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Tuesday, November 3, 2015

La señora Merkel y Doña Nina Hagen

Uno sale al extranjero y empieza a conocer tipos de personas con los que nunca antes se había tropezado. A veces el extranjero es un país distinto al nuestro; a veces, se encuentra dos calles más lejos de aquélla donde vivimos. A veces esos nuevos caracteres nos deslumbran; otras, nos asombran y en ocasiones lo único que provocan es nuestro rechazo. Puede incluso que pasemos por los tres estadios ya sea en una u otra dirección. Con el tiempo y el trato esas nuevas personalidades se convierten en algo conocido y pasan a formar parte de la lista que todos llevamos en el bolsillo. A una determinada edad y a menos que uno no se haya movido de su casa, lo cual resulta hoy en día harto difícil, la lista está tan repleta que es prácticamente imposible conocer a alguien que verdaderamente nos sorprenda.
Cuando hace años asistí a una discusión – que a mí me pareció una pelea en toda regla - en vivo y en directo entre dos personas, que en aquél momento me parecieron dos carácteres completa y absolutamente opuestos, como fueron la señora Merkel y Doña Nina Hagen y que sólo años después he comprendido que se trataba de una conversación – una simple y normal conversación - entre dos titanes, el asombro (ya saben ustedes lo propensa que soy a dicha reacción) no me dejaba pronunciar palabra. La todopoderosa, por eterna superviviente, Nina Hagen explicaba lo difícil, casi imposible, que resultaba salir de las drogas; que no había terapias eficaces, que la única a tener en cuenta se encontraba en Inglaterra y sus costes eran tan elevados que sólo estaba al alcance de los bolsillos más privilegiados. Su explicación se convirtió en discurso y su discurso en una afirmación científica: salir de la droga es imposible. Nina Hagen no era científica pero sabía de lo que estaba hablando. Había visto morir a sus mejores amigos, había asistido a sus efectos devastadores y había luchado con todas sus fuerzas por remar contra la corriente, una corriente cuyo final era una descomunal catarata que mostraba un precipio mortal. 
Lo sabía ella y lo sabemos todos: uno puede remar contra la corriente hasta un determinado momento; después no hay solución que valga.

La señora Merkel, que en aquél entonces era bastante más joven y bastante más inexperta que ahora, tenía a su lado a una pareja de padres de aspecto mediano burgués que acababan de narrar sus experiencias con un hijo drogadicto que había logrado recuperarse y solucionar el problema. No recuerdo muy bien qué clases de estupefaccientes tomaba; creo que marihuana. Mientras Nina Hagen pronunciaba su vehemente discurso, discurso que era totalmente cierto a partir de un determinado momento pero no hasta llegado ese determinado momento, Merkel, que notaba el terror in crescendo de los padres – terror enmascarado tras la indignación que mostraban por el discurso Hageniano- tomó la palabra y pronunció un vocablo que entonces sonaba a conjuro mágico, a panacea: metadona.

En aquél momento yo, igualmente más joven y más inexperta que ahora, que había visto caer en el abismo a más de un hijo y a más de una madre con él, que había visto cómo se ponían en marcha más de un proyecto y más de dos y cómo esos proyectos fracasaban uno detrás de otro o daban resultados muy poco satisfactorios, que sabía que la droga en una ciudad de provincias costera estaba en todas partes y en todos los rincones, incluso en las pegatinas gratis que se repartían a los niños de primaria a la salida del colegio, incluso en los caramelos, mi enojo ante la proposición de la “metadona” alcanzó los mismos niveles que los de Nina Hagen.

El tiempo ha pasado por cada una de nosotras. Nina Hagen y Angela Merkel siguen siendo, hoy como ayer, dos titantes, más sabias y fuertes si cabe. Sí. Nina Hagen tenía razón: la droga llegado a un punto es una muerte sin retorno pero hasta que llega ese punto hay esperanza. En este sentido Ángela Merkel también tenía razón: sepamos apreciar los esfuerzos de los que saben luchar contra la corriente, no demos por perdido el bote hasta que el bote no esté hundido.

Nina Hagen advertía del abismo al que el mundo dionisiaco conduce. Merkel afirmaba que antes del precipio hay una tierra firma a la que es posible regresar si se utilizan los medios adecuados. Nina Hagen había visto con sus propios ojos el averno. Merkel había asistido también a otros avernos y sabía que era posible salvar la caída mortal. Nina Hagen hablaba de los muertos insalvables, de los cadáveres que flotaban corriente abajo. Merkel hablaba de la posibilidad de salvar a los todavía vivos y de utilizar todas y cada una de esas posibilidades hasta donde fuera posible. Nina Hagen hablaba de la dificultad de la lucha. Merkel hablaba de la necesidad de intentarlo.

