprender las causas que tan insólito, por abismal, dolor le pueden causar. Poco importa que ellos mismos tengan problemas y estén tristes. Los problemas de los otros y sus tristezas son humanas y mortales y pueden hacerles frentes; en cambio, piensan los otros al encontrarse frente a frente, el pesar que invade al sociópata es una pesada piedra que lo hunde y lo lleva a la más profunda de las fosas marinas; el dolor del sociópata –piensan los otros- es sublime.

Y por eso que los otros lo sienten sublime, que incluso pueden “ver” ese dolor más propio de dioses que de hombres, puede el sociópata vencer tan fácilmente a esos otros, que entre ellos no se ponen nunca de acuerdo porque cada uno defiende a uñas y dientes sus propios intereses.

 El sociópata triunfa sin grandes esfuerzos. La puerta se le abre como por arte de magia y la víctima no sabe ni cómo pudo engañarle.

Pero el sociópata no ha mentido a la víctima.

Su dolor es real y bien real. Su desesperación no tiene nada de virtual. Virtual es el mundo en el que vive, el mundo en el que se desarrolla su existencia; pero su frustración, su resentimiento, las consideraciones que tiene sobre él y su sociedad, eso son reales. Y por reales auténticas. Y por auténticas conquistan la fortaleza ajena y una vez conquistada dicha fortaleza, cambian la dirección y se lanzan, se revuelven, contra él. El sociópata nunca está satisfecho con ninguno de sus triunfos porque sus triunfos son efímeros y pasajeros, mientras su dolor y su frustración son una constante.

¿Quiénes son los que desenmascaran al sociópata?

¿Los otros sociópatas?

¿Los psicólogos?

¿Los hombres normales y sensatos?

No.

Las víctimas mismas.

Las víctimas conocen a sus verdugos más de lo que los verdugos se conocen a sí mismos. El animal herido por el escorpión sabe de su veneno más que el escorpión mismo, porque el escorpión lo inyecta y lo sabe inyectar pero lo hace automáticamente, sin pensar en ello: inyectar veneno es algo que pertenece a su naturaleza. Es la víctima la que ha de comprender la existencia de ese veneno, del grado de peligrosidad, para dominarlo; es la víctima la que ha aprendido qué cuidados hay que tomar para que el escorpión no le pique; la que ha de analizar en qué consiste ese veneno para intentar elaborar un antídoto; la que ha de establecer cuántas mordeduras soporta un cuerpo antes de que la cantidad sea mortal de necesidad (y la cantidad de veneno que aguanta una víctima varía según la persona. Algunos individuos son inmunes; otros soportan dos picaduras y algunos cuatro. Algunas víctimas consiguen huir y otras no tienen salida.

Y es la víctima –y no el escorpión- el que previene a los otros, aunque sea con su cadáver, de que tengan cuidado porque en esa zona hay escorpiones.

Es tiempo de estar prevenidos cuidado porque en estos momentos y por lo que me cuentan, tengo la impresión de que los escorpiones abundan y de que no hay un sólo escorpión sino varios y como todos ellos están escondidos bajo las piedras y actúan con nocturnidad y alevosía hay que andar precavidos y mirar antes de sentarse.

El grave problema es que en estos instantes coexisten los auténticos sociópatas, envueltos en dolor pese a sus conquistas, junto con los arribistas y los individuos que están tratando de hacerse un hueco en este mundo hegeliano.
Mientras los sociópatas sigan triunfando, los arribistas les emularán en sus tácticas y estrategias y a los individuos que en estos momentos están tratando de hacerse un lugar en el que construir una existencia tranquila y pacífica no les quedará más remedio que seguir los mismos métodos si quieren conseguirlo.

De esta manera, el mundo de los sociópatas va a dejar de convertirse en una realidad virtual para ser una realidad real y bien real. En un mundo así la palabra queda vacía de significado, el dolor queda relativizado a la propia percepción pero no al sentimiento empático que provoca en los demás. Cualquier comportamiento piadoso, si sincero, será considerado como un síntoma de debilidad o de idiotez.

Ese es el problema.

Si los sociópatas siguen obteniendo el éxito y consideración social de la que en estos momentos disfrutan, el mundo está condenado a un desastre de consecuencias terroríficas. Será un mundo regido por las emociones, un mundo en el que la razón estará puesta al servicio de las emociones y en el que las alianzas se harán en función de dichas emociones, pero puesto que son simples y meras emociones hoy serán unas y mañana serán otras. Y nada de lo que esta noche se afirme, se afirmará al rayar el día. En un mundo así, los perros perseguirán a las víctimas, acusadas de malvadas, frías e insensibles (malvadas, frías e insensibles porque no dominan el arte de la palabrería) y se les acusarán de los delitos más inimaginables; la palabra se habrá convertido en palabrería y la empatía no tendrá lugar.

¿De verdad siguen pensando los conspiracionistas que el mayor y más terrible mal que aguarda a la humanidad es una dictadura global?

Empecemos a pensar que el mayor problema del individuo no es un gobernante.

El mayor problema del individuo son las emociones envueltas en palabrería.

Terrible cosa cuando escucho llamar retórica a la palabrería emocional. 

No. La retórica, por más que ya no sea el digno arte que fue, no es palabrería, mucho menos emocional.

Ni siquiera la demagogia es palabrería emocional.

Ni siquiera lo es la propaganda.

Tanto la retórica expulsada del Olimpo, como la demagogia como incluso la propaganda, pretenden seguir manteniendo un cierto nivel cultural y de conocimiento.

La palabrería emocional no necesita ni a la cultura ni al conocimiento. 

Más aún: grita sin pudor que no las necesita para nada. Ni siquiera los intelectuales las necesitan, afirma contundente.

La palabrería emocional es el arma de los incultos para publicar éxito de ventas.

La palabrería emocional es el arma de los insensibles para convertirse en poetas.

La palabrería emocional es el arma de los necios para convertirse en jueces.

La palabrería emocional es la serpiente que se muerde la cola.

En un mundo de barbarie, la palabrería emocional en boca de los sociópatas es lo que queda.


La bruja ciega.

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