Mientras otros hablan de muerte (y no se equivocan, porque es cierto que la muerte está ahí), Merkel habla de vida. Y no. Su postura no es, como muchos aseguran,  una estrategia política, ni siquiera obedece a una creencia religiosa. Hay muchos religiosos que se pasan la vida pensando en las llamas del infierno y el fin del mundo. La de Merkel es una estrategia existencial, radical y sin concesiones. Merkel nunca dará falsas esperanzas, ni siquiera a una niña que llora delante de los periodistas y de las cámaras de la nación; ni siquiera cuando es públicamente increpada por su fría actitud. Pero tampoco dejará de remar en sentido contrario al de la mortal cascada para intentar, por lo menos eso, salvar el bote. La suya es una Fe que no tiene nada que ver con la muchas veces polvorienta fe religiosa sino con la Fe en la vida y la Fe en el hombre. Y está Fe individual, fuerte y realista es la que mueve montañas. Merkel no habla de ideales, habla de propuestas. Merkel no habla de deberes cumplidos sino de deberes a cumplir. Y lo hace sin vehemencias y sin estridencias. Las cosas son como son. Hay que tomarlas como vienen y solucionar los problemas que se presentan tal y como se presentan. La señora Merkel ha estudiado Física.

Ella hubiera dejado entrar a todos los refugiados que cumplían los requisitos. Una parte de la sociedad alemana está exhausta y se declara incapaz de conseguirlo. Una parte de la sociedad alemana está agotada de tantos años de austeridad, de oir a tantos gurús catastrofistas, de mediar en tantas crisis europeas, de sentirse culpable por su pobreza y por su riqueza. No sólo la alemana, también la sueca lo está. Criticarlas resulta injusto. Hay sociedades que están cansadas sin ni siquiera haber ayudado tanto como ellas. La señora Merkel, que lo sabe, acepta la propuesta de la zona tránsito – poco importa qué nombre quieran darle algunos. No es una solución absoluta. De alguna forma cumple el mismo papel que la metadona respecto al problema de la droga: la zona tránsito sirve hasta un determinado límite y no más de ese límite. Pero incluso dentro de ese límite se hace necesaria la buena voluntad, la voluntad de conseguir los objetivos, de crear condiciones humanas para los que se encuentran allí. Por más que muchos griten porque se deja pasar a tanto desconocido, la experiencia demuestra que los pueblos a los que no llegan forasteros está condenado a morir. Es la llegada de nuevos hombres y con ellos la introducción de nuevas ideas, de nuevas perspectivas, lo que a la larga enriquece a una sociedad y a un país. La endogamia nunca ha dado buenos frutos. Lo digo y lo repito: tantos pueblos abandonados en España cuyas tierras están yermas por falta de cultivo, dan pena. Es cierto, la tierra no da dinero pero da de comer, que es de lo que se trata. No sólo de pan vive el hombre, pero el hombre es lo que come. Pero no a España sino a Alemania es donde quieren ir los refugiados, y el problema –que tenía que haber sido un problema europeo- tiene todas las trazas de convertirse en un problema alemán y como sigamos así un problema entre Alemania y sus vecinos fronterizos.

La señora Merkel que como ya digo, no es en absoluto dada a alarmismos, ha advertido del peligro que significa plantar vallas y edificar muros. El conflicto armado, como cualquier otro peligro, es evitable hasta un determinado momento, puede ser solucionado pacíficamente hasta llegado otro, pero pasado el límite conduce irremediablemente a la muerte. La señora Merkel poco dada a los avisos, a los grandes gestos, a las dramáticas grandilocuencias, avisa de lo peligroso que resultan las riñas fronterizas.

Creo, francamente, que es una advertencia a la que deberíamos prestar atención. A no ser que alguno pretenda construir un muro de miles y miles de kilómetros por agua mar y aire y convertir a Europa entera en una gigantesca fortaleza que ni ella misma sabrá muy bien qué defiende. ¿Una cultura cristiana cuando las iglesias están vacías? ¿Una cultura de lo plural rodeada de muros para separarla del exterior y limitada por vallas en el interior para separar los diferentes guetos y formas de vida? ¿Una cultura de la individualidad que se concentra en grupos porque no resiste la soledad? ¿Una cultura del hedonismo narcisista que llena las consultas de los médicos porque no quiere enfermar y quiere alargar la vida mientras el número de nacimientos desciende igual que el nivel educativo porque una sociedad vieja es una sociedad que ha perdido el sentido de la curiosidad?

La señora Merkel advierte a los populistas, avisa a su partido, aconseja a su sociedad de los problemas que levantar vallas implica: ninguna ventaja y muchos peligros.

Creo que deberíamos prestar atención a sus palabras, del mismo modo que ella ha escuchado el cansancio de una parte de una sociedad y ha accedido al establecimiento de la zona tránsito porque sabe que el cansancio son como los bostezos: se contagian.

Pero avisa de las vallas y avisa de los conflictos.

Seguramente sospecha que más de uno está deseando jugar a las batallitas por aquéllo de no ser menos que el abuelo,

o  el bisabuelo...

La fuerza de la muerte contra la fuerza de la vida.

La bruja ciega.


